Narcisismo: el eterno amor a sí mismo.









El narcisismo, que ha permitido crear la civilización, nos muestra también a diario sus grandes derrotas: como en el cuadro de Goya donde Saturno se devora a su propio hijo. Si es cierto que todo lo que hacemos empieza y termina en ese punto nodal de nuestro Ser; si es cierto que narcisismo es imagen y también poder fálico; entonces es coherente pensar –aunque nos duela- que el sujeto vaya detrás del vigor yoico cual si fuese su potestad mejor lograda y sin importar ningún método y ninguna consecuencia. Los sujetos, así, matan incluso lo que dicen amar. Todo gira en torno a la preservación de su imagen. Pero dicha protección –como sabemos desde Freud- no se homologa a la conservación: ni de su deseo, ni de su Ser. Se trata, sí, de la custodia del imaginario; más no de la poética de lo simbólico. Por eso los sujetos -con tal de sostener una imagen- son capaces de hacer cualquier acto en determinados momentos; y hacer todo lo contrario en otras condiciones ante otros que no son aquellos mismos a los cuales hay que agradar; a costa a veces de perder mucho.

Este tipo de conductas (que muchas veces representan la comedia nuestra de cada día, cuando no la tragedia) son –hay que recordarlo- la defensa contra el agujero que produce la Castración. Es decir: el sujeto necesita alienarse a la imagen (y el espejo constituye el mayor exponente) para no verse en falta, agujereado. La imagen, entonces, sostiene. De allí que las cirugías estéticas (y en ciertos contextos también los tatuajes y adornos varios) constituyen el soporte que hacen que el sujeto pueda distraerse de su falta-en-ser. La falla en lo simbólico se suple con el imaginario. No por nada toda máscara es un engaño. Con la salvedad que, para el psicoanálisis, las apariencias no engañan. Por algo el sujeto hace lo que hace.

Es decir -entonces- que estos procedimientos imaginarios son directamente proporcionales a la fragmentación del sujeto. Es decir: cuánto más me alieno al espejo, cuánto más me mido fálicamente, cuánto más necesito producir mi cuerpo, más endeble y quebradizo soy. [Una amiga me contó hace mucho que su madre (ochenta y seis años, diez años con acv, apenas si puede caminar y casi no habla), nunca se dispondría a ir a la mesa (y mucho menos si hay visitas) sin haberse perfumado y peinado.] No por nada muchos sujetos, en momentos que van a enfrentarse con la castración, necesitan retocarse el cuerpo. En el análisis esto lo escuchamos cuando, después de un fallido (después que aparece la falta); el analizante, en vez de asociar, quiere irse por la tangente imaginaria y hablar de otra cosa. Así funciona la civilización: la publicidad es un buen ejemplo: vía el imaginario se tapa lo real. Pero hay miles de ejemplos: el otro día un analizante contaba que al visitar la oficina del CEO de uno de los grupos más poderosos de Argentina; se encontró con un espacio hiperextenso donde el susodicho directivo hacía su entrada desde lejos, cual actor en la escalinata del Oscar. Más espacio, más poder imaginario. Estas cosas, más allá de que nos dan una mezcla de risa y pena, son con las cuales se construye el mercado de la potestad pseudototémica: puesto que –como también sabemos- el todo está agujerado. Este imaginario, en el que todos estamos incluidos, tiene su cara más obesa en el delirio de infatuación que, para Lacan, es la única verdadera enfermedad del parlétre. [Pensemos en la paranoia, que es obviamente una psicosis: el sujeto allí está hiperinflado de YO.]


Es el mismo imaginario que trata de tapar un duelo, que –en definitiva- no es más que el dolor ante la castración. El sujeto -ante la falta que le falta- entra en una compulsión con determinados aditamentos y actos: se compra productos de consumo innecesarios, sale más de lo habitual, come en exceso, etc. O bien, al contrario (puesto que la pulsión golpea donde puede), se amuralla y restringe: ya no puede ver una película en su living porque eso le restituye al lugar donde, otrora, abrazado a su ex - pareja lo hacía; o alguna esquina, o algún bar, le recuerda ese época y por lo tanto no puede siquiera pasar por allí. Hay que entender que, en estos casos del trabajo de duelo, es el propio narcisismo que uno debe matar (es nuestra falta la que se ha ido, es lo que ocupaba nuestro Ideal lo que nos ha dejado); y eso es lo que lo hace tan arduo.

Podríamos decir que hay dos amores incondicionales: el amor así mismo y el amor de un perro. Sólo que el segundo puede fallar.  O para decirlo con Oscar Wilde: “Amarse a uno mismo es el principio de una historia de amor eterna”.  Historia que aún sigue viva en los cementerios, con sus faustos sepulcros, con sus irónicas necrológicas. He conocido a una amiga que -sabiendo que moría en pocos meses- fue hacia el mausoleo de su familia en el cementerio de la Recoleta, a arreglarlo y llevar unas plantitas. Esto no es surrealismo: es la mortificación más arraigada de la Verneinung freudiana, es decir:  de la denegación de la falta.

Cierro estos párrafos con una pieza breve. Un analizante -cuyo padre acaba de ser intervenido con una colectomia y una colostomía (ano contra natura)- comentaba -con lágrimas en sus ojos- más o menos así este tipo de ceguera (y de sordera) narcisística que, como se desprende del relato, sigue tratando de taponar el déficit, el boquete, por donde se fuga la vida. 


"Me preguntaba cómo puede ser que mi viejo haya sido tan rígido, tan clavado en su posición. Tan obsesivo, tan pendiente de su imagen. Su imagen dominó su vida. Es tan penoso lo que viví hace unos días... El domingo fui a almorzar. Como sabés, está recién dado de alta de un cáncer de colon. Tiene una debilidad importante. Apenas si puede empezar a comer sólidos. Tiene ochenta y cuatro años. Uno podría decir que ya no tiene nada que aparentar... Está entrando en la muerte. Casi ni fuerzas tiene. Está descarnado. Y como si fuese poco, tiene una bolsita al costado donde acumula la mierda. Y el domingo hubo que cambiarla antes de lo previsto porque se rompió. Se rompió en el almuerzo. Y estaba todo el piso manchado de mierda. Y había olor a mierda.  Y pude observar cómo, con mi vieja al lado tratando de limpiarle esa mierda derramada, con él salpicado, con esa sonda que sale de su abdomen, con toda la caca afuera... él sólo estaba preocupado porque al ponerse de nuevo los pantalones la bota manga no le toque el piso. Es tristísimo... Me da tanta pena."

Marcelo Augusto Pérez
Cuando la vida es una mierda, mejor arreglarse el tocado.
El eterno amor a sí mismo.
Septiembre / 2015
ARTE:
Ettore Aldo del Vigo
[ Basilea, 1952 ]

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