La Renegación de la Falla (o de la Falta)












Las noticias, las devotas noticias, llegan con tipografía del New York Times y nos introducen lentamente en una ficción cara a Julio Verne y al mismísimo Ray Bradbury.

Veamos un par de casos: hay un señor Robert Brewick que se autodefine como investigador en lingüística-computacional (pomposo significante del rejuvenecido postmodernismo) que parece estar consagrado a investigar e incluso diseñar artefactos informáticos –es decir: robots- que puedan hacer cosas simples como beber o hablar. Según él los robots hacen cosas complejas pero no simples. Y, al parecer y según él, hablar es una cosa simple. El susodicho confiesa, sorpresivamente y con una sensatez un poco extraña de los cráneos de las ciencias cognitivas –que como dice Isidoro Vegh que Dios los tenga en Harvard-, que a las bacterias les va muy bien, sin embargo, sin hablar. Como suelo decir en mis charlas: las bacterias y los virus fueron los primeros y serán los últimos sobrevivientes: les va más qué bien.

Lo que este señor y todo el empeño de la Ciencia siempre tan obsecuente por forcluir al Sujeto (y por renegar de la Muerte sustentando la omnipotencia) no puede advertir es que el problema que intenta resolver peca, desde su mismísimo alumbramiento, de una paradoja en sí mismo. Y no es que no lo pueda advertir por un problema meramente teórico; sino porque el fantasma impide captar de hecho lo que el mismo científico se propone resolver: lo que Lacan ha bautizado como la falla epistemosomática, podríamos aquí re-definirlo como la falla epistemorobótica, aclarando que la falla no es del robot sino –más bien- que el robot es la construcción mental a la que el científico intenta identificarse.

La concepción de la idea de estos cráneos lingüísticos-computacionales tiene un problema de estructura. No advierten: Primero, que el lenguaje nos toma (que el deseo nos toma), es decir que como expresó Heidegger “somos poeta antes que poema”, es decir que Somos-Hablados. Que el lenguaje no es una herramienta que porta un sujeto como si fuese un tenedor, sino que el sujeto –al ser hablado, al ser tomado por el lenguaje- se constituye como tal y parlotea porque encuentra un goce en ello; no por ninguna necesidad de comunicarse con nadie. Segundo, que –justamente- por hablar el Sujeto se encuentra estructuralmente dividido; es decir: fallado. Esto es: que el lenguaje nos introduce a una hiancia fundante y que justamente por estar barrado, somos perfectamente imperfectos. En las palabras de nuestro maestro Freud leído por Lacan: el lenguaje no puede subsumir toda la sexualidad: hay un significante que falta: el Otro está agujereado. El lenguaje está agujereado y, justamente por eso, el soma –el cacho de carne- puede agujerearse y transformarse en cuerpo. Es decir: los agujeros con que llega el ser biológico a este mundo se transforman en zonas erógenas. Como vemos, sólo hay agujeros por todas partes. Lejos pues de una completud donde nada se pierde. Y aquí, entonces, la falla: se pretende construir un ser lo más perfecto posible pero que hable. Si habla es, justamente, porque no es un robot. Por eso a algunos Niños con ciertas dificultades estructurales del habla se los conoce –jerga popular siempre tan sabia- como Aparatos.

Hablar implica, ipso facto, perder. Dejar perder, dejar caer: caerse, tropezarse. El tropiezo con lo cual lo Inconsciente nos hizo es lo que con Lacan conocemos como pequeño-objeto-a y es, en sus propias palabras, “el Dasein del sujeto”. Ese tropiezo lo encontramos clínicamente en un significante por excelencia: el fallido; que, como también ha expresado Lacan, constituye el acto más logrado. De ahí también que el analista escucha el discurso en tropiezo; de ahí también que el YO del analizante intentará “levantarse” rápido y armarse a la manera robótica.

