Un Cuento de Invierno
“Los peones son el alma del ajedrez.”
François-André Danican, Alias Philidor
[Dreux, 1726 / Londres, 1795]
Eduardo es mi nombre. Para
algunos: Edy, el siempre indulgente y enigmático Edy. Ajedrecista, algo poeta,
amigo de los pájaros y de las estrellas; buen lector y amante de un buen
whisky. Quien históricamente prefirió la soledad a la multitud, los placeres
privados a las fiestas de abundancia, los atardeceres a las primeras luces del
alba; y quien nunca dejó de pensar que -como en el ajedrez- una vez terminado
el juego, el Rey y el Peón van a la misma caja. El reservado, el taciturno, el
benévolo Edy. Pero nunca el hosco ni el egoísta. Quien creyó que el movimiento
lógico de un buen jugador está ahí, siempre presente, pero necesitas verlo; y
que -al mismo tiempo- el ajedrez no deja de ser una lucha constante contra los
propios errores. En fin: soy un pequeño gran Alfil que a veces se convierte en
Torre austera y otras en Peón huidizo. Y, sobre todo, un hombre de espíritu inquisidor.
Cuando decidí adquirir el Motel de
la ruta sureña, no lo hacía ciertamente para ganar dinero: el dinero nunca me
interesó más que para fines de obtener placer. Pero me pareció una oportunidad
única, a un precio bastante accesible para mis históricos ahorros. El día que
leí el aviso en el diario de la tarde, me corrió una rara energía -yo les
diría, un peculiar calor- por todo el cuerpo; como aquella vez que quedé
deslumbrado por las curvas -o, para decirlo todo, por los labios y las tetas-
de Jimena González, mi ex compañera del Prepatorio: esa vez que se acercó y me
dijo que gustaba de mí… Pero mejor olvidar eso. Volvamos al punto… Me corrió,
les decía, una especie de combustible, un chispa entre las venas, que años
hacía que no experimentaba. Decidí ir
directamente a la inmobiliaria y a las semanas ese Motel era mío.
Me interesó básicamente la
tranquilidad en donde estaba ubicado y el techo a dos aguas que cubría la loza
central. Ese techo era todo para mí.
Estaba a punto de cumplir la mayor fantasía de toda mi vida. El lugar de la Recepción
también se percibía interesante, y podía ocuparlo con una buena biblioteca y mi
vitrola para vinilos; rodeado de tablas de algarrobo: la madera, la buena
madera; era fundamental. Pero el techo, ahí sí estaban las tablas necesarias
para todo mi proyecto. Ese techo que me permitiría ejecutar toda la fantasía
que en estos años venía soñando.
Pero cuidado: no se confundan
ustedes. No soy un perverso. No soy un simple y estúpido mirón, un voyerista
como lo llama la psiquiatría, ni siquiera un espectador curioso y trivial. Soy
- siempre lo fui- un investigador, un indagador del alma humana; un detective
de la mente, un técnico especialista en estadísticas sexuales; yo diría
-señores y señoras- un científico.
Una vez adquirido el inmueble,
sólo faltaban dos cosas: modificar el preciado techo, y esperar la clientela.
Los arreglos en el altillo y en lo que era el interior que limitaba el techo de
las habitaciones con el piso superior; era todo responsabilidad mía. Además, no
iba a permitir que nadie sepa de mis investigaciones. Derecho de autor, le
llaman. Tablas por aquí, tablas por allá; todas esas maderas de abeto y ciprés
compartían mi secreto: una pequeña celosía enrejada.
Los arreglos quedaron listos en
un par de meses. Esas humildes rejillas en las tablas de los techos -que los
clientes pensarían eran salidas de aire- me permitían que mis estudios
estadísticos pudieran ser precisos, exactos. Claro que eso dependía también de
mi oído. Y de mis ojos. Necesitaba prestar atención precisa. Creo, señores, que era la primera vez en toda
mi vida que la pasión de la adolescencia se engarzaba con mi oficio siempre
anhelado. La pasión de observar… bueno,
sí: de observar sexo… y el oficio detectivesco. Porque, insisto y disculpen
ustedes mi puntualización, pero mi oficio no era el de anfitrión del Motel, no.
