El principio de Arquímides / Teatro







La obra del catalán Josep María Miró nos plantea la cuestión ética de cómo resolver el problema de la corona de Arquímedes sin convertirla en un cuerpo denigrado, desvalorizado. ¿Cómo salir al ruedo sin difamar al implicado, sin afectar la dignidad del otro y de uno mismo que cree en la palabra del otro aún sin conocer mucho de su vida privada?

Creemos en la historia, creemos que quizás Arquímedes pronunció su famosa frase “Lo he encontrado”. Creemos en que una hipótesis científica hace un constructo cultural. Creemos en imagos sociales, nos armamos en base a un imaginario. Nuestros fantasmas se alimentan de lo que Peter Berger y Thomas Luckmann han denominado “la construcción social de la realidad”, y también se alimentan del tiempo. La directora del natatorio lo enuncia: “Antes nos bañábamos en tetas con los chicos, nadie se quejaba, no pasaba nada...”-

Hoy se construye socialmente un campo de supuesta seguridad, de countries cercados de alambres, de escuelas con cámaras en todos los ámbitos: es el supuesto resguardo de lo infalible, la supuesta inmunidad que todos buscan, la loca manía de cercar la certidumbre para que nada se escape. De ahí que el principio de Arquímedes viene también a cuento: la corona, al ser sumergida, desplaza la misma cantidad de agua que su volumen. Por eso podrá calcularse su peso. Peso que, en esta obra, es el peso de un estigma social. No es lo mismo que una profesora mujer bese a sus alumnos, que lo haga un profesor varón; y el conflicto aparece mucho mas horroroso si el varón es un supuesto homosexual.

Los prejuicios, el estigmatismo social, se despliegan en esta obra de manera clara y objetiva. El aparato discursivo de su guión, inteligentísimo para dejar planteado el tema sin tomar posición directa, se amalgama con la puesta en escena, también de una “inteligencia semiológica” impecable (jugando con las posiciones enfrentadas y simétricas del discurso) y conjuga los fantasmas que hemos sabido concebir con el arte de expresarlos en un escenario.

Como se desprende del Principio, el peso de la corona de Arquímedes sería menor si estaría fabricada –o se le añadiría- un metal más barato; pero no hay precio que pueda pagar con el narcisismo de una sociedad que ha llevado a la hoguera a pensadores que plantearon cosas tan alocadas como que la tierra no era el centro del sistema solar.

La obra plasma de modo bien explícito cómo la sociedad necesita de chivos expiatorios para renegar de la castración, de la falta, de la incertidumbre a la que una vida nos invita a aventurarnos a cada paso. Como si fuese garantía –como si no conociésemos historias de todos los días- que un sujeto al ser heterosexual, y de sexo femenino, no pudiese cometer actos perversoides. Pero siempre es mejor encontrar “el culpable” lejos de nosotros (y sin embargo, tan cerca): ya lo sabe la historia en toda su morfología, y solo basta ejemplificarlo con el discurso perverso de un señor como Hitler que demandó construir al judío que necesitaba para justificar una guerra. Así es nuestro narcisismo: cualquier “fortuita” cosa es factible si se trata de defender nuestra postura, sin escrúpulos que mediaticen de obstáculos para llegar a los fines.

La obra, sin embargo, no se queda en lo ideológico. Trata de no tomar postura –e invita sin embargo a que el espectador la tome- y nos hace pensar en una ética que involucra no sólo a profesores, padres e hijos, sino a instituciones y puestos. Sabemos, con Freud, que el chismerío (con toda la verdad que esconde) es fuente de un circuito inconsciente productor y condensador de goce: el chismoso, cual perverso, se hace instrumento del goce del Otro; pero sirve el chismerío como disparador de un circuito de discurso; y también sabemos que, a diferencia de lo que muchos creen, para el psicoanálisis “las apariencias no engañan”: si un sujeto arregla su jopo ante el espejo todo el tiempo, o tiene mas voluntad para cuidar su imagen (y mostrarla como bondadosa y bella todo el tiempo) mas que para detener la pelota y pensar un segundo en el agujero de la castración que de todos modos lo toma, esa “apariencia” es la realidad fantasmática misma del susodicho.

Desalojar (un cuerpo), expulsar, avasallar, eyectar: todos modos culturales de satisfacer(nos) pulsionalmente cuando la Ley no está representada in situ por la voz autorizada de quienes muchas veces deberíamos estar en condiciones de decir, sin culpa, convincentemente, y como Arquímedes: “lo encontré” : este es el sujeto por el cual vale la pena luchar, tirarse a la pileta. Y, por lo tanto, puedo ajustarme a la Ley, y también demandarle a él mismo su amolde. Porque le creo, por su honestidad, por su axiológica, porque sabe que todo no es lo mismo, que hay méritos ganados e incluso prioridades: y todo no es lo mismo simplemente porque todo no existe: aunque hay quienes pretenden hacer consistencia del todo para seguir pensando en obturar la falta. Como decimos siempre: he ahí la ilusión neurótica, muy naif y harto romántica, de que el Paraíso no está Perdido. O, para decirlo más enfáticamente, que el amor sería la-solución incondicional a un goce sin límites.

Marcelo Augusto Pérez
Burbujas En Presión.
Marzo / 2015
Obra El Principio de Arquímides
Autor: Jose María Miró
Dirección: Corina Fiorillo
Escenografía: Enric Planas
Teatro Apolo, Buenos Aires. 
ARTE:
Salvador Dalí
[ España, 1904 / 1989 ]
Desnudo en el agua, 1925

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