Deseo cumplido. Un cuento de domingo.










Zsazsa era una mujer poco común. Su astucia e inteligencia no decayeron ni siquiera hasta el final de sus días. Había nacido cerca de la frontera con Eslovaquia. Su patria siempre le pareció un lugar distante, hasta que una vez se enamoró y se reencontró en una frase de uno de los padres de la poesía de su tierra, Attila József: “Yo te quiero mucho porque a tu lado encontré la forma de volver a quererme”, y entonces advirtió que no era Hungría el problema, sino ella.

Ese amor había quedado lejos, pero fue el único. Mientras duró, Zsazsa recuperó su fe por la vida; y poco a poco se incorporó a su ciudad y a su país afianzándose en tareas que siempre le gustaron pero nunca se animó: bailar y cantar. Había llegado a ser una de las pocas actrices con buen paso musical (o una de las pocas bailarinas con buena interpretación para el teatro) que su ciudad tuvo en todas las épocas. Con esa actividad –a la que junto a aquel amor le dedicó sus años más productivos- llegó a tener lo que comúnmente conocemos como éxito. Había nacido de familia humilde, y gracias a su oficio, pudo comenzar a vivir con menos limitaciones. En sus últimos años, hasta llegó a invertir en algún inmueble, en algún diamante, en alguna pieza de anticuario, y en viajar: siempre con el amor de su vida. Consideró –después de enviudar- que viajar sóla era como tomar agua sin gas durante una cena. A propósito: le gustaba mucho el Egri Bikavér: esa sangre fuerte le transitaba por sus venas.

El amor hacia Szandor hizo que ella olvidara sus luchas y dificultades para conocer hombres que la hagan vibrar realmente.

Zsazsa siempre tenía conflictos con conocer hombres; nunca entraban en su target –como decía ella. Por eso la viudez la dejó paralizada y muchas veces se preguntaba qué otro ser humano (cálido, compañero, contenedor, templado y sobre todo solidario, como era Szandor) podría llegar a desear. El único problema con Szandor –que no tenía que ver con valores solidarios ni con moralinas- era su doctrina cuasi-religiosa: no aceptaba que el padre de Zsazsa permanezca la noche con ellos; porque Szandor tenía una religión privada muy especial –casi una cábala- donde se le imponía como idea que ningún matrimonio podría llegar a buen término si el suegro cohabita –aunque sea una sola noche- bajo el mismo techo de la pareja. Pero esto era un detalle a pie de página que nunca inclinaba la balanza hacia el lado negativo, porque Zsazsa valoraba en él demasiadas cosas buenas. 

De los demás hombres a los que conoció podía alargar una lista negativa: hombres que le dijeron “te amo” y sólo supieron amarse a sí mismo; hombres que la abandonaron en los peores momentos, hombres que le decían “cambiá la cara Zsazsa”- cuando llegaban sus familiares después de una pelea, pero ellos nunca pudieron “cambiar la cara” ni aún en presencia del propio padre de Zsazsa, que ella respetó infinitamente. Hombres que demandaban como niños, suspiraban como idiotas y terminaban haciendo la suya, como los gatos. Y Zsazsa sabía de gatos, los amaba por su ternura; pero nunca se dejaba engañar con ellos. Hombres, en definitiva, que hasta se han llegado a acostar con sus ex – mujeres después de años de haberse separado de ellas.

Pero con Szandor fue todo diferente. Era más que obvio que aquel amor no era común; y a Zsazsa no le gustaban los hombres comunes, por eso quedó tan atrapada en ese lazo. 

Szandor era un escuálido casi birrioso. De nariz curva y espigada, boca chica, orejas grandes y piel pálida, se parecía más a un presidiario sin alimentos que al buen hijo de vecino. Era gasista, aunque a veces realizaba algún trabajo de plomería; y eso a ella la ponía cachonda, porque creía que el sexo tiene más de cloacal que de perfume francés. De hecho le encantaba que él regrese de las changas con cierto tufo en las axilas, y le gustaba que los puños de sus camisas tengan cierta grisácea tonalidad. En materia de hacer el amor, ella prefería decir que tenían buenas camas: le gustaba gritar y hasta llorar cuando él, penetrándola, la insultaba y le pegaba varios cachetazos en la cola y en las tetas, y –a decir verdad- también a él le gustaba que ella domine un poco el cuadro escénico, así que de vez en vez ella le escupía los labios, le mordía las encías y le pasaba la punta de la lengua por los dos orificios nasales, que obviamente después de relamerlos, lo compartía con la lengua de él. Los sabores salados le excitaban a Zsazsa tanto como devorarse el somlói con el Pálinka, mientras leía a Magda Szabó. Porque en esa época leía. Y bebía fuerte. Y esa “adrenalina amorosa” –como ella la bautizaba- no le impedía, sin embargo, ponerse tres gotitas de Chanel Nro. 5 por las noches e ir a cenar a la luz de las velas con el escuálido y ardiente Szandor, a quien, entre paréntesis, le excitaba mucho que ella se dejara bien largos los pelos de las axilas y del pubis; como también que se quede con las gafas puestas cuando tenían que ir a los hechos sexuales.