No, para nada. El Motel era sólo una excusa para poder plasmar mis
investigaciones… y bueno, sí… claro, sí: y mi pasión.
Por suerte -para mí y para mis
clientes- el emprendimiento comenzó a funcionar rápido; porque puse un
cartelito sobre el cartel principal que decía “Nuevo Dueño”. Y -ustedes ya
saben- cuando hay un cambio de dueño, los clientes vuelven y se reproducen como
hormigas en plena orgía… con perdón de la metáfora sexual.
Contraté una chica joven, Isabella,
para que se encargue de la limpieza de las habitaciones. No había más que ocho
cuartos: en medio día se cambiaban las sábanas y se higienizaba el baño. Isabella,
cuyo pobre padre seguía esperando le donen un generoso corazón o algo parecido
que lo salve; era conocida de la familia desde hace muchos años. Nadie como
ella para garantizar privacidad a los clientes; y a mí mismo, claro.
Enseguida empecé a conocer las
habituales caras de mis parroquianos, incluso alguna de sus peculiaridades; y
los días en que cada uno -con sus respectivas parejas sexuales- venían a
repetir una historia de amor.
Los lunes por lo general venían
muchos casados, claro, pero sin sus esposas ni maridos: es decir, gente de
trampa. Parece como que debían hacer buena-letra los fines de semana en
sus matrimonios, y los lunes era el recreo.
También venían mujeres jóvenes; a diferencia de los jueves y viernes que
observé -y anoté en mi libro, obviamente- más presencia de mujeres maduras.
Los martes y miércoles eran los
días más tranquilos. Pero el miércoles llegaba un personaje muy particular,
porque era el único que venía con un acompañante de plástico. Sí, ya saben: una
muñeca inflable. La transportaba adentro del coche y cuando él se dirigía a Recepción,
la traía con él: la cuidaba, se notaba.
Cuántas cosas he visto desde el
techo acondicionado del Motel, sobre esas piadosas tablas. Increíble todo lo
que pude investigar, aportar al estudio de la sexualidad. Incluso me resultaba
muy llamativo porque a veces muchos clientes se detenían frente a la biblioteca
de Recepción y espiaban mis libros - ¿Quién no tiene ese magnífico y terrenal
vicio, pues? - Mucho me sorprendían ya que quienes eran los más morbosos en la
cama -si me permiten el adjetivo-, eran -a la vez- los que se detenían a
contemplar los libros: y ahí estaban ellos junto a Faulkner, Robert Frost,
Cervantes, Whitman, Hilda Doolittle, Cummings, Cesar Vallejo, en fin… Estos
modestos y poéticos detalles los he registrado absolutamente para mi Proyecto.
Acá tengo -por ejemplo- una
pequeña lista incluida en mis escritos. He notado cuestiones muy interesantes.
Fíjense -por ejemplo- en esta matriz de doble entrada que hice, separando
hombres y mujeres y características del fenómeno observado. Fenómenos todos de
aspectos sexuales, que eran los que a mí me interesaban rastrear, explorar,
indagar…
Es interesante como ejercer la
sexualidad es ejercer un poder. E incluso como ese poder se suele padecer a
escondidas. Señores de mucho rango social, acá, en mi modesto Motel, eran
completamente sumisos de mujeres de mejor status; y viceversa.
Aquí, en mis anotadores; he
podido recolectar datos interesantísimos. Los hombres, por ejemplo, solían acabar
-llegar al orgasmo, digamos- en una relación del setenta por ciento de los
casos; a diferencia de las mujeres que sólo llegaban -según he calculado aquí-
en un cuarenta y cinco por ciento. Increíble que las mujeres gocen, al fin de
cuenta, menos que los hombres. Me permito hacer previamente una aclaración:
parejas del mismo sexo nunca quise aceptar. No porque sea un pacato, un
timorato, un tipo chapado a la antigua: no. Mi hermano -que hace años vive en
el exterior- es gay, y lo quiero muchísimo, y nunca tuve inconveniente con eso.
