Otredad (II)
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En toda la historia del cine, Luces de la ciudad es  tal vez el ejemplo más puro de un film que, por así decirlo, apuesta  todo a su escena final –la totalidad del film sólo sirve, en última  instancia, para prepararnos para el momento final, concluyente, y cuando  este momento llega, cuando (para usar la frase final del ‘Seminario sobre «La carta robada»‘,  de Lacan) ‘la carta llega a su destino’(4),el film puede terminar  enseguida. Éste está, entonces, estructurado de una manera estrictamente  ‘teleológica’, todos sus elementos apuntan hacia el momento final, la  largamente esperada culminación; razón por la cual también podríamos  utilizarlo para cuestionar el procedimiento habitual de la  deconstrucción de la teleología: tal vez anuncia un tipo de movimiento  hacia el desenlace final que escapa a la economía teleológica según se  la pinta (uno se siente incluso tentado a decir: se la reconstruye) en  las lecturas deconstruccionistas(5).
Luces de la  ciudad es la historia del amor de un vagabundo por una muchacha ciega  que vende flores en una transitada calle y que lo confunde con un hombre  rico. A través de una serie de aventuras con un millonario excéntrico  que, cuando está borracho, trata al vagabundo con extrema amabilidad  pero que, cuando está sobrio, ni siquiera logra reconocerlo (¿fue aquí  donde Brecht halló la idea para su Herr Puntilla y su sirviente Matti?),  éste pone sus manos en el dinero necesario para la operación que haga  que la pobre muchacha recupere la vista; por lo cual es arrestado por  robo y sentenciado a prisión. Después de haber cumplido su condena,  vagabundea por la ciudad, solitario y desolado; repentinamente, se topa  con una florería donde ve a la muchacha. Esta, después de superar con  éxito la operación, maneja un próspero negocio, pero aún aguarda al  Príncipe Encantado de sus sueños, cuyo caballeresco obsequio permitió  que recuperara la vista. Cada vez que un joven cliente bien parecido  entra a su tienda, se colma de esperanzas; y una y otra vez se  decepciona al escuchar la voz. El vagabundo la reconoce de inmediato,  mientras que ella no lo hace, dado que todo lo que conoce de él es su  voz y el contacto de su mano: lo único que ve a través de la vidriera  (que los separa como una pantalla) es la ridícula figura de un  vagabundo, un paria social. No obstante, al verlo perder su rosa (un  recuerdo de ella), siente piedad por él y su mirada apasionada y  desesperada despierta su compasión; de modo que, sin saber quién o qué  la espera y, sin embargo, con un talante alegre e irónico (en el  negocio, le comenta a su madre: ‘¡He hecho una conquista!’), sale a la  calle, le da otra rosa y deposita una moneda en su mano. En este preciso  momento, cuando sus manos se encuentran, lo reconoce por el contacto.  Inmediatamente se serena y le pregunta: ‘¿Tú?’ El vagabundo asiente con  la cabeza y, señalando sus ojos, la interroga: ‘¿Puedes ver ahora?’ La  muchacha contesta: ‘Sí, ahora puedo ver’; hay entonces un corte a un  primer plano medio del vagabundo, sus ojos llenos de temor y esperanza,  sonriendo con timidez, sin saber cuál va a ser la reacción de la  muchacha, satisfecho y al mismo tiempo inseguro por estar tan totalmente  expuesto ante ella –y así termina la película. 
En  el nivel más elemental, el efecto poético de esta escena se basa en el  doble significado del diálogo final: ‘ahora puedo ver’ se refiere a la  vista física recuperada tanto como al hecho de que la muchacha ve ahora a  su Príncipe Encantado en lo que realmente es, un vagabundo  miserable(6). Este segundo significado nos ubica en el corazón mismo del  problema lacaniano: concierne a la relación entre la identificación  simbólica y lo restante, el residuo, el objeto–excremento que escapa a  la misma. Podríamos decir que el film pone en escena lo que Lacan, en  sus Cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, denomina la  ‘separación’, a saber, la separación entre I y a, entre el Ideal del Yo,  la identificación simbólica del sujeto, y el objeto: el  distanciamiento, la segregación del objeto del orden simbólico(7).
