El naufragio del Otro

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Recibo de una analizante –y nada es casualidad: a ella también le llega en un momento azaroso- un texto sutilmente agudo y estupendo. Se trata de un autor de las primeras cinco décadas del siglo pasado –quizás- injustamente olvidado. Como su vecino de Brooklyn, Woody Allen, y como su cuasi contemporáneo Franz Kafka, Herbert Clyde Lewis es tributario de reminiscencias estilísticas de estos poetas sumando a su pluma indicios de nuestro Julio Cortázar y –no sin sospechosa ironía- de la conjugación exquisita que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares han construido en torno a su Bustos Domecq. No estamos lejos de suponer que el también agudo y lírico Turisino, Alessandro Baricco –que con su Seda poética merece mencionarse en este contexto- ha tomado de Clyde Lewis un cierto giro semántico en relación con su prosa.
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La obra que me permito recomendar lleva un título no menos freudiano que metafórico; con una vuelta lacaniana que enseguida puntuaremos. Se llama: El Caballero que cayó al mar. ¿Por qué Freudiano? Porque desde el vamos el epígrafe esconde una metáfora que es, a la vez, un oxímoron: no se puede caer al mar de modo caballeresco; así como –en teoría- no se podría aumentar cien kilos de peso más que lo que cada talla propone, o no se podría fumar tres paquetes diarios de cigarros sin quedar estrangulado con un cáncer en la laringe; y –sin embargo- se puede. La sutil agudeza de su autor, ha inventado para el protagonista un apellido sugerente que no podemos dejar de puntuar en honor a nuestro Maestro Francés: el susodicho se llama Standish. Que es, si se me permite la licencia, como llamarse Foolish. La sustantivación del significante Stand (que remite a una postura, a una posición, a un sostén e incluso –para ser más puntillosos, a una Pose) nos introduce de entrada a la impostura caricaturesca (recordemos “El chiste y su manifestación con lo inconsciente”, de Freud) que conforma, a la vez, un nuevo oxímoron: no se puede mantener una postura, una rigidez, y sin embargo ser un caído… Es decir: una cosa es la tontera (fool) y otra diferente es ser un necio.
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Como en Las Olas de Virgina Woolf, desde el amanecer hasta el ocaso hay un trecho de trece horas. Trece horas (y en este texto ningún número es casual; al igual que el guarismo “8” que se repite en el número de pasajeros del buque y que es –a la vez- la cantidad de letras del Nombre-del-Padre del protagonista) es una cifra cabalística y tan efímera como letal. Trece horas enmarcarán el sufrimiento –vía el goce de rigor- al que Henry Standish ofrecerá su cuerpo (decir “y su mente” es un pleonasmo necesario en este caso) como tributo fatídico - cual libra de carne shakespereana en el Mercader de Venecia - a un océano de pulsión.
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No es mi intención versar sobre el argumento -que en sí mismo no tiene ninguna importancia puesto que es más trascendente la morfología poética que el guión en sí- pero sí puntuar que los capítulos –con cierto flashbacks que remiten a una posible proyección fílmica perfectamente factible de este texto- pueden virar (al modo de la Rayuela cortaziana) sin que por eso se modifique la esencia literaria: de hecho el capítulo III bien podría ser el primero.
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“Standish estaba condenado por su educación a ser un caballero…” Esta sentencia –cual axiomática fantasmática del Otro- no es más que el sintagma que define el eje de la novela. Eje que, como pronto se advertirá, caerá harto más en la condena que en la educación. La pulsión –condena cultural y necesaria por excelencia- no deja de a-pilarse en su coraza yoica aún en las condiciones que, justamente, hacen a la poesía y a la ironía del libro. Ahora bien, la pulsión –que -a diferencia del significante- no es ni buena ni mala ni conoce el día ni la noche- no puede jugar aquí un papel que la encause con el deseo –es decir, con la palabra que debe llegar del Otro, vía el amor-, puesto que Standish (con el afán de producir un amor incondicional al Otro taponando su falta y –por ende- la del Otro mismo) está imposibilitado de enlazar(se) hacia el abismo de la incertidumbre (que es la vida misma) ya que sólo se ancla en aquello que, aún siendo conocido, no es más que repetición del síntoma. Como Hamlet, su procrastinación –de aguas quietas y funestas- lo alimenta de goce mortífero y lo baña de mandatos, (in)decisiones y rigores (recordemos aquí que el Super-Yo “obsceno y feroz” dice “Goza!”: J'ouis / jouis) que desembocan –doce grados de latitud norte, ciento ocho de longitud oeste- en una zambullida perfecta y caballeresca cuya grasa resbaladiza como hielo no es más que el nombre que Freud le ha dado al Edipo nuestro de cada día.
