Significante- Platón - Freud - Lacan













La doxografía antigua constituye por sí misma un ejemplo suficiente para demostrar que entre el ser y el cómputo hubo un lazo heredado. En efecto, al dar cuenta de las opiniones acerca del ser, la doxografía sólo puede enunciarlas enumerándolas, y al confeccionar su lista tiene que conformarse con una serie de números: “para unos (los viejos sofistas) – relata por ejemplo Isócrates – hay una infinidad de seres; para Empédocles, cuatro; para Ion, solamente tres; para Alcmeón, nada más que dos; para Parménides, uno; para Gorgias, absolutamente ninguno.” (Isócrates, Or. XV, 268; citado en la p. 345 de la edición Diès).

El lazo señalado, que tan bien describe la anécdota anterior, pone de relieve la hipótesis que sirve de fundamento al movimiento de Platón, quien alienta en el Sofista el deseo de establecer lo que hay de no ser en el movimiento. En efecto, al ubicarse en la sucesión de las opiniones, a la que él piensa poner término –es decir, entre lo “uno” de Parménides, que resume todas las cuentas positivas, y el “absolutamente ninguno” de Gorgias, que las borra todas- lo único que le cabe es enumerar el no ser, suscitar su emergencia por medio de una computación.

Sean, por lo tanto, los géneros, los elementos que habrá que extraer de la colección para que surja el no ser por e-numeración: “entre los géneros (…) unos se prestan a la comunicación recíproca, mientras que los otros no; hay algunos que la aceptan sólo con algunos; otros, por último, penetrándolo todo, no encuentran nada que les impida entrar en comunicación con todos”. Mediante esta oposición entre la mezcla y la no mezcla, entre lo que puede prestarse a comunicación y lo que no puede, se defineun rasgo distintivo, que permite introducir en los géneros un orden y diferentes clases, esto es, una jerarquía.

Puesto que a esa altura, ya se conoce el procedimiento por el cual se enumera la colección, asignándole a una clase un género dado y situándolo en el orden. Platón se halla en condiciones de delimitar arbitrariamente una serie, extrayendo de la colección de géneros algunos de entre ellos, los tres mayores –a saber: el ser, el reposo, el movimiento- como si, en lugar de buscar el no ser en una colección dada, donde estaba seguro de no poder encontrarlo, Platón entendiera poder producirlo por un movimiento inverso, en la sucesión de estados de una colección construida.

Aparentemente arbitraria, la colección elegida se sostiene, de hecho, en propiedades formales: si de los tres géneros extraídos, el reposo y el movimiento no pueden mezclarse entre sí, mientras que el ser se mezcla con ambos, Platón se encuentra con que ha constituido la serie mínima propia para servir de fundamento a la oposición binaria entre la mezcla y la no mezcla, que es la ley misma de toda la colección.

De hecho, la división es división en dos, mezcla y no mezcla, pero si bien basta un término para representar la mezcla, se necesitan dos para dar cuenta de la no mezcla. En efecto, supongamos que sólo se dieran el movimiento y el ser; entonces, elser, que por definición se mezcla con todo, se mezclará con el movimiento, con lo que quedaría abolido el rasgo distintivo del movimiento, que consiste en sustraerse a la mezcla dentro de su orden; la mezcla sería lo único que aparecería en la serie. Para manifestar la no mezcla se requieren, por encima del ser, dos términos que se excluyan: el reposo y el movimiento. Es decir, una serie mínima de tres términos.

Apenas se plantean tres términos, su trinidad reclama para sostenerse como serie en la que “cada uno de ellos es diverso de los otros dos, e idéntico a sí mismo”, dos términos suplementarios, lo idéntico y lo diverso. Para articular las posiciones binarias de la mezcla y de la no mezcla, debe constituirse una serie mínima de cinco términos: “es imposible que logremos reducir este números”.

Pero esta serie mínima no quedaría encerrada en un ciclo saturado, puesto que, regida por la ley binaria de la mezcla, deja aparecer en sí, en el juego mismo de esta ley, una asimetría. Efectivamente, todos los términos, excepto uno, caen a la vez bajo la ley de la mezcla y la ley de la no mezcla. A cada uno de ellos se opone un término con el cual entra en una relación específica de no mezcla, el reposo contra el movimiento, lo diverso contra lo idéntico. Unicamente el ser se mezcla con todos, sin ninguna resistencia por lo que escapa al acoplamiento con un término que lo limite. En esta asimetría debe descubrirse el lugar del no ser.