Solo es por una cuestión científica: porque mi investigación estaba
centralizada a los fenómenos entre hombres y mujeres. Hubiese perdido toda
lógica, toda conceptualización, todo parámetro, si llegase a incorporar dos
mujeres, o dos hombres. En todo caso debería hacer una nueva matriz de doble
entrada. La cientificidad del Programa estaba supeditado a determinado target,
a un esquema puntual. El muestreo de la investigación era en parejas
heterosexuales. ¿Ustedes podrían imaginar el problema que se me hubiese
planteado -el desequilibrio estadístico- si hubiese tenido que anotar el
orgasmo de dos hombres, en el mismo cuarto? ¿Cómo comparar? Se hubiese
desequilibrado la proporción lógica; la complementariedad del muestreo.
Bueno… sí… Es cierto que mi mirada
curiosa y mi escucha atenta también estaban más predispuestos a las curvas… Sí,
lo admito. Son las mujeres las que atraían más mi consideración… Son las
mujeres, sin duda, las que ocasionaron que mi pasión la lleve a
profesionalizar. Entusiasta, combativo, incluso un kamikaze del amor; las
mujeres siempre fueron la razón de mis alegrías… y de mis males. Nunca sin
ellas; pero siempre ausentes. Quizás por eso mis ojos perspicaces y mis oídos
lascivos, nunca dejaron de esforzar sus músculos y su extraña sensibilidad
erótica.
Cosas curiosas pasaban en esos cuartos… Recuerdo que los sábados venía una pareja sado. ¡Ah! ¡Sí! Los lunes también había otra pareja sado. Cierto. Y lo llamativo era que, en ambos casos, en las dos parejas, la dominante era ella. Ellos eran los sumisos; los que se dejaban castigar, incluso… no me atrevo a decirlo con todas las letras, pero, sí, está bien, se los diré: incluso a ser penetrados con un cinto que ellas se colocaban… un cinto obviamente con una prolongación peneana… Ufff… Increíble. De hecho, iban arrastrados como perritos en cuatro patas, hacia ellas… Y le lamían los tacos, las suelas de los zapatos; y después… bueno… eso. La penetración. He leído incluso que estos señores gozan analmente pero sólo con mujeres. No son homosexuales. No se excitan con hombres. Quieren ser penetrados, pero por cuerpos femeninos. Son los cuerpos femeninos únicamente los que los calientan. Confieso que alguna vez he tenido la curiosidad de experimentar ese tipo de coito… Después de todo, según leí, el esfínter anal tiene tanta erogeneidad como la boca, o la cabeza de la verga. Estas peculiares escenas -en ambos casos, lunes y sábados, en las dos parejas- se repetían con otra característica que me llamó la atención y que he puntuado: había mucha mudez en ellos, prácticamente no hablaban hasta terminado el coito. Ellas dominaban no sólo con látigos, con acciones, incluso orinando sus bocas; sino también con la palabra. Extraño modo de callar al dolor y abrir las ventanas del placer.
Poco tiempo pasó para que me vaya
enterando de otras curiosidades de los clientes… sobre todo de ellos que se
demoraban en Recepción conmigo, para charlar unos minutos. He llegado a pensar,
incluso, que el preámbulo de esas conversaciones era indispensable para que los
parroquianos perciban que el Motel no era tan sólo un lugar de tránsito, sino
más bien un espacio de recreación frente a la pesadez de la rutina cotidiana. Por
ejemplo, el masoca de los lunes era gerente de operaciones de una línea aérea
internacional, aunque nunca me dijo de cuál. El masoquista de los sábados era
empresario; tenía una importante cadena de lavandería a cincuenta kilómetros
del Motel. La mujer que se vestía de cocinera, la de los martes a la tarde, era
ejecutiva de una multinacional informática.
La madura rubiona y tetona de los viernes al mediodía, era arquitecta. Imposible
olvidar esas curvas… Y había también un ingeniero, muy cordial siempre conmigo:
una vez me mostró las fotos de sus hijos; que venía los miércoles por la
mañana; y que, observando sus acciones, pude anotar que nunca, absolutamente
nunca, pudo penetrar: inmediatamente cuando intentaba entrar, se le
bajaba. Siempre escuché que ella le
decía: “No importa amor, me gusta estar abrazada con vos y disfrutar de tus
besos…”-
Las mejores camas -creo, sin embargo-
las tenía una parejita con mucha diferencia de edad: ella tenía por lo menos
cincuenta y cinco, sesenta. Y él apenas veinte, veinte y cinco. Impresionante
como cogía esa pareja. Los gritos de ella… Ufff… Totalmente multiorgásmica.