Al morir él, ella poco a poco se fue apagando.  Pero mientras ardía, Zsazsa tenía gustos muy peculiares que las amigas observaban con timidez y hasta con cierta náusea. Costumbres que fue dejando lentamente al irse ahogandóse en recuerdos y tristezas.Sin importarle ya nada... A Zsazsa –por ejemplo- no le gustaban los amaneceres, ni los hombres con cadenas en el cuello o en la muñeca, ni los niños que matan a las arañas, ni esas personas que sin probar la comida ya le agregan sal antes. Había leído en un instituto de antropología que todo es cultural, y entonces se cuestionó durante años, por qué matar a las cucarachas, esos seres que la visitaban de noche y rápidamente se escondían entre zócalos y alfombras y tarros de especias. Su planteo convencía a más de una vecina clásica: primero –les decía-, no hablan: es decir, no había necesidad de responder a ningún pedido de ellas. Segundo, son silenciosas. Nunca molestan, no hacen ruidos, y eso para Zsazsa era básico: los ruidos la atormentaban. Tercero, comían los desperdicios que uno deja y que la escoba no puede barrer, por lo cual cuidaban el aseo de la casa. Cuarto, tienen un ciclo de reproducción exponencial asombroso, lo cual hablaba de la buena energía que podían poseer y sobre todo estando en grupo. Quinto, y aquí se detenía: han vivido desde tiempos remotos y han sobrevivido a guerras egipcias, combates griegos, arsenales atómicos, discusiones familiares, borracheras de maridos.  Por lo tanto, lejos de combatirlas, había llegado a la conclusión que las cucarachas podían convivir perfectamente con ella, y que, sobretodo, debería cuidarlas por su arsenal metafísico y cultural. De hecho siempre decía: "si en vez de cucarachas se llamaran lirios, quizás no tendrían el mismo fatal destino"- Y recordó que en muchas culturas la comen, culturas que quizás verían de mal agrado que ella saboree un conejo o una pata de pollo. En ese mismo instituto aprendió no juzgar una cultura desde otra cultura, y que un animal no es ni bueno ni malo, ni feo ni lindo y que -sobre todo- merece vivir incluso más que los humanos que se acribillan en guerras y en mercados financieros.


Como decíamos, después que ese amor llegó a su fin, le fue difícil entender que hay cosas valiosas para seguir viviendo. No le alcanzaban las amigas, ni su gatito, ni los libros, ni la música, ni las subastas públicas a las que concurría de vez en vez. A pesar de haber sido siempre una mujer sagaz, su luz entró en sombra y debilitó por completo.




Asi es pues que Zsazsa, con sus gustos y sus tristezas, se fue dejando caer, mientras recordaba como disfrutaban con Szandor los atardeceres en Ózd alrededor de algunas plazas, mientras comían lángos calientes con mucho ajo. Porque lo que más añoraba de esa relación es que no era para nada convencional, además de ser muy espontánea, más allá de todo ceremonial y protocolo.

Una mañana lluviosa de 1966, Zsazsa le pidió a su tía abuela las llaves del panteón que ella misma había hecho construir para su familia, con los sueldos que había llegado a ganar en toda Europa central. Su actividad laboral había mermado justo cuando pensaba llegar a América; y su estado anímico se mantenía a flote con algunos psicofármacos que conseguía de médicos del Círculo de las Artes. Con esa llave, bajo la lluvia de Marzo, enfrentó su última escena antes del final. Se dirigió al cementerio, abrió el mausoleo y observó por primera vez como nunca antes, el espacio que pasaría a habitar en poco tiempo. Pensó que le faltaba alguna plantita, y quizás una alfombra que levante un poco tanta madera negra, tanto bronce frío. Así que dos días después regresó con un par de cactus y una moquet verde musgo que colocó en las esquinas de la cava. Acarició con su mano izquierda los dos ataúdes que allí pernoctaban desde hacía diez años, cerró la puerta pesada de hierro macizo y caminó hacia el estudio de su amigo escribano para labrar el acta final.

Abril pasó rápido y Mayo fue un mes que Zsazsa aprovechó para reunirse con sus amigas y terminar de afianzar los últimos detalles de su muerte. Sólo su escribano amigo sabía que ella iba hacia ese final. Repetía incansablemente, que todo ser humano muere de tristeza. Y que las enfermedades son un consuelo -incluso un alivio- que ayudan a uno a que esa tristeza se agote más rápido.

En Octubre debilitó peor y su estado empeoró de golpe hasta que los médicos decidieron comenzar a administrarle morfina. En una semana abandonó su sufrimiento para siempre.  

El sepulcro que ella misma había terminado de decorar, la esperaba abierto junto a decenas de admiradores que aún la recordaban con afecto.  Los titulares de la sección espectáculos, de esa mañana, rezaban: “Madame Zsazsa duerme ahora con su amado y su padre.”-  

Ya lo habíamos advertido: era muy astuta. Había cumplido su sueño de tener a esos dos hombres bajo un mismo techo, eternamente.

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Deseo cumplido.
[ Un cuento de domingo ]
Sep./ 2014

ARTE:
Béla Kádár
Hungría
1877–1956
Novia con gato
Hombre y mujer

 

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