Esta ceguera estructural de la ciencia que avanza sin cuestionarse por el deseo; es la misma que pretende ahora venir a decirnos que los Delfines (simpáticos mamíferos que siempre han servido para pruebas conductuales; al igual que las ratas) no sólo simbolizan sino que también hablan. Desde hace mucho tiempo se menciona el tema de la simbolización de estos mamíferos oceánicos. Ya sabemos que como no es lo mismo un signo que un significante, los delfines no simbolizan. Ningún delfín –ni ningún otro animal ni vegetal- enseña nada a nadie. Sólo transmiten, vía instintual, un saber-de-hecho y de la especie. El delfín no simboliza ni mucho menos habla. Si por hablar entendemos justamente, fallar. Estos investigadores confunden un poco las cuestiones: como parece ser que el delfín emite ciertos sonidos; ellos dicen que entonces hablan. Bien: con ese criterio, los ratones, los pájaros y los grillos (y todo animal de esta tierra) hablan, puesto que también emiten sonidos, sonidos que son oídos por sus pares. Pero claro, oír es una cosa y hablar es otra.

Justamente como hablar es fallar; oír, para el sujeto, es también la posibilidad de no oír: es decir, de no responder. Y los delfines no hablan, oh casualidad, porque –como todo animal excepto el Hombre- los delfines siempre responden. Es decir, el animal no tiene ninguna posibilidad de equivocar su respuesta; no tiene ninguna posibilidad de no responder a “la demanda” de su compañero. El animal -al igual que la planta- oye siempre. En definitiva: el animal es el verdadero robot que se pretende construir; con la sutil diferencia que lo es, si y sólo si, es un animal-logrado; es decir: no neurotizado por la voz del sujeto.

Por tanto: robot que hable es un oxímoron tan loco como su hermano pleonasmo animal perfecto. Si habla no puede ser perfecto, no puede ser animal, no puede ser robot; más allá –obviamente- de que no hay ningún robot perfecto puesto que ningún artefacto puede engendrar(se) biológicamente ni transmitir esa perfección a sus análogos.

Estas cuestiones teóricas que suelen aparecer por los Nortes continentales; se hermanan con otros menesteres que ya estamos acostumbrados a escuchar de la ciencia positivista ortodoxa. Para cerrar podríamos recordar algo reciente que el lector podrá suponer que nada tiene que ver pero que con un pequeño esfuerzo de imaginación entenderá rápidamente porque lo traigo a cuento: la Empresa que ha trabajado sobre el “embarazo” de la señora Florencia Trinidad (más conocida en nuestra vulgata criolla como Florencia de la V) ha decidido realizar una serie de Tests previos a la madre biológica portadora de los gemelos para comprobar –es decir, garantizar- que dicha mujer no tendrá ningún compromiso afectivo conciente con los dos embriones que gesta en su útero. Bien: esto no es ficción; esto no es el Reino-del-Revés. Suponer que una batería de Test garantizará el (des)compromiso afectivo de una madre con su prole –y el consecuente no arrepentimiento de su acción-; no es sólo renegar de lo Inconsciente: eso –en todo caso- no sería un problema ya que cada sujeto tiene el derecho de oponerse y de creer en lo que quiera. La sutil calamidad –creo- se apoya ya no en una cuestión epistémica, sino en suponer que esos indicios van a garantizar un ser lo más cercano a un robot. ¿Se advierte dónde está todo el núcleo de nuestro narcis(is)mo renegador de la Muerte? 
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Hace días un analizante me confesó: “siempre digo que no hay nada más egoísta que traer un hijo a este mundo”. Sí: cierto. Pero quizás el analizante no pudo advertir –fantasma mediante- que hay algo más egoísta aún: desearlo sin fallas. Cuando nuestro narcis(is)mo se transforma en egoísmo, solemos pecar de una voracidad robótica enceguecedora; o como lo hubiese bautizado Jorge Luis Borges, de nuestras piadosas imposibilidades.

Marcelo Augusto Pérez
Septiembre / 2011

Arte:
Pedro Perelman
To London
www.pedro-perelman.com

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