Llegué a anotar quince orgasmos en un solo turno. Le gustaba que el tipo le de
algunos chirlos en la cola, y en las tetas… Pero a cambio él le pedía que le
escupa la boca. “Escupime más, más, por favor…”- le decía. Y ella “Pegame
fuerte en el culo, más fuerte.”-
Otra de las cosas que pude anotar
en mis trabajos de investigación es que el treinta por ciento de las parejas no
utilizaban el baño del cuarto, ni antes ni después de coger. El treinta por
ciento de las mujeres venían sin corpiño, sin sostén. El cuarenta por ciento de
los hombres usaban barba. El treinta por ciento de ellos se depilaba los
genitales; y el sesenta por ciento de ellas, también. Otro porcentaje
interesante eran los que pedían ser atados a la silla: veinte por ciento, hombres.
Diez por ciento, mujeres. Todos traían sus respectivas sogas.
Sí: ya sé que ustedes están
esperando el plato fuerte. El destino estaba escrito; y ahora iremos a
encontrarnos con esa escarlata letra que devastó mis sueños. Retomo entonces: el señor de la muñeca
inflable -Rodolfo- comenzó a protagonizar las secuencias de mis días. Al
comienzo fue sólo curiosidad; pero enseguida se transformó en la pesadilla. La
primera vez que entró al cuarto con su muñeca, la dejó sobre la cama, se
dirigió al baño, y al rato salió sin su corbata, se acostó al lado de ella y…
se durmió. “¿Esto fue todo?”- pensé. Ni una caricia, ni un gesto
erótico, nada. Me quedé un rato largo arriba, observando, tratando de no
respirar siquiera, porque era un silencio obligado para que no me pudiese oir.
Y nada. La muñeca ahí, estática. Así durante los primeros tres encuentros.
Hasta que, por fin, ocurrió el delirio. Ese miércoles de abril, él se presentó
a Recepción sin la muñeca. No sabía cómo preguntarle, pero lo hice: “Gladys
está en el coche, ahora la bajo y la entro.”- dijo. Pagó, fue hacia su coche y vi desde Recepción
como bajaba la muñeca y la entraba junto a él a la habitación. Enseguida subí
al techo, inmediatamente, estaba yo más curioso que nunca, quiero decir: la
investigación científica me precipitaba en pro del deber… ¿Qué podría haber
pasado que ese día no la llevó a Recepción? ¿Para qué traía la muñeca, si
después de todo él sólo dormía y ella dormía a su lado? Subí y desde allí observé todo. Esta vez él
no acostó a su plástico con cuerpo de mujer. Corrió un cierre que la muñeca
tenía al costado, y de allí… ¡Ufff! Gladys se desinfló y saltaron miles y miles
de billetes de su panza. No podía creer yo lo que estaba viendo.
¿Para qué traía eso acá este
señor? ¿Qué era eso? De repente observo que coloca esos billetes, todos
absolutamente, uno a uno, en un bolso que también había bajado de su coche. E
inmediatamente después, ¿qué hace? Se mete debajo de la cama con el bolso y…
nada. Desaparece. Pasaron dos, tres, cuatro minutos: estaba yo apunto de bajar
e ir a golpear su puerta. Hasta que lo veo nuevamente aparecer por debajo de la
cama… sin el bolso. ¿Y qué hace Rodolfo? Pues se acuesta a dormir, otra vez,
sin la muñeca ni el bolso. ¿La muñeca? Desinflada, en el piso. ¿Qué era todo
esto? Pensé.
A la mañana siguiente, esperando
que él deje el Motel, le digo a Isabella que no limpie la habitación número
seis. Que iba a venir una pareja que prefería las sábanas de los clientes
anteriores, y el olor a sexo y también los rastros que quedaban. Isabella
enseguida sonrió y entendió todo: estaba acostumbrada a los rollos, a las
fantasías, de cada cliente. Lo tomó con mucha naturalidad.