Aislado de todos los otros términos, el ser debe servir de apoyo, con una alternante dualidad de funciones, a la binariedad de la oposición fundamental. Mezclándose con todos, da realidad al rasgo que lo define como término asignable a la clase de la mezcla y, sin embargo, en el mismo movimiento deja de subsistir como el término distinto que ese rasgo realizado debía definir.

El ser se extiende sobre toda la serie, es el elemento mismo de su desarrollo, puesto que todos los términos, en tanto términos,son el ser. Pero mediante esta expansión el ser manifiesta el rasgo distintivo que lo sitúa en una oposición binaria entre los que se mezcla y lo que no se mezcla; más brevemente, por la modalidad de su expansión, el ser deviene un término separable en su concentración singular.

Expandiéndose, el ser se pone como ser. Ahora bien, por el solo hecho de ponerse, el ser cae en el dominio de lo diverso; pues al ponerse se convierte en término de la serie, y pone a todos los términos que él no es como lo diverso de él: “así, vemos que cuantas veces sea lo diverso, otras tantas el ser no es; en efecto, él no es los otros, sino que es su único sí, mismo y los otros, a su vez, en la infinitud de su número, no son”.

Es indudable que todo término de la serie participa de lo idéntico y de lo diverso. De lo idéntico, en tanto se reúne consigo mismo; de lo diverso, en tanto al reunirse consigo mismo se pone como otro. Pero únicamente el ser, que ve cómo se desdobla su función gracias a su expansión sin límite, puede, en su doble participación –en tanto su diverso, al cual, pese a todo, no puede negarse- suscitar un término nuevo: el no ser.

La vacilación del ser como expansión y del ser como término, así como el juego del ser y de lo diverso, engendran desde ese momento el no ser: “una vez demostrado… que hay una naturaleza de lo diverso y que la misma se divide en todos los seres y sus relaciones mutuas, hemos tenido la audacia de decir que cada fracción de lo diverso que se opone al ser, es justamente lo que el ser realmente es”.

A pesar de haber otorgado al no ser el rango de nueva unidad, Platón no lo agrega ni dice que sea necesario llevar de cinco a seis el número mínimo necesario para sostener la oposición binaria de origen. Que es lo mismo que sostener a la vez que los géneros son puntos en donde el ser se anuda, en donde el discurso sobre el ser se ve obligado a manifestar su articulación, y puntos en los que el ser desaparece. Mediante esta operación de pasaje –nombrada por lo diverso- y de anudamiento –nombrada por lo idéntico- surge de la serie de géneros de un modo muy singular, el no ser; en la serie que es necesario recorrer para sostener la oposición de la mezcla y la no mezcla, no hay lugar asignado, salvo los puntos de inflexión, en donde el aislamiento se revele como pasaje.

La serie, que no consigue continuarse sin vacilación, se confirma, a partir de ese momento, como una cadena cuyos elementos guardan relaciones irreductibles a la simple serie. En ello se revelan dependencias que, a partir de la linealidad secuencial de la serie, dibujan un espacio profundo en donde juegan los ciclos, poniendo y suprimiendo lo idéntico, lo diverso, el ser y el no ser, en alternancias regulares.

Cada vez que el ser, pasando de término en término (“cuantas veces sea lo diverso”) confirma su función de expansión, se niega como término separable, pues en cada pasaje hace surgir el no ser bajo la forma de la repetición (“otras tantas el ser no es”). En cambio, cuando el ser, definido por esta misma capacidad de expansión, se encierra en sí mismo como término, unidad computable (“es su único en sí mismo”), niega su expansión, se niega a los otros términos, y los arroja en el no ser como en un remolino en el que se esfuman toda cadena y todo recuento (“los otros … no son”).

