La Letra entra con Música.



“... Porque, cuando pibe, me acunaba en tangos
     la canción materna que llamaba al sueño... ”
                           Celedonio Flores “Por qué canto así”


Fue una canción. Escúchese una madre con su infans entonando palabras, neológicas o no, escúchese esa música improvisada con un plus destinal. Nuestra extranjería, nuestro ser arrojado al lenguaje que nos preexiste sería, quizás, un asunto de músicas, ¡una cuestión de tonos!

Más o menos por la franja etaria del estadio especular, los niños, ¡saben la música, pero no la letra! Cantan, como apropiados de un lenguaje arcaico en el cuál las diferencias de altura, las melodías, generan significado.

Me permito una pequeña digresión:
Marius Schneider, un musicólogo de mediados del siglo XX intenta situar el origen de la música en la separación de las “entonaciones” de las palabras.

A modo de ejemplo: Basta escuchar el idioma chino hablado actualmente para entender lo que es un lenguaje tonal, se habla cantando, de hecho, la misma sílaba (el chino es absolutamente monosilábico) tiene distinto significado de acuerdo al “tono” que el hablante le imprima. Como si los idiomas primitivos, naturalmente entonados, de pronto, escindieran música y letra en caminos divergentes. Por un lado, quedará la música, ya como asunto cultural instituido, y por otro las lenguas modernas, menos cantadas, más monocordes.
¡Sin embargo seguimos cantando! Menos que los chinos, claro.

Los psicoanalistas icónicos esquivaron elegantemente el “toro” de la música. Su “Verónica” de buen torero los hizo ir a buscar en la poesía, mucho más cercana al “atolondradicho” de los divanes, mucho más controlable por la misma palabra que la estructura. La música debe haber parecido imposible, demasiado huidiza, como aquello que perdía Lacan al hacer su “omelette paradigmática”.

¿Cuánta música habrá en su laminilla?
¿Qué monto de inabarcabilidad en ese sonido perdido?
¿Será que ya no es la letra, la primera del abecedario decimos, sino su música lo inefable?

Una tarde Freud analiza al enorme Gustav Mahler, su discurso, claro está, no su quinta sinfonía.
Este encuentro es uno entre muchos de los interesantes casos de músicos devenidos en analizantes, tal vez el primero. Conocemos algunos pormenores de aquella reunión, algunas palabras. La música está ausente, perdida.

La jerga del sonido ha tomado sinestesias para su material de trabajo: escala cromática, flauta dulce, tonalidad, por sólo poner algunos ejemplos. La música se fue de la palabra, siempre se está yendo, como agua por los dedos, como arena de un reloj.

En su sinfónico trabajo sobre pulsión invocante, Didier-Weill refiere el caso de una madre monocorde con su hijo autista, “para muestra basta un botón” dice nuestra doxa castellana. Ese es un botón incontestable. Si mamá no canta ¿qué pasa con la inscripción? ¿qué tan lábil será la lógica de pensamiento?
Es imposible saberlo, la música se escapa.
Ojalá fuese tan directo como procurar madres cantoras, pero no es así.
  
De todos modos, dirá During en “Música y éxtasis”, citado por Didier-Weill: “el alma humana sólo puede escuchar el verbo que se le dirige si éste está habitado por una melodía”.
Un punto azul dirá el mismo Weill, un objeto siempre en “fuga” –término de los términos– si hablamos de formas musicales.

El verbo recuerda a Lacan refiriéndonos al lenguaje como el espíritu santo. Pero tal espíritu parece necesitar de otro, o a mejor decir, no existir sin Otro que le es éxtimo: ¿una melodía?

La libre asociación nos lleva en este trabajo, que no pretende el agobio del discurso universitario, a otro texto muy emblemático: “El odio a la música” de Pascal Quignard. Lo traemos para que “suene” como una recomendación bibliográfica, pero aun así, semejante título nos sirve para este desafío neologístico. Amorodio para Lacan, “odiamar” aquí. Un tema con variaciones.