Entonces me dirigí al cuarto seis.
Cerré bien la puerta por dentro y enseguida tiré mi cuerpo debajo de esa cama.
Pero nada. ¿Para qué el tipo había hecho el cambio de la muñeca al bolso, y
para qué lo había puesto toda la noche debajo de la cama si -de todos modos-
nadie iría a entran a la habitación? Me quedé pensativo, tirado debajo de esa
cama, durante unos largos minutos… sin saber qué hacer… Pero algo -una magia
fugaz- hizo que yo me quede ahí recostado sobre esas tablas de madera. De
pronto observo un pequeño agujero en el piso. Lo palpo, lo acaricio primero… y
meto mi dedo. Y, oh sorpresa, haciendo un poco de fuerza veo que la tabla se
mueve. Corro un poco mi cuerpo y vuelvo a esforzar con el dedo la madera y… Ahí
estaba: ahí estaba el bolso, debajo de esa tabla. Mi corazón latía a mil segundos. Saco la madera, es decir, la tabla y… ahí
estaban todos los miles de billetes.
¿Qué hacer? ¿Qué hago yo con todo
eso? Me pregunté. No podía contarlos, pero calculaba que era más de medio
millón. Y era jueves. Y en una semana, el miércoles próximo, Rodolfo regresaría
a buscarlos… Pero ¿por qué? ¿Por qué dejarlos acá?
Salgo con el preciado bolso a mi Recepción,
espero estar ya sólo, eran ya casi las once de la noche de ese jueves; y
entonces decido volver a abrir el bolso. Sí: era más de medio millón, sin duda.
El equivalente a cinco o seis Moteles.
Como les dije al comienzo, el
dinero nunca fue una obsesión ni nada parecido para mí. Y mucho menos un dinero
que no me correspondía. Pero dejar eso ahí era un peligro… Pero más peligroso
era dejarlo conmigo. Qué si venía Rodolfo hoy mismo, o mañana. No creo espere
hasta el miércoles próximo para volver a recuperar su tesoro. ¿Y qué de la
muñeca inflable? ¿Era sólo una distracción para mí? ¿Por qué no haría lo mismo
de una vez y ya? Un día viene, baja con un bolso, y listo… Pensé: porque nadie
va a un Motel sólo. Eso sí sería sospechoso. Pero sí uno sale tranquilamente de
un Motel con una muñeca y un bolso lleno de billetes. Pero ¿por qué acá, por
qué así?
Todo se iba resolviendo con el
correr de las horas. El viernes al mediodía, aún yo con el bolso en mi poder,
escucho las noticias: habían robado una importante financiera de la zona. Sin
armas; fue una transacción informática. El tipo entró, pidió la transferencia
de fondos que había él mismo hackeado; se lo dieron y se fue. El tipo era,
claro, Rodolfo. Evidentemente un ladrón de guantes blancos. Pero mi duda
persistía: ¿por qué acá? Las noticias me daban la respuesta: la financiera
informó del hackeo, el primer gran hackeo en una zona tan pequeña como la
nuestra, y el tipo nunca podría haber llevado el dinero a su domicilio. Lo descubrirían inmediatamente. Y el Motel estaba
sólo a diez minutos de la financiera. Y el tipo utilizó a la muñeca para que yo
nunca pregunte nada. Y ahora seguramente iba a volver a buscar su preciado
tesoro. Y yo ahí, aún pensando qué hacer con él. Si lo devolvía, hubiera sido
también descubrir cierta complicidad… tener que explicar otras cosas. Y si no,
era ladrón… Pero un ladrón que roba a un ladrón merece cien años de perdón…
Pero, no. No. Yo no soy un perverso. No soy un mirón voyerista; y mucho menos
un ladrón. Mi objetivo en la vida es la investigación científica.
