Cuento de Otoño... Aleda y su Rito.


Les comparto este enigmático y duro Relato que leí en estos días de un colega. Ojalá lo disfruten. MAP



Amanece despacio. Al perro le basta el cantar lejano del gallo para desperezar su noche. La humedad se siente rural y cala íntimamente los huesos. Las hormigas, despiertas e incansables, ignoran el frío, emparejan su corredor sinuoso hacia el fondo, parecen brotar de la grieta que se extiende todo alrededor del piso que circunda la casa. 

Aleda despierta. Se levanta, siente los pies fríos cuando pisa el cemento rugoso. Se agacha y agarra las ojotas grises que asoman desde debajo de la cama y las calza, camina unos pasos, le duelen las piernas y los tobillos, abre despacio la puerta corrediza que comunica el dormitorio con el baño y busca algo en el botiquín sobre la pared verde y descascarada. El espejo está rajado en diagonal, mira y ve su cara dividida en dos. Los ojos negros sin brillo están fijos. Procura no hacer ruido. Se peina y enjuaga la boca, hace un buche sobre la pileta chica y amarillenta. La canilla gotea en la bañera oxidada, ya no la escucha. Oye a Fermín que ronca desde la cama vencida, en el dormitorio, donde apenas alumbra una rendija desde la desvencijada persiana de plástico. No hay cortinas. Los gorriones aturden su paciencia piando sin cesar a través de la pequeña claraboya del baño. Ella piensa en silencio: “debe haber un nido en el techo”, siente el aletear y el choque de las plumas contra la pequeña ventana desde donde cuelga una cadena. Los ignora. Se viste y atraviesa callada la casa, entorna la puerta del dormitorio para que su marido no la escuche, va en punta de pies. Recoge en la cocina la bolsa de los mandados. Siente sobre sí el frío húmedo que por la ventana sobre la mesada se cuela. No se detiene. La puerta es de metal y le falta pintura. Le ha dicho tantas veces a Fermín que pinte la casa pero él no la sabe escuchar y, ahora ya no le importa, se cansó. Camina hasta la vereda atravesando la poca gramilla todavía húmeda del frente de la casa, el perro mueve su cola, la huele y la acompaña hasta el portoncito, ella le acaricia el hocico negro. 

Al sol naciente y pálido del otoño le cuesta trabajo calentar el aire. Aleda se cierra el saco sobre el cuello para atajarse del viento que todavía resulta frio. Sabe que la farmacia de Hudson abre a las nueve, que está en el centro del pueblo y que ella tiene que caminar más de veinte minutos para llegar a la plaza. Antes quiere pasar por el cementerio, le queda de camino. Le duelen las coyunturas y quien la ve en su andar no le da los cuarenta años que cumplió hace unos pocos días. Su pelo es negro y desgreñado, sus manos tienen un leve temblor. Ha perdido ya sus muelas y hace pocos meses uno de los incisivos mordiendo un durazno. Al regresar pasa frente a la iglesia. La verja negra está abierta y por la puerta entornada se ve que hay luz adentro. Oye las voces rumiantes del ritual de la primera misa de la mañana. Se persigna y sigue. El padre Bertón, párroco del pueblo, sabe de su dolor. Ella se ha confesado varias veces con él, “Dios siempre nos acompaña en nuestro sufrimiento, hija, sigue rezando”, es lo único que ha podido decirle. Cuando vuelve del mandado entra sin usar llave. Fermín apura unos mates sentado y de codos sobre la mesa de pino crudo de la cocina. La pava de aluminio humea. Tamborilea los dedos, silba algo bajito, después chupa el último rezongo amargo, lo hace sonar bien, deja el mate redondo sobre la mesa y sale para ir al trabajo. El canario hoy no canta. Apenas se miran con Aleda cuando se levanta, no le da un beso antes de cruzar la puerta de la calle. Enciende un cigarrillo negro y camina hacia el portón, el perro lo sigue, lame la mano con la que le hace un mimo. Aleda acomoda la hora en el reloj sobre el armario subida en la silla de pino y no se inmuta. Ellos se han retirado ya la palabra se entienden casi por señas. Ella sabe que él a las doce va a estar de vuelta en la casa y que el almuerzo debe estar preparado. Cuando la puerta se cierra Aleda baja de la silla, tímidamente saca de un bolsillo el paquetito que trajo escondido del mandado. Es un sobre de farmacia con un polvo blanco dentro. Ella ha dicho que es para las hormigas que le devoran el rosal del fondo. También compró aspirinas para el reuma.