Como lo señaló Michel Chion en su brillante interpretación de Luces de la ciudad(8),  el rasgo fundamental de la figura del vagabundo es su interposición:  siempre se interpone entre una mirada y su objeto ‘propio’, fijando en  sí mismo una mirada destinada a otro, punto u objeto ideal –una mancha  que perturba la comunicación ‘directa’ entre la mirada y su objeto  ‘propio’, desviando la mirada recta, convirtiéndola en una especie de  bizquera–. La estrategia cómica de Chaplin consiste en variaciones de  este motivo fundamental: el vagabundo ocupa accidental- mente un lugar  que no le corresponde, que no está destinado a él –es confundido con un  hombre rico o un huésped distinguido; al escapar de sus perseguidores,  acaba por encontrarse sobre un escenario, siendo de repente el centro de  la atención de numerosas miradas...–. En sus films podemos incluso  encontrar una especie de teoría salvaje de los orígenes de la comedia a  partir de la ceguera del público, esto es, de una división tal provocada  por la mirada equivocada: en El circo (The Circus), por  ejemplo, el vagabundo, al escapar de la policía, termina sobre una  cuerda en la cima de la carpa del circo; comienza a gesticular  salvajemente, tratando de conservar el equilibrio, mientras el público  ríe y aplaude, confundiendo su desesperada lucha por sobrevivir con el  virtuosismo de un comediante; el origen de la comedia debe buscarse  precisamente en esa ceguera cruel, la incomprensión de la realidad  trágica de una situación(9). 
Ya en la primera escena de Luces de la ciudad  el vagabundo asume ese papel de mancha en el cuadro: frente a un  numeroso público, el alcalde de la ciudad descubre un nuevo monumento;  cuando tira del manto blanco que lo cubre, el sorprendido público  descubre al vagabundo, que duerme tranquilamente en el regazo de la  gigantesca estatua; despertado por el ruido, consciente de que es el  foco inesperado de miles de ojos, intenta descender lo más rápido  posible de la estatua, provocando sus torpes esfuerzos estallidos de  risa... El vagabundo es, de este modo, el objeto de una mirada apuntada a  algo o alguien distinto: es confundido con otro y aceptado como tal, o  bien –tan pronto como el público descubre el error- se convierte en una  molesta mancha de la que uno trata de librarse lo más rápido posible. Su  aspiración básica (que también sirve como pista para la escena final de  Luces de la ciudad,) es, así, ser aceptado finalmente como ‘él  mismo’, no como el sustituto de otro –y, como veremos, el momento en que  el vagabundo se expone a la mirada del otro, ofreciéndose sin ningún  sostén en la identificación ideal, reducido a su existencia desnuda de  residuo objetal, es mucho más ambiguo y riesgoso de lo que puede  parecer–
El accidente que, en Luces de la ciudad,  provoca la identificación errónea, ocurre poco después del comienzo.  Escapando de la policía, el vagabundo cruza la calle pasando a través de  los autos que la bloquean en un embotellamiento del tránsito; cuando  sale del último y cierra de un golpe la puerta trasera, la muchacha  asocia automáticamente este sonido –el portazo– con él; esto y la paga  excesiva –sus últimas monedas– que el vagabundo le da por una rosa,  crean en ella la imagen de un benévolo y rico propietario de un auto de  lujo. Aquí queda sugerida automáticamente una homología con el no menos  famoso malentendido inicial de Intriga internacional (North by Northwest.),  de Hitchcock, esto es, la escena en que, debido a una coincidencia  fortuita, Roger O. Thornhill es erróneamente identificado como el  misterioso agente americano George Kaplan (hace un gesto al empleado del  hotel exactamente en el momento en que éste entra al bar y exclama: ‘¡Llamada telefónica para Mr. Kaplan!’):  también aquí, el sujeto se encuentra accidentalmente ocupando cierto  lugar en la red simbólica. Sin embargo, el paralelo puede llevarse aun  más allá: como es bien sabido, la paradoja básica de la trama de Intriga  internacional consiste en que Thornhill no es simplemente confundido  