Me dirigí al cuarto número seis,
bolso en mano; y coloqué todo en su lugar. Y el tipo, obviamente, no esperó
hasta el miércoles. El domingo llamó para reservar el cuarto. Nunca antes había
reservado y mucho menos para un domingo: era el cliente de los miércoles. Pero
siempre pedía ese cuarto. Era evidente que, en vez de dormir, se dedicó por
noches en hacer un agujero en las tablas del piso. Pero claro, antes del
domingo la policía me visitó. Fue el sábado que dos agentes bajaron y entraron
a la Recepción del Motel, y sacaron una placa, y una libreta, y un lápiz, y me
dijeron que tenían que hacerme un par de preguntas.
Que no lo conocía, que no sabía
nada de él, que sí que venía los miércoles alguien con una muñeca inflable y
que aparentemente coincidía con la descripción que ellos me daban; que no sabía
su nombre, que no esto, que no aquello… La policía me preguntó cuánto tiempo
estaba el tipo en la habitación y cuanto tiempo más se tardaba en volver a
darla desde que el tipo se iba. Y obviamente quisieron entrar al cuarto
seis. Yo los acompañé y me quedé en la
puerta: helado. Ellos entraron al baño, revisaron un poco todo, pero nada. Ni
siquiera se les ocurrió mirar debajo de la cama. ¿A quién se le podía ocurrir
que un tipo con una muñeca inflable iba a esconder el dinero en el piso de un
Motel? Observaron sí las tablas y rejillas de la celosía del techo. La miraron
unos segundos y recé a Dios que no se les ocurra pedir una escalera y subirse a
investigar ahí. Fueron años, no segundos. Helado desde afuera miré yo para
abajo hasta que uno de ellos dijo: “Vamos, esto es absurdo. Nadie dejaría
medio millón en el cuarto de un Motel.”-
Cerré la puerta con llave y me
pidieron que no alquile la habitación hasta nuevo aviso. El problema no era
ese: el dinero estaba debajo del piso durmiendo con paz y tranquilidad, debajo
de esas piadosas tablas; el problema era que el domingo venía Rodolfo… ¿Y qué
decirle yo? ¿Llamar a la policía, no llamarla?
Decía el poeta que el ojo lo ve
todo, pero no puede verse. Quizás nunca debí haber continuado esta pesadilla;
pero una energía ciega, de color siempre granate, empujaba entre mis venas
pidiendo pista. Los excesos nunca fueron patrimonio de mi personalidad; más
bien todo lo contrario; pero la vida -a veces- nos depara riesgos que de no
asumirlos desanudarían nuestro espíritu. Recordé entonces la Apuesta de Pascal;
y pensé que sin arriesgar al Rey era imposible una buena jugada.
La cuestión que ese sábado no pude dormir en toda la noche. Decidí ir por todo el Single Barrel Bourbon que tenía, el último que me quedaba y el primero que había comprado cuando decidí entrar en el mundo del Whisky: un Blanton´s especial con centeno y tabaco, y toques de miel. Y estaba yo completamente borracho el domingo que Rodolfo llegó. Isabella -la mucama- no entendía bien que me pasaba ni porqué decidí emborracharme; sólo le dije entonces que no se preocupe y que vaya tranquila que con una buena siesta estaría bien por la noche. Ella entonces esperó que la pase a buscar su novio -casi nunca lo hacía, él era un tipo más bien parco- y se retiró poco antes que Rodolfo llegue, muñeca en mano. ¿Cómo se atrevía ese hombre a volver, sabiendo que la policía estaría detrás de sus huellas?