Por un movimiento correlativo, que vela lo enunciado poniéndolo como “unidad integrante en el número… de las formas”, el no ser se disuelve, pues es el abismo que borra todos los términos (“los otros no son”) así como también el término repetido, cada vez que se separan los géneros, como el cerco que aísla el término separado (“cuantas veces sea lo diverso, el ser no es”). En tanto término de la cadena, es cerco repetido sin lugar fijo, desplazamiento de una caída del ser; a la inversa, fijarlo en un lugar es renunciar a hacer de él un término separable, puesto que no se lo puede fijar sin hacer de él el abismo en conde toda serie de términos se aniquila. Contar en no ser como unidad “en el número de las formas”, es por lo tanto, contarlo necesariamente en la cadena como lo que borra todo cómputo.

A esta altura es posible escandir el ciclo en donde se enumera el no ser:

- el ser como término se define por su posibilidad de mezclarse, por expansión, con todo término, cualquiera que sea;
- el ser, funcionando como expansión, se atribuye a todos los términos, que así advienen al ser;
- los términos, al advenir al ser, niegan el ser como término (momento de lo diverso); aparecer el no ser bajo todos los términos, como término sin lugar fijo, como aislamiento repetido;
- el ser como término se niega a todos los términos (momento de lo idéntico); el no ser se fija como abismo que absorbe a todos los términos.
(En este punto, el ciclo puede recomenzar, pues el ser sólo se distingue de los otros términos por su propiedad de expansión).

El no ser se desarrolla entonces mediante un juego de vacilaciones entre la expansión y el término, entre el lugar fijo y la repetición, entre la función de abismo y la función de contorno:

- como término, es repetición, sin lugar asignado, pues está determinado por el ser en expansión.
- como lugar, se vuelve absorción, esfumación, pues está determinado por el ser que se pone como término y se niega.

Así, el no ser es, en cada momento, la reposición invertida de una propiedad del ser. El doble alcance que le es necesario reconocer –a la vez término de la cadena, y, como término, derrumbamiento de toda la cadena- sólo es el reverso del despedazamiento del ser, a la vez término y expansión, que, como término de la cadena, designa en la cadena la posibilidad de toda cadena.

Quizá podamos reconocer aquí –según J. A. Miller- los poderes de la cadena, único espacio adecuado no sólo para servir de base a los juegos de la vacilación, sino también para inducirlos. En efecto, todo movimiento que instale en la linealidad de una serie un elemento que, en tanto elemento, la quebranta, sea porque deba situar en ella la instancia fundante, sea porque trace en ella el lugar de esfumación, induce en ella esa doble dependencia formal que llamamos vacilación, definiendo retroactivamente esta serie como una cadena.
Pero ¿a qué hemos de referir este movimiento de linealización, si no a una pregnancia del orden ignorado del significante, cuyos rasgos volverían a tomar tanto el ser como el no ser, que con su mismo acoplamiento aseguran la verdad y autorizan el discurso?

El orden significante se desarrolla como una cadena, y toda cadena lleva consigo las marcas específicas de su formalidad:

-vacilación del elemento, efecto de una propiedad singular del significante, que, simultáneamente elemento y orden, sólo puede ser lo uno por lo otro y reclama, para desarrollarse, un espacio –sobre la base de la cadena- cuyas leyes sean producción y repetición. Dada la simetría inversa de esta relación, el ser y el no ser vuelven a asumirla, repartiéndose entre el término y la expansión, entre la limitación y el abismo;

-vacilación de la causa, en donde el ser y el no ser no dejan de desbordar el uno sobre el otro, pues cada uno de ellos sólo puede ponerse como causa si se revela efecto del otro;


-vacilación, por último, de la transgresión, que resume todas las transgresiones, en donde el término que –transgrediendo la secuencia- sitúa como término la instancia fundante de todos los términos, invoca a aquel que asumirá como término la transgresión misma, instancia que anula toda la cadena.

Queda así constituido un sistema formal, cuyas interpretaciones podrían ahora precisarse. ¿Cómo no leer, en su doble dependencia: a) el ser como orden del significante, registro radical de todos los cómputos, conjunto de todas las cadenas, y también “uno” del significante, unidad de computación, elemento de la cadena, y b) el no ser como lo significante del sujeto, que reaparece cada vez que el discurso, al perpetuarse, supera una inflexión en la que se confirma su carácter discreto, y retoma del poder específico del sujeto de anular toda cadena significante?

¿No está permitido acaso formalizar de igual modo el objeto (a), que se describe como paralización, la repetición cíclica de una caída? Todo ocurre como si se conservara aquí una lógica capaz de situar las propiedades formales de todo término sometido a una operación de fisión (1), pero no de marcar especificidades.

