La música del amor

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"Soy lo más parecido que tiene a una familia..."
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.El solista Dir.: Joe Wright
Francia, ReinoUnido, EE.UU
2009
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Basado en el texto de Steve López:
“El solista: un sueño perdido, una amistad improbable y el poder redentor de la música”

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Todo hombre se parece a su dolor.
André Malraux

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¿Se puede homologar un terremoto a un desencadenamiento psicótico? ¿Se puede pensar un divorcio como una cascada de ideas al igual que puede sucederle a un sujeto que intenta anudar su estructura bajo un delirio que lo compense?
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Steve López es un periodista de Los Angeles Times con pocas historias para su columna, con una crisis de pareja en puerta y con un hecho azaroso que disparara un nuevo relato: el encuentro con el sonido de dos cuerdas de un violín en el Pershing Square: cuerdas ejecutadas por Nathaniel Ayers; uno de los pocos estudiantes negros ingresado a Julliard, la escuela de música más prestigiosa en los Estados Unidos, que ahora vaga por Los Angeles tratando de re-mediar entre la Psicosis que su estructura subjetiva le impone y quedar incluido en LAMP, una institución que alberga enfermos abandonados en el barrio negro de la ciudad.
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Puede resultarnos alegórico que sean dos las cuerdas de su violín: sólo con pensar con Lacan que la Psicosis es una estructura en donde el sujeto no puede encontrar anclaje al estar mal (parado/parido): recordemos el ejemplo del taburete que se mantiene con cuatro patas; y hasta con tres; pero no tiene ya la posibilidad de sostenerse si sólo le quedan dos. Sabemos también que la cuarta pata (el cuarto nudo borromeo que se desplaza entre los tres primeros) es el Nombre-del-Padre. Y sabemos que el sujeto intentará redefinir o acomodar su síntoma para transformarlo en un sinthome que posibilite el lazo hacia otros. El arte encaja perfectamente en este anclaje; pero siempre es necesario un back-up previo, un cierto talento para producir arte: el protagonista lo tiene. Ha ejecutado el violín desde los seis años. La solución Joyciana vuelve aquí a tener efectos; pero sólo con eso no alcanza.
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Ese anclaje –ese hueco para el dolor de existir- Nathaniel lo encontrará rápidamente en López o, cómo lo define en una escena, en su Dios. Acá no podemos sino leer: su Otro. Ese lugar que le aportará un eslabón diferente –sin duda precario y contingente- para que pueda dejar de ser –al menos en esa contingencia transitoria- un objeto eyectado de la cadena social que lo funda. Ese Otro Significante que lo en-laza -vía la música, vía el amor- en el entramado del nudo social.
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Sabemos que Lacan ha repetido muchas veces que la Transferencia es Amor. El eje –el pivote- que mueve la dinámica y los engranajes de esta historia -¿podríamos decir, sin pecar de excesivos, que de toda historia?- es la relación transferencial que se vehiculiza entre Nathaniel y López. Queda bien expuesto en la obra cómo la transferencia en estos casos (parafraseando podríamos denominarla “psicosis de transferencia”) está bien adherida; por eso Lacan ha dicho que tomar un psicótico como paciente es “para siempre”.
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El film de Joe Wright intenta mostrar un aspecto –acaso con parcialidad y sin ahondar en la problemática- del sufrimiento de lo que vulgarmente conocemos como “el loco”. Uno de esos aspectos es el abandono que el enfermo sufre no sólo por los sistemas sociales sino –y casi en primera instancia- por los familiares que lo excluyen inmediatamente “no entendiendo” la problemática y -como todo aquello que no se entiende- atemorizados de las consecuencias. Michel Foucault ha versado mucho sobre la exclusión de los locos y el dispositivo de poder en juego en todo el sistema médico. Más para nuestros pagos, Eduardo Galeano también ha mencionado este tema que no sólo incluye a los locos sino a todo lo que nos es diferente.
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El delirio de Nathaniel se presenta por primera vez cuando –sentado en una platea con un cuerpo de examen- debe rendir(le) al Otro: ese pasaje, ese hacerse cargo, habla –justamente- de un Nacimiento: de que todo título puede tener connotación significante que remita a Un Padre. Habla de parir(se). Habla de que paternidad o maternidad son –en el parlêtre- simbólicas; de ahí que tener un hijo genético se pueda homologar al hecho de recibirse en una academia o de ascender de puesto: no podemos olvidar aquí que el único caso de psicosis investigada por Freud se trata del Schreber quien hace su episodio delirante cuando es ascendido a Juez de la Corte Suprema.
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En el curso del film también se vislumbra un aspecto por demás importantísimo en este tipo de padecimiento: la demanda del familiar, del amigo, de la sociedad (que en este caso vehiculiza López) hacia la institución psiquiátrica: la medicación. El psicólogo de turno no responderá a este dilema, sabiendo que no existe medicación ni diagnóstico que salve, como expresó Antonin Artaud, “la sideración de nuestro espíritu”. Como bien había expresado I.Bergman en otro gran film -Cara a Cara-; el psiquiatra suele ser un analfabeto del alma humana; creyendo que un queso es un queso y un ser humano es un ser humano. No es una pastilla, precisamente, el remedio. Es el amor, en primera y en última instancia, que hará reactivar el alma aconjogada y excluida. Y, por supuesto, no estamos excluyendo la muchas veces necesaria medicina paliativa; sino que –psicoanálisis obliga- estamos a-postando al habla del pa(de)ciente y a la consecuente escucha que no lo obture como sujeto ni lo constituya como uno más de la cadena diagnóstica de los manuales médicos. “Usted no me va a decir si yo soy un esquizofrénico”- pronuncia en un momento el protagonista con la misma autoridad que cuando enuncia “Usted es mi Dios”.
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Tendríamos que preguntarnos quien está autorizado a catalogar y rotular, en nombre de qué parámetros se hace –es decir, en nombre de que Otro existiría justamente el parámetro normativo- y, no en última instancia, a quienes beneficia todo este sistema tapa-agujeros por donde castración y angustia parecen re-negarse.
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Marcelo Augusto Pérez
Noviembre/2009
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