Fermín es un hombre parco, como de unos cincuenta años. Trabaja en el taller mecánico del tío de Aleda a unas pocas cuadras de su casa. Va caminando despacio, con sus hombros cargados, su boina de cuero y su bufanda para el frio. Las calles son rurales, pedregosas, rotas. Es oficial carburista. Sus manos y sus uñas muestran como la grasa y los fierros le han curtido y comido la piel. Los días de frío y humedad tose mucho. “Es por el tabaco”, alguna vez le había dicho su mujer. Nunca le llevó el apunte. Cuando llega por las mañanas al galpón lo primero que hace es prender la radio, después enciende la sucia cocinita eléctrica para poner la pava abollada de aluminio y calentar el agua de los mates que comparte con Remigio el patrón. Sus ojos azules, vidriosos y desatentos, muestran una gran pena que no pueden ocultar.

A media mañana Aleda ceba mate dulce en la cocina de su casa, uno tras otro para calentar el cuerpo y engañar el estómago. Ya tiene previsto el plato que le ofrecerá a Fermín. Mira por la ventana sin ver. Sus ojos fríos se detienen en el viejo sauce llorón que se asoma. Ya no piensa. Los gorriones movedizos hacen escuchar su fiesta de canto desafinado. El sol levanta la humedad y se esconde de a ratos en los nubarrones de la mañana. Aleda prepara la verdura. En el centro del pueblo también compró la carne. Pela las papas, las zanahorias, las cebollas, las batatas, adereza los puerros y abre los choclos. Llena la olla más grande con agua fría del grifo, enciende con el yesquero la cocina a gas de garrafa y la pone encima de la hornalla más grande. Bajada tras bajada, y sobre la tabla de madera, pica a golpe de cuchilla la verdura y la vuelca en la olla que ya humea. Echa los ajos y después los trozos de falda de puchero con hueso. No olvida la panceta. Sabe que esto le gusta a mucho a Fermín, le ofrecerá un banquete póstumo. Hace meses que lo viene planeando y hoy ha decidido que es el día. Es lunes, está nerviosa. El canario sigue callado como acompañando la escena.

Ellos tenían un único hijo, fallecido unos tres años atrás. Difteria mal curada les habían dicho los médicos del hospital del pueblo. De eso nada saben, sólo comprenden que él ya no está y tienen una pena muy grande. Sin el Horacio en la casa ya no se pueden encontrar, no pueden conversar, solamente pueden culparse.

A las doce en punto Fermín abre la puerta de la cocina y entra callado a la casa. Fuma. Siente el olor del almuerzo, el aroma del puchero. Aleda no está allí para recibirlo. La mesa está puesta. Los platos de loza blanca, los vasos, los cubiertos de siempre, el pan mignon, la soda y la jarra de vino sobre el mantel de hule amarillo. Fermín se lava las manos en el grifo de la cocina y se sienta esperando que Aleda le sirva. Hace sonar el sifón hasta la mitad del vaso y le agrega el vino rojo.

Aleda sirve el almuerzo. Ambos comen en absoluto silencio. El perro afuera relame hambriento unos huesos del puchero que ella le ha tirado. El sol luce tibio pero deslucido tras las nubes negras.

Al caer la noche ha comenzado a garuar y el frio se hace notar. El sauce se sacude con la brisa fuerte, deja sentir el frotar de sus ramas. Las hormigas descansan. El tío de Aleda abre el portón al entrar al jardín de la casa de Fermín. Se sorprende de que el perro no ladre ni venga a hacerle las fiestas de rigor. Avanza por sobre la gramilla despareja y barrosa. La casa luce a oscuras y en silencio. Golpea con su puño la puerta de metal.

Orlando López Firpo
El Rito de Aleda
Buenos Aires, Argentina.
Artes Visuales:
Santiago Caruso
[ Quilmes, 1982 ]

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