A diferencia de la articulación de Frege, que remite la cadena a su cupla mínima (2), la interpretación de un formalismo menos esquemático no puede ser unívoca. Estaríamos aquí en presencia –bajo la forma de un sistema de fisión, aunque sin poder precisarlos más- de los lineamientos de la lógica del significante y de la fuente de todos los efectos de espejismo que produce sudesconocimiento.

Hasta es posible advertir la necesidad de que este desconocimiento remita, por sus consecuencias, a la simetría del espejismo, y que esta necesidad autorice a conferir a todo equilibrio el alcance de un índice, cuyas características se encarnan en la relación entre el ser y el no ser, y que sería en derecho el punto crítico en el que podría localizarse el significante.

No hay nada de repugnante en el hecho de reconocer la deducción del no ser como un sistema formal, siempre que se observe que el mismo Platón parecería apoyarse en ello para llevar el diálogo a término; así, se desarrollan otras cadenas como superpuestas a la cadena de los géneros, y en ellas se puede articular la posición del sofista, que debe distinguirse mediante el discurso en el momento preciso en que niega al discurso toda capacidad de distinción, así como también la posición del discurso mismo, en tanto que, para identificar al sofista y confirmar por ese camino su capacidad para la verdad, debe abrirse el enunciado del no ser, al mentir del sofista.

Se instituye de tal modo una doble relación. En primer lugar, relación temática por la cual Platón une el tema del no ser al del sofista valiéndose de las mediaciones de la mentira y del error. En segundo lugar, relación de homología en la cual cada tema requiere una vacilación para inscribirse en su registro, y en la que el sofista y su mentir –al ser homólogos del no ser- no parecen poder tomar ubicación sin dejar de borrar todo lugar. Sin embargo, para trazar esta homología es necesario constituir, en tanto tales, las cadenas en las que se desplegará.

El objeto del diálogo es el onoma del sofista, el índice infalible que a éste habrá de descubrir; es decir, que el sofista dejará de actuar como tal, escapando así al círculo trazado por su definición misma, que deja de convenirle en el momento en que el onomalo aprehende.

En lo que sigue del diálogo, el sofista aparece en los puntos en los que, llevado de definición en definición, se persigue a sí mismo hasta superar sus propias inflexiones. Si es aquel de quien se está hablando, es indudable que su presencia, por las reglas mismas del intercambio dialogado, debe ser la de un él, frente al yo y al , pronombres que designan específicamente los compañeros de palabra; pero esto no basta para ubicar el lugar del sofista en el diálogo.

Hay que destacar cuán de cerca es menester analizar una lengua en lo tocante a este punto; frente al yo y al , utiliza un solo signo pare representar a aquel de quien se habla, tanto en el caso de poder entrar como compañero de diálogo, como en el caso de no poder hacerlo. Aunque no corresponde al nivel lingüístico, la inserción posible en el juego de compañeros hace esencial aquí distinguir, del él del compañero, otro él, de propiedades diferentes.

Platón nos da la prueba de que él opera esa distinción, cuando, al encarar la refutación de dos escuelas filosóficas opuestas, pide a Teeteto que realice un montaje tal que los traiga al presente: “pídeles que te respondan … y hazte intérprete de lo que digan”. 

La hermeneia, esa posición de Hermes, de heraldo, de intérprete que presta su boca a otra voz, es justamente lo que debe señalar que este él, este ausente del cual se habla es de aquellos que eventualmente pueden incorporarse al diálogo y tomar su lugar en él.

El sofista por su parte, está excluido de esta hermeneia. Como nadie le presta la boca, está excluido de la respuesta, a pesar de estar presente en cada articulación, puesto que en cada nivel, el Extranjero lo instituye como juez de la definición: el sofista es eso otro él, aquél que –pretexto del discurso- es también su impulso. En el diálogo, su lugar se halla en la horizontalidad de una cadena con puntos de pasaje, y su función sólo es de forma, sin necesidad de apoyarse en fórmula lingüística alguna.

Pero si el sofista es figura formal del diálogo, es porque ha convertido en su techné una propiedad del discurso, que debe definirlo-. A partir de ese momento, toda definición del sofista se abre con una definición del discurso que sitúa en éste una posible comunicación entre el ser y el no ser.