con otra persona; es confundido con alguien que no existe en absoluto,  un agente ficticio fraguado por la CIA para distraer la atención  respecto de su agente real; en otras palabras, Thornhill se descubre  ocupando, llenando, cierto lugar vacío de la estructura. Y éste fue  también el problema que provocó tantas demoras cuando Chaplin estaba  filmando la escena de la identificación errónea: la filmación se  extendió durante meses y meses. El resultado no satisfacía sus  exigencias, en tanto insistía en pintar al hombre rico con el que es  confundido el vagabundo como una ‘persona real’, como otro sujeto en la  realidad diegética del film; la solución apareció cuando Chaplin  comprendió, en una iluminación súbita, que no era necesario en absoluto  que el hombre rico existiera, que bastaba con que fuera la formación  fantasmática de la pobre muchacha, es decir que, en la realidad, una  persona (el vagabundo) era suficiente. Este es también uno de los  insights elementales del psicoanálisis. En la red de relaciones  intersubjetivas, cada uno de nosotros es identificado con y atribuido a  cierto lugar fantasmático en la estructura simbólica del otro. El  psicoanálisis sostiene aquí exactamente lo contrario a la opinión  habitual del sentido común, de acuerdo con la cual las figuras  fantasmáticas no son sino distorsiones, combinaciones u otro tipo de  elaboraciones de sus modelos ‘reales’, de personas de carne y hueso con  las que nos encontramos en nuestra experiencia. Podemos relacionarnos  con estas ‘personas de carne y hueso’ sólo en la medida en que podemos  identificarlas con cierto lugar en nuestro espacio fantasmático  simbólico o, para decirlo de un modo más patético, sólo en la medida en  que llenan un lugar preestablecido en nuestro sueño –nos enamoramos de  una mujer siempre que sus rasgos coincidan con nuestra figura  fantasmática de la Mujer, el ‘padre real’ es un individuo miserable  obligado a cargar con el peso del Nombre–del–Padre, nunca plenamente  adecuado a su mandato simbólico, etc.–(10).
De  este modo, la función del vagabundo es, literalmente, la de un  intercesor, corredor, proveedor: una especie de mediador, mensajero del  amor, intermediario entre sí mismo (esto es, su propia figura ideal: la  fantasmática del rico Príncipe Encantado en la imaginación de la  muchacha) y la muchacha. O bien, en la medida en que el hombre rico es  encarnado irónicamente por el millonario excéntrico, el vagabundo media  entre él y la muchacha: su función es, en última instancia, transferir  el dinero del millonario a la muchacha (que es la razón por la cual es  necesario, desde el punto de vista de la estructura, que éstos nunca se  conozcan). Como lo demostró Chion, esta función intermediaria del  vagabundo puede detectarse a través de la interconexión metafórica de  dos escenas consecutivas que no tienen nada en común en el nivel  diegético. La primera tiene lugar en el restaurant adonde el vagabundo  es invitado por el millonario: come tallarines a su propio modo, y  cuando un rollo de serpentinas cae sobre su plato lo confunde con  aquéllos y lo traga sin parar, levantándose y poniéndose en puntas de  pie (las serpentinas cuelgan del techo como una especie de maná  celestial), hasta que el millonario lo corta; de este modo, es puesto en  escena un guión edípico elemental: la cinta de serpentinas es un cordón  umbilical metafórico que une al vagabundo con el cuerpo materno, y el  millonario actúa como un padre sustituto, cortando sus vínculos con la  madre. En la escena siguiente, vemos al vagabundo en la casa de la  mucha- cha, donde ella le pide que sostenga la lana para poder hacer un  ovillo; a causa de su ceguera, toma accidentalmente la punta de la  camiseta de lana de él, que asoma fuera de su saco, y comienza a  deshacerla tirando del hilo y enrollándolo. La conexión entre las dos  escenas es, así, clara: lo que el vagabundo recibió del millonario, el  alimento ingerido, la interminable cinta de tallarines, ahora lo secreta  de su vientre y lo entrega a la muchacha.
