Jorge Luis Borges / Deutsches Requiem / El Aleph
En el primer volumen de Parerga und paralipomena releí
que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el
instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por
él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una
cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa
victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el
pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología
individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde
con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese
atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo
sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión
es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las
fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser
Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un
hombre.
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Yo
había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no
sea germen de un infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula,
un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no
lograra olvidarlos.
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Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto, hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.) No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
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Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto, hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.) No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
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Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
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Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
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Se cierne ahora sobre el mundo una época
implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué
importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo
importante es que rija la violencia, no las serviles timideces
cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para
Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque
nuestro lugar sea el infierno.
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Jorge Luis Borges
Deutsches Requiem
ARTE:
José Hernández
España
El Aleph, 1975
Emperador of midnight, 1974
Testamento inútil, 1974