Sin embargo, la relación temática sólo puede sostenerse mediante una homología. Del mismo modo que el no ser entre los géneros, del mismo modo que el sofista en el diálogo, es enunciado del no ser sólo puede advenir el discurso por la posibilidad de una inflexión.

El itinerario es inverso al primero, y puede servir como confirmación. El otro nos llevaba al no ser; ahora, del no ser nos vemos conducidos a instalar la alteridad en el seno del discurso, definiéndola como un conjunto de clases de palabras inconmensurables.

Es indudable que la serie establecida con esta finalidad no conocerá los desarrollos de la serie de los géneros. Esto se debe a quePlatón se dedica aquí a lo mínimo. Puesto que por definición el discurso debe ser el entrelazamiento de elementos que en él puedan distinguir, la alteridad que surja de él estará sometida a la mezcla, que esta vez bastará que sea de dos términos –el nombre y el verbo- sin necesidad de un tercero, como ocurría antes, y sobre todo sin necesidad de un análisis exhaustivo del discurso.

Se advierte, pues, que sería absurdo buscar aquí la enseñanza de Platón acerca de las partes del discurso e imaginarse que, a nivel de sofista, distinguiría dos, número por el cual únicamente se nos dice que el discurso es divisible, pero se está muy lejos de practicar la división.

Efectivamente, la teoría de las partes del discurso es ejemplar para la lingüística justamente en la medida en que es una computación que olvida su propio origen, en la medida en que en esa lista cerrada y declinable es posible practicar un cómputo de los elementos del discurso, en donde el sujeto, desconocido, se vuelve término (sea, sobre todo, el pronombre).
 
En Platón nos encontramos con el origen de este cómputo, y el origen es sensible todavía. Veamos: se sabe que el no ser no es un elemento como los demás, sino tal que si lo hace surgir, el discurso desaparece; que si se hace surgir el discurso, aquél sólo subsiste como inflexión, a la vez límite de un término y pasaje de un término a otro, es decir, la dimensión de alteridad por la cual el discurso se define como conjunto.

Esto puede ocurrir mientras no se haya llegado al absoluto desconocimiento de que el sujeto no podría representarse mediante un término enumerable en una lista; el no ser, donde hemos leído la aparición del sujeto, no puede tomar lugar en esta serie, que resulta así imposible cerrar; hay que llevarlo entonces al infinito.

Pero ahora se desarrolla una operación nueva, en la que la secuencia del diálogo parece encontrar un punto de regresión.

Se trata de enunciar un discurso falso, de poder decir lo que no es; eso sólo es posible si se habla acerca de lo que es, pues el discurso versa siempre sobre un ser: “si no discurre acerca del alguien … el discurso no sería en absoluto discurso. En efecto, hemos demostrado que es imposible que exista un discurso que no sea discurso sobre algún sujeto”.

Es aquí donde se revela la verdadera implicación de lo que podría parecer una elección arbitraria de Platón. En efecto, ¿es acaso un azar que el ejemplo de Platón piensa que muestra la posibilidad del  discurso falso sea un enunciado que versa sobre un nombre propio, como es “Teeteto vuela”? Todo ocurre como si el nombre, ligado nuevamente al verbo que designa la acción que no es, tuviera que fijarse, al advenir a ese lugar en donde el ser debe dar al no ser un soporte de predicación, en calidad de nombre propio.

Pues, por último, el Extranjero hubiera podido hablar en primera persona: pétomai, ”vuelo” versión inversa del Cogito. Habría que reconocer, en esa elusión de la persona gramatical, la pregnancia del nombre propio como tal. Si éste puede marcar el lugar donde el no ser desaparece es porque, al designar al sujeto como irremplazable, como si desde entonces pudiera estar ausente (según terminología de Lacan), lo determina precisamente como no ausente. En la serie de palabras, el no ser, girando alrededor delnombre propio, parece refluir sobre sí mismo y condensarse; el sujeto fijado, toma las características de una plenitud; la serie de palabras, ni bien es puesta como cadena, se vuelve serie sin vacilación; el nombre, parte del discurso, resulta completamente absorbido en el nombre propio.

