El Señor amigo...


Y así, como todos los miércoles, Martin se visitó de señor. Salió de su casa del delta, de traje y con botas de goma. Bajó la escalerita del muelle, subió a la lancha y arrancó el evinrude. Volvió a subir la escalerita. Daba una imagen un tanto grotesca, de traje y corbata y botas de goma. Desamarró el cabo de proa, volvió a bajar, se montó en “la gauchita” que se bamboleaba por la marejada de la colectiva que acababa de pasar, y salió. Eran las ocho de la mañana. Media hora, era el tiempo que le llevaba ir del Arroyo Santa Rosa hasta el otro lado del Sarmiento, a la guardería. Ya en la vereda del Paseo Victorica sacó los zapatos del bolso, se los puso, y guardó las botas. Caminó hasta el garaje de Tacuarí y se subió a su Renault. Prendió la radio y salió a la derecha hasta Cazón y de la rotonda otra a vez a la derecha, para el acceso. Subió el volumen de la radio y se preparó para la amansadora hasta “el centro”, como dicen los de la periferia norte cuando van a Buenos Aires. Y así, como todos los miércoles, desde el divorcio.

Martín, se había prometido a sí mismo que no terminaría su vida como la había empezado. Con el tedio de sus padres, sus mandatos y sus prejuicios. Era demasiado duro ver la propia realidad de una vida casi entera consagrada a la imagen que hay que dar. Pero era exactamente lo que hizo por cincuenta años. Nació en el sanatorio Anchorena. Vivió en Agüero y Güemes hasta que se casó, a los 22 años, con más ganas de escaparse de su casa que de despertar al lado de una mujer. Pero era la excusa para poder irse. En esa época era así. Te ibas por la colimba, pero volvías. Te ibas por un trabajo, lejos, pero volvías. La única forma de salir de ese calabozo de la vida por mandato, era casarse. Y volvías. Casado, con el bebé, con el Citroën sin nafta, y sin pagar las expensas. Casado, cansado. Y así. Y recién empezabas.


Comodoro Pi, años después fue consagrado como la capital nacional del chorizo seco, con fiesta anual con desfile, jineteada, fogones, cuchilladas y ambulancia hasta el hospital San Luis de Bragado. Pero en aquellos tiempos, hace setenta años ya, no había nada de eso. Bueno, cuchilladas a veces sí. Pero ni censo. Si no, sabríamos cuan pocas solitarias almas se juntaban los domingos en la capilla. Unos por la fe, otros por las polleras, y ellas por los pantalones. En realidad, bombachas de campo, de puños abrochados sobre las alpargatas, negras o azules, pero limpias, porque es domingo. Y el caballo cepillado, con la cola desmelenada.

María era la del medio entre una hermana menor, prendida a la pollera de la madre y el hermano que siempre siguió al padre. De chica ya era mal llevada. Como zapallo bajo el brazo decía el hermano, ocurrente, como todo paisanito despreocupado. El chico se empezó a dejar el bigote cuando todavía era pelusa, para tapar la cicatriz que le dejó el filo de la pala con que María le hizo saber que no debía cargarla con el Dionisio. El problema era que el mocito, también hijo del medio de los encargados del campo lindero, se arrimaba todas las tardes después de los laboreos, a la oración, como se acostumbraba a decir, queriendo “pisarla”. La  María Brizuela, de catorce años entonces, era alta y desarrollada como de más.

-Ya levanta la blusa la María. Tendrías que hablarle. -dijo el padre, mirando para abajo, haciendo que se acomodaba la polaina, para disimular el pudor que le daban esas cosas. A la madre, le daba más pudor no saber muy bien qué tenía que hablar. Y así, el día que María fue desconcertada a preguntarle qué tenía que hacer con el Dionisio, ella la despachó pronto: -Si te gusta decile que sí. Qué otro consejo podía dársele a una hija que había hecho hasta cuarto grado a caballo y después ayudaba en la cocina. Qué más tenía que saber una niña: De la escuela y a caballo, con frío o calor, a la cocina con calor, y después al dormitorio con calor o frio. Y así, hasta los calores.