¿Será que la música pre-existe en tanto lenguaje?
¿Nacemos extranjeros de una canción que se pierde?
Son preguntas difíciles para un analista, para un musicólogo, ciertamente innecesarias para un poeta. No hay respuestas, hay música, la amamos y la odiamos, nos maneja a su arbitrio, nos sanciona la demanda mítica que, tal vez, sea una música también vista desde nuestro provisional après coup.

 Un analista dijo una vez: “no puedo analizar una melodía.”
¿Es que algo puede realmente ser analizado? ¿Se puede educar? ¿Se puede gobernar? Y entonces la metonimia nos desplaza el punto focal, –recalculando, recalculando– y el deseo se vuelve una endecha, una música triste, un tango, tal vez. Y vuelve a empezar.

Lacan se refiere a la “pulsión invocante” en su Seminario XI como la experiencia más cercana a lo inconsciente. Pareciera que semejante halago de semejante maestro -él mismo- lo eximió de sondear las mismas profundidades que atribuyó a otros temas.

Sucede, así parece, que la pulsión invocante estaba llena de variaciones acústicas. Inasible y en fuga como se dijo. El fort–da freudiano ya da cuenta de este escape, de esta huida furtiva de música, amada y odiada en condensación.

El arte visual y, si se me permite, el retorno de lo musical devenido en poesía les permitió a Freud y a Lacan mayor control teórico, al menos, a la hora de fundar la fecunda noción moebiana de subjetividad propia del psicoanálisis.

Es mucho lo que queda por delante, la canción de lo humano, en tanto lenguaje, aún espera que se dé cuenta de su música, la letra nos parece ya más familiar a fuerza de ortodoxias y rebeliones, de eclécticos y fanáticos. Pero, en definitiva, la letra aparenta una ubicuidad a la que la melodía escapa.

Hemos visto crecer las huestes de musicoterapeutas en los últimos años, aprendiendo a partir de los fracasos –tal vez sea la mejor manera– se generan futuros posibles, caminos a seguir. Vale la mención, lo demás quedará en manos del lector, en oídos del lector.

Ça parle (Eso habla) y seguramente también cante. Entonces vuelve aquella melodía mítica, aquella endecha como un “temporal a destiempo”, après coup. Esta imagen que no me pertenece se vuelve inevitable, cedo la palabra y la melodía a Alejandra Pizarnik:

“Este temporal a destiempo, estas rejas en las niñas de mis ojos, esta pequeña historia de amor que se cierra como un abanico que abierto mostraba a la bella alucinada: la más desnuda del bosque en el silencio musical de los abrazos.”

Sólo es posible un compás de espera lo suficientemente eficiente para que podamos recalcular el destino de un concepto esquivo y lábil, la pulsión invocante.
Lo que Narciso pronuncia es inexorablemente repetido por la ninfa Eco, imago vocis, fatalmente repetido (no hay relación sexual).

Sin embargo, la música es y no es la misma, distintas notas, si se me permite la simplificación, distinto destino para un mismo amor, un mismo odio: La música como semblante, ¿qué más es posible pedir?

Juan Trepiana
Odiamar la música (pulsión invocante y melodía perdida)
Texto publicado en:
Elsigma.com Revista digital de psicoanálisis.

Bibliografía

Didier-Weill, Alain. Invocaciones. Dionisos, Moisés, San Pablo y Freud. Buenos Aires, Nueva Visión, 1999.
Freud, S., “Más allá del Principio del placer”, Obras completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1979.
Lacan, J., La relación de objeto. Seminario 4, Paidós, Bs. As., 1995.
Lacan, J., Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Seminario 11, Paidós, Buenos Aires, 1995.
Locatelli de Pérgamo, A., La música tribal oriental y de las antiguas culturas mediterráneas. Ricordi, Buenos Aires, 1981.
Pizarnik, Alejandra. Obras completas. Poesía y prosa. Buenos Aires, Corregidor, 1994.
Quignard, Pascal. El odio a la música. Cuenco de plata, Buenos Aires, 2012.

Artes Visuales:
John Minnion
[ Reino Unido de G. Bretaña, 1949 ]
Caricatura de Gustav Mahler

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