En la elusión de la persona gramatical, antes que lo fuera históricamente, la categoría quedara definida como tal y pudiera venir a fijar el sujeto en un desconocimiento, se asiste, sin embargo, al recubrimiento de la vacilación; con el enunciado “Teeteto vuela”, gracias a la plenitud del nombre propio, no ser del no ser, el discurso se instala como reino de un saber imperturbable.
 
Todo sucede como si, al final del Sofista, fuera necesario rehacer el camino, borrar el no ser mismo del discurso, mientras que había sido necesario presentificarlo para fundar en él las propiedades de la verdad. Los ciclos del ser y del no ser adquieren así el rango de “hipótesis” dedicadas al silencio de los enunciados a los que sirven de sostén.

En consecuencia, la superposición de las interpretaciones de un mismo sistema formal debe dejar lugar a la imagen de un itinerario de recubrimiento, en el que las homologías sólo se desarrollen para quebrarse; la cadena se ha convertido en serie. El registro del significante, apenas entreabierto, vuelve a cerrarse, y el término portador de la causa de todos los efectos de defecto viene a faltar él mismo.
 
Mientras que el ser, restaurado, revela su relación con el discurso, en la medida en que en él concentra las propiedades en una verdad en adelante segura, el no ser, bajo las especies de lo falso, fija alrededor del nombre propio de las vacilaciones donde pudo recibir su definición. Se convierte a la vez en el punto donde situar el registro que ha de reconocerse como anclaje de una lógica del significante y, por eso mismo, el punto en donde es necesario marcar el desconocimiento.

Pero el movimiento real es inverso: el significante y su lógica han podido ser una clave, aunque al precio de aceptar que nuestro comentario se desplegara en círculo y, para situar sus apoyos, discernió en un texto índices de clausura que se hubieran podido hacer valer como desconocimientos y suturaciones. No habría que leer aquí una sutura, sino inventarla para hacer legible un enunciado; la metáfora de la cadena sirvió como recurso para ello.
 
Cadena de géneros, cadena del diálogo, cadena evanescente de las palabras, a cada instante se ha podido señalar un punto en donde se leyera la lógica del significante, hasta reconocer el límite en donde es menester experimentar que el introducirlo exige volverse, hasta restablecer, en la serie del sofista, la peripecia recubierta de un eclipse del significante.

Es indudable, desde el punto de partida, que lo máximo que se podía hacer era introducir la computación del ser por medio de la anécdota, para lo cual la aritmética de los antiguos sofistas ofrecía un punto de apoyo inmediato al modelo de la cadena. Se trataba de inventarlo todo, sobre todo en el caso de Platón, que no sólo desconocía la estructura del cero, sino que la ignoraba. Esto sólo significa que Platón, cuando habla del ser, apunta a su propio discurso en su posibilidad mientras que la verdad puede formar en él la articulación discreta.

Si en la deducción del ser, éste une por la mediación de la verdad, la suerte de la aserción y la de la cosa que le sirve de objeto, el destino del ser es inmediatamente el del discurso; Platón al hablar del ser, detalla en un discurso que exige la verdad, las leyes de un lugar donde el discurso sea posible como aserción de verdad.
 
Traer a la luz el efecto difractado del significante, sea lo que fuere, exige que nos imaginemos a Platón dirigiendo una mirada ciega hacia un punto donde la unicidad, la posición y la validez sólo podrían subsistir si permanecieran extrañas a la mirada misma, más acá del desconocimiento.

 
"Para encontrar el punto que vivifique el objeto -nos dice Breton- es necesario ubicar bien la lámpara".



NOTAS:

(*) Tomamos aquí el texto modificado de una exposición pronunciada en el seminario del Doctor Lacan, el 2 de Junio de 1965. Agradecemos al Dr. Audouard, quien, al hablar para nosotros ha hecho mucho más que proporcionarnos un punto de partida. Gracias a él hemos reconocido al practicar un enfoque diferente, los puntos de anclaje que ya había señalado acerca de la doctrina del significante.

1. Permítasenos reunir bajo este término unitario, que querrían introducir su homología formal, la división del sujeto, la deyección del (a), las distribuciones del Ser y del No Ser.

2. J. A. Miller, “La Sutura”.
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Jean-Claude Milner
La cuestión del significante

Texto extraído de:
"Significante y sutura en psicoanálisis"
Autores varios. Ed. Siglo XXI. Buenos Aires.
ARTE:
Max Ernst
Alemania
1891-1976


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