Y –en esto consiste nuestra tesis– por esa razón, en Luces de la ciudad,  la carta llega dos veces a su destino o, para expresarlo de otra  manera, el cartero llama dos veces: primero, cuando el vagabundo logra  entregar a la muchacha el dinero del hombre rico, es decir, cuando  cumple exitosamente su misión de intermediario; y segundo, cuando la  muchacha reconoce en su ridículo aspecto al benefactor que hizo posible  su operación. La carta llega definitivamente a su destino cuando ya no  podemos legitimizarnos como meros mediadores, proveedores de los  mensajes del gran Otro, cuando dejamos de ocupar el lugar del Ideal del  Yo en el espacio fantasmático del otro, cuando se alcanza una separación  entre el punto de identificación ideal y el peso masivo de nuestra  presencia fuera de la representación simbólica, cuando dejamos de actuar  como dueños de casa del Ideal para la mirada del otro –en síntesis,  cuando el otro se ve confrontado con el residuo que queda después de que  nosotros hayamos perdido nuestro sostén simbólico. La carta llega a su  destino cuando ya no somos los ‘ocupantes’ de los lugares vacíos de la  estructura fantasmática de otro, esto es, cuando el otro finalmente  ‘abre sus ojos’ y comprende que la carta real no es el mensaje que  supuestamente traemos sino nuestro ser en sí mismo, el objeto que en  nosotros se resiste a la simbolización. Y es precisamente esta  separación la que tiene lugar en la escena final de Luces de la ciudad.
Slavoj Zizek
Fragmento de "Muerte y Sublimación"
La escena final de Luces de la ciudad
EN:
¡Goza tu síntoma!, 
Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood  
Nueva Visión, Buenos Aires, 1994 
Ref.:
5  Cf. Jacques Lacan,  Le Séminaire, livre VII: L’Ethique de la psychanalyse  (París: Editions du Seuil, 1986) [Seminario VII: la ética del psicoanálisis,   Buenos Aires: Paidós]. En la  opinión pública de hoy, este interespacio  está representado por la siniestra posición de los pacientes de SIDA:  aún vivos, aunque ya marcados por la muerte. 
6 Esta lógica fue llevada al grado máximo del absurdo en El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, en el que un cadáver narra la historia que condujo a su muerte.
6 Esta lógica fue llevada al grado máximo del absurdo en El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, 1950), de Billy Wilder, en el que un cadáver narra la historia que condujo a su muerte.
7   “Lo que el cine debe captar no es la identidad de un personaje, ya sea  real o ficticio, a través de sus aspectos objetivos y subjetivos. Es el  devenir del personaje real cuando él mismo comienza a «hacer ficciones»,  cuando participa del «flagrante insulto de componer leyendas»” (Gilles  Deleuze,  The Time–Image  [Londres: The Athlone Press, 1989], p. 150 [La imagen tiempo. Estudios sobre cine II,  Barcelona: Paidós,     1987].
8   De ahí la siguiente característica que distingue al universo  noir  de  la novela policial tradicional: en esta última, la tarea que se encarga  al detective puede ser tomada por su valor nominal (el problema es  efectivamente la identidad del asesino, en este nivel la novela no hace  trampas), mientras que en la novela  hard–boiled,  por regla general,  resulta que el cliente que contrata al detective es parte de un juego  que difiere radicalmente de lo que parece ser el caso (digamos, por  ejemplo, que el detective es contratado para entregar un rescate en un  lugar apartado, aunque el verdadero objetivo de ello es asegurar su  presencia en el sitio en un momento X, a  fin de incriminarlo en un  asesinato...).
9  Cf. Pascal Bonitzer,  Décadrages (París: Cahiers du Cinema, 1985), pp. 67–68.
10   Respecto de este cambio, cf. Slavoj Zizek,  The Sublime Object of Ideology (Londres: Verso Books, 1989), capítulo 2. 
 




