La enfermedad del lenguaje

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“El primero que en vez de arrojar una flecha al enemigo
le lanzó un insulto fue el fundador de la civilización.”


Sigmund Freud;
“Sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos”; S.E. T. III, 1893.


“Uno se enferma cuando no es feliz.”

Ingmar Bergman;
para el guión de su discípulo Billie August: “Con las mejores intenciones”.




Como sentenció Heidegger; estamos habitados por el lenguaje; es decir que el lenguaje no es instrumento del hombre sino que lo habitamos: él está antes. Y ya que somos hablados, entonces somos poema antes que poetas. Esta sutileza funda al sujeto. Sutileza por cierto cara a los lingüistas, a la ciencia y a quienes insisten en proclamar que es gracias al lenguaje que los humanos podemos comunicarnos; entender de qué se trata. El sujeto, justamente por el lenguaje, ha perdido todo intento de comunicación posible; recordemos al maestro Lacan: “uno le habla al que no es de lo que no sabe”. Ergo, la primera conclusión que golpea se lee así: el sujeto no habla para comunicarse; el sujeto habla porque encuentra un goce que lo empuja; porque lo inconsciente lo determina y, entonces, hablando, goza. (Definición de lo inconsciente que Lacan nos ofrece en el seminario XX, Aún.)

Entender este primer apotegma lacaniano implica entender el invento freudiano de lo inconsciente y la clínica de su trabajo en el padecimiento de la histérica. ¿Qué descubre nuestro maestro vienés? Que la mortificación (Krankung) tiene la misma raíz que la enfermedad (Krankheit) y que la tramitación se da por medio del símbolo: el síntoma histérico –o cualquier síntoma neurótico- tiene estructura significante (“la metáfora de lo reprimido”, en una de las primeras definiciones de Lacan). El síntoma, cómo metáfora, esconde una palabra que, para ser más estrictos, podríamos anticipar que se trata de “la punta de lo real”. ¿Por qué? Porque –como expresó Lacan- los analistas no hacemos lingüística sino lingü(H)histeria; y –por tanto- para nosotros no existe el lenguaje: o, más bien, el lenguaje está agujereado por la recta infinita del FALO. Lo que sí existe es el neologismo inventado por Lacan: lalengua, todo junto: para significar que la neurosis del adulto no es más que la neurosis-infantil (valga acá el pleonasmo) y lo que se lee del texto del analizante son el balbuceo; la lalación del infans; proyectado a los avatares del tono, los fallidos, los traspiés; en definitiva, todo lo que para la ciencia hace “ruido”: la charlataría, la habladuría, la boludez. De ahí que Lacan define al análisis como “la praxis de la tontería”. Esa lalengua, decíamos, es la que nos permite hablar de los Ecos del Otro; es decir: la que conduce la pulsión. (“Las pulsiones son el eco de que en el cuerpo hay un decir”; Lacan dixit.) La pulsión –que viene del Otro, y no es interna como algunos freudianos insisten confundiéndola con el instinto- está en-carnada en cada singularidad. Por tanto el psicoanálisis, a través de este andamiaje, intenta abordar el caso por caso; es decir el síntoma de cada parlêtre, y no lo que los manuales de diagnósticos albergan para el caso general. ¿Qué descubre pues Freud? Que el síntoma de la histérica-1 no es lo mismo que el de la histérica-2; porque tienen dos lalenguas diferentes; pero que –a la vez- podemos operar con ambas gracias a que ellas tienen algo en común: “… sufren de reminiscencias.”

Si el neurótico sufre de recuerdos esto nos obliga a pensar al análisis como un dispositivo –como alguna vez expresó Roberto Harari- que permite hacer OLVIDAR y no RECORDAR. ¿Olvidar qué? El goce que suplanta al símbolo. El neurótico está enfermo porque un exceso de goce lo ha parasitado. Lacan dirá: “de lo único que se puede ser culpable es de ceder frente al deseo.” Es decir que el principal perverso –el súper-yo- con su mandato siempre monocorde (“Goza!”) obliga a sufrir. El sujeto sufre, pues, porque está usufructuando (utilizo aquí este término para recordar que Lacan lo toma de la jurisprudencia) un goce que está más allá de su posibilidad de tramitación.

¿Y el deseo? Ya sabemos de la importancia de las palabras que esconden música, que la voz del Otro re-suene en el cuerpo (y no sólo del infans que muere sine qua non sino se-descubre hablado por el Otro); de la importancia de que la voz no sea metálica; de que no sólo haya un cuidado al estilo de las enfermeras (recordemos el hospitalismo, el marasmo) sino que la PALABRA se ajuste a la dinámica del deseo que se juega en el vínculo de los sujetos. El deseo es el único andamiaje desde donde se puede hacer frente a la pulsión (que siempre es pulsión-de-muerte; no existe el dualismo pulsional en la clínica) y se construye ¿dónde sino? en el artificio analítico (“El deseo es su interpretación” –Lacan) Por tanto la PALABRA, único “puente” entre analista y analizante fundado en los poderes de la transferencia, es el “nuevo orden” apuntalado por el clínico Vienés para que la operación analítica no sea una mera hipnosis, ni un hacer consciente lo inconsciente; sino un abrochamiento ( es preferible así traducir el término freudiano: einfüllen )de significantes. La tramitación mediante la palabra Freud la ha bautizado asociación-libre y sólo es posible que se constituya cuando su hermana, la atención-flotante (es decir, el deseo del analista) juega su papel.

En definitiva: por un lado; la flecha, la guerra, la pulsión, el goce. Por el otro, el símbolo, el deseo, el fantasma como defensa ante ese goce imposible. El neurótico a veces suele –acting mediante- romper esa metonimia deseante -por eso decimos que los únicos dos deseos que pueden realizarse son el parricida y el incestuoso- sin poder aceptar (y a eso lo llamamos castración) que ese deslizamiento se producirá, al fin de cuentas, inevitablemente; cortando camino por el lado del más-allá-del-principio-del-placer y pagando, entonces, las consecuencias del acto.

Si, como quería Freud, la enfermedad es el tributo que el goce (mazoquístico) paga al cuerpo; o –al decir de O.Masotta, “el sujeto se enferma porque no quiere saber que no hay saber sobre lo sexual”; entonces podemos conjeturar, praxis mediante, que a falta de palabras, el neurótico vaga, como el Holandés Errante, buscando una, infatigablemente… Nuestros consultorios nos demuestran en lo cotidiano que esas palabras fluyen en el mismo río de un solo sustantivo, más de las veces adjetivado: AMOR. Por eso Lacan ha pronunciado algo no menos enigmático: “De lo único que se habla siempre en un análisis es de amor…” Muchas veces el análisis, vía transferencia, puede hacer que esa deriva – recordemos que pulsión es Trieb - ancle en buen puerto. Es decir, puede transformar la flecha en símbolo o, como alguna vez el verbo de Freud respondió, “la miseria neurótica en infortunio cotidiano”.

Marcelo A. Pérez
mayo / 2011 
"La enfermedad del lenguaje y las palabras que curan"
Publicado en Revista Campo Grupal, Nro. 135 / Julio 2011
ARTE:
René Magritte
The son of man
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