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Arabella –mismo nombre que la ópera que Richard Strauss estrenase en 1933- es el escenario que también metaforiza lo bello que puede ser una travesía cuando se está viviéndola sin percatarse de ello (“Nunca en todo este tiempo se le había ocurrido lo importante que era el corazón…”) y, a la vez, lo atroz de ese mismo medio cuando se está alejando sordamente, ciegamente, y lo deja a él indefenso en mitad de tanta soledad. Arabella no es sólo un buque: es la metáfora de Otro inconsistente, cautivo y barrado, que a veces debe silenciarse para que la angustia del Sujeto emerja y sea la verdadera brújula del recorrido; es decir, para que el Sujeto pueda ser su propio timón muy a pesar de los designios del Otro. Justamente por no poder angustiarse a tiempo (gritar o llorar –en definitiva: demandar- en el momento justo) Standish vuelve a re-encontrarse e instalarse en su síntoma de siempre sin posibilidad de preguntar(se) cuestión alguna. La angustia –que siempre abre caminos- no siempre tiene una escucha apropiada: la medicina la tapona con fármacos, los conductivistas, con fórmulas. Quizás, como siempre decimos, sea hoy día sólo el psicoanálisis el artificio en dónde el grito del sujeto pueda convertirse en algo más que gotas de océanos y en dónde la palabra (también otorgada desde el Analista) pueda canalizarse más que en consejos, en representaciones nuevas. Es decir, en definitiva, un grito engarzado al significante: “Los Standish no eran gritones; tres generaciones de caballeros habían convertido la trompeta de la antigua laringe Standish en un melodioso violoncello. Ni siquiera había sido necesario enseñarle al niño Henry Preston Standish a no gritar; instintivamente había sabido que el fuerte de los Standish era una voz modificada con un tono circunspecto, uno de los tantos rasgos suavizados que habían permitido que los Standish prosperaran en un mundo cosmopolita.” He aquí el ejemplo de cómo una fortaleza no es más que el anverso de una debilidad lindante; y como en esa frontera fantasmática, el YO de un Sujeto anula no sólo la condición deseante sino, coherentemente con ello, la condición de vida: “El goce empieza con la cosquilla y termina en la parrilla”, nos recordaba Lacan.
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El Caballero que cayó al mar nos habla, en síntesis, del naufragio del Otro: del naufragio de una Palabra que debería haber llegado a tiempo -desde el Otro- para que el Sujeto no se hunda en un océano de deseos, en definitiva: para que todo deseo (ya de por sí eminentemente peligroso para todo parlêtre) no amarre en una vertiente cuyo desagüe sólo encuentre agua peligrosa; recordando –insistencia mediante- que ese peligro ronda más en el estancamiento –la paz de los cementerios- de dicha agua, que –como el río de Heráclito- en su fluidez fecunda. Por eso esta obra es metáfora de aquellos que pretenden ser los muertos más sanos del cementerio -con traje y corbata mediante-; es decir, de aquellos empecinados en hacer de cuenta que la muerte no existe, de aquellos que tratan de abolir riesgo alguno para hallar la felicidad y, en conclusión, de aquellos que quieren morir caballerescamente; es decir, que pretenden vivir inhibidos, paralíticos... Muertos.
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Marcelo Augusto Pérez
Febrero / 2011
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Texto:
El Caballero que cayó al mar
H. C. Lewis
La Bestia Equilátera; Buenos Aires, 2010.

www.elcaballeroquecayo.com.ar 
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