Setenta años después, María recordaría ese breve diálogo de sordos con su mamá, en el patio de atrás de la casa del campo. Se lo contó al psicólogo. El hijo médico y la hija abogada le recomendaron ver a un psicólogo porque estaba cada vez más agresiva con papá Dionisio, ya de noventa y dos.

Desde entonces Comodoro Pi no había cambiado tanto, salvo por el asfalto del acceso a la ruta. Pero la vida sí. Qué lejos estaba el recuerdo del caballito azulejo, Tambor, al que no había que atarle del cabestro para que se quedara toda la mañana frente a la escuela. Solito esperaba la campana y el tirón de la crin que la manito infantil le pegaba para treparse a su lomo. Y así, se ponía en camino, de vuelta para las casas. Con Tambor se había ido un modo de pensar y de sentir, una vida, un país, un mundo. Ahora, la nieta, vivía sola.

-Y vos para qué queres vivir sola. ¿No estabas bien con los papis? -Sí abu, pero estudio hasta tarde y escucho música. Vienen mis amigas a cualquier hora. Y así, ya no puedo estar en casa. Además quiero tener intimidad.

¡Qué íbamos a saber de intimidad nosotras, pobrecitas! Nos criaban como unas monjas. -Le dice María al psicólogo-. Imagínese que yo no sabía cómo era un hombre debajo de las bombachas. Y qué tenía que ver eso conmigo. – ¿Y cuándo lo supo?

Cuando lo supe ya era su mujer hacía seis meses. ¿Si me gustó, dice? Una no pensaba eso. Había que hacerlo, como todas las chicas. Se casaban y… así. Algunas lo hacían antes y quedaban "enllenas". Por eso se casaban,claro. Pero mi consuelo fue siempre la hermana de Dionisio. Qué bonita que era, con ese pelo rubio. Largo, largo, lo tenía. Como debajo de la cintura. Mamá no me dejaba porque decía que no había que provocar. Andábamos las dos del brazo por todos lados. Ella nunca se casó. Se quedó con nosotros. La extraño tanto.
Pero por qué andar mal. Si no te gusta separate. -decía el padrino gallego de Martín.- Para los de mi época no había divorcio. Entonces para ponerla te tenías que casar. Y era para siempre. No existía eso del divorcio. Si te equivocabas te tenías que aguantar. Ahora se pueden separar y empezar de nuevo. En el mal sentido, más gallego que padrino, el padrino, no entendió. Cansarse de hacer todo lo que a otro lo hace feliz,como habrían dicho en Comodoro Pi,no es por haber equivocado la monta.

En el barrio de San Juan y Boedo antiguo la cosa era igual, pero sin caballo y con tranvía. Para Martín no era cuestión de empezar de nuevo, sino ¿por qué empecé con esto? Cada noche que salía a tirar la basura, en su casa de Liniers e Independencia, se quedaba mirando el cielo y pensando ¿qué hago aquí?

Ese cielo, era el mismo que ahora veía desde el muelle de su casa del Santa Rosa, cuando volvía de visitar a la hija los miércoles por la noche,con las botas puestas. -Papi ¿no tenés frío en la isla? –No hija, estoy bien. Quedate tranquila. –El domingo si está lindo vamos. –Bueno, los espero.

-¿Qué es esto? ¿Vos usas esto? Entonces ¿quién se dejó una tanga en la guantera del auto?
Mejor fue dejar que pensara que tenía otra mujer. Hubo divorcio. No pasó nada. Dejó todo y se fue. Al principio fue difícil. No era lo de él, pero estaba como acostumbrado. A la hija sí que la extrañó de verdad.

-¿Culpa? Sí, claro que me da culpa pero fue mejor así. Eso me liberó. Yo nunca me hubiera animado. A la nena le dijimos que nos queríamos, pero que ya no nos llevábamos bien. Al fin, era la verdad. Si no hubiera pasado todo eso no estaría viviendo con vos aquí en la isla. –Y me presentarías como un amigo. -Y… así. Sí

J. Beno Paz
Y así…
Inédito: sacado del horno / 2018
Fotografía:
Delta del Tigre, atardecer.
Bragado, Laguna. Buenos Aires.

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