Creo que sólo un Blanton´s de setecientos dólares podía ayudarme
a enfrentarlo. El tipo se paró frente a mi con su muñeca inflable; me miró más
fijo que nunca y me dijo: “Acá volví, hoy domingo… A veces Gladys quiere
pasear otro día que no sea un miércoles… Reservamos la seis, como siempre.”-
“Sí, lo sé.”- Respondí. Pero entonces, antes de extenderle las llaves,
tratando de apoyar mi cuerpo ebrio sobre el mueble de la Recepción; le dije sin
titubear: “Ese medio millón es de los dos. Habrá que repartirlo.”-
Rodolfo me miró como un niño
cuando percibe que su barrilete pierde su hilo. El silencio se hizo eterno,
pero era imprescindible. Hasta que dijo: “Si yo reparto el dinero, usted
pierde. Porque denunciaré que tiene usted un sistema en el techo del Motel que
le permite ver y escuchar, espiar, a todos los clientes.”- Me quedé
paralizado. Y a los tres o cuatro segundos, vomité todo mi estómago sobre su
traje gris perla y su corbata rojo apache. Todo el Single Barrel se esparcía
junto a los fideos que había comido esa noche, escupiendo absolutamente todo sobre
el cuerpo de Rodolfo. ¿Cómo podría
haberse enterado de mi gran e histórico secreto? “Muy simple: cuando me
recostaba en la cama escuchaba su respiración arriba de las tablas… y así sabía
cuándo usted se iba y yo podía entonces continuar haciendo el pozo en las
tablas del piso. Me hacía el dormido, fingía roncar; y entonces usted se iba. Y
ahí a usted ya no le importaba hacer un poco de ruido al irse porque pensaba
que yo dormía. Pensé en el riesgo de
dejar el bolso; sin embargo, me atreví a hacerlo de todos modos porque, aunque
usted descubriese el secreto, esto era lo que iba a pasar: una pasión es una
pasión y no tiene precio. Ni medio millón harían que usted, ni nadie, sea
descubierto en su pasión más íntima. Y, además, haciendo algo ilegal: cobrar a
clientes para observarlos. ¿No le parece? ¿Qué es más ilegal: penetrar en la
privacidad más íntima de inocentes personas que vienen a disfrutar un rato de
placer o robar a gente que especula en una financiera? ¿Qué opina usted?”- No
pude más que quedarme atónito. Sólo pregunté: “¿Y que pasa si hoy llega la
policía?”- “He cambiado mi coche; y además no tengo domicilio fijo. No pueden
localizarme. Y no estaré aquí más que diez minutos, el tiempo que me llevaría
sacar el bolso del pozo. Pero evidentemente ni necesito ir al cuarto. Démelo
por favor. Y acá no ha pasado nada.”-
Yo, que había ya vomitado todo el
alcohol del mundo, estaba ya en mi eje, erecto como pija de caballo y mojado
como concha de conejo. Lo volví a mirar de arriba abajo y pensé si realmente
valía la pena dárselo todo. Darle medio millón a alguien que usó mi empresa
como herramienta de huida. ¿Por qué dejarle tanto? Creo que, en realidad,
pesaba más el dolor de haberme sentido engañado: un espía que observó al espía.
El dolor, digo, de que descubran lo más íntimo de mi ser. El dolor no sólo que
lo descubran, sino que especulen con él, y que un ladrón encima me proponga un
soborno. No. Tengo mis principios, pero estaba dispuesto a apostar en esta
situación, y a arriesgar el movimiento de entregar la Dama por un Alfil.
Respiré muy profundo y recordé
que había que darle pelea a esa frase de Woody Allen que dice: “Si eres
bueno para el ajedrez entonces eres malo para la vida”. No podía ser así:
quería ser bueno para ambas cosas. Caminé alrededor de la Recepción, me dirigí
hacia el toca-discos; saqué un vinilo y agarré un habano. Creo que era la segunda vez, después de lo
que me pasó con Jimena González, que me sentía pleno. Estar dispuesto a perder
más de lo que se podría ganar, no es cosa de todos los días. Era la hora en que
por la ruta sureña ya casi no se veían focos de automóviles que van y vienen.
La neblina caía sobre las grises luces de las banquinas. Nadie afuera; ni
siquiera el oso gris plomo que muchas veces venía hasta la vereda frontal a
recolectar residuos de la basura. Nadie. Desde la vitrola comenzó a escucharse You Don't Know Me, por la genia de Carmen McRae en su versión del
cincuenta y seis.
“Vamos a buscar
ese bolso.”- Le dije en tono neutro, encendiendo mi habano con el rebosante
empoderamiento y con la plena convicción de que una Torre o un Caballo podrían
ganar la partida –“Acompáñeme usted.”-
Los dos fuimos entonces hasta el
cuarto seis. Éramos dos caballeros que no sabían si iban a terminar batallando
a capa y espada. No podría decir, realmente, quien de los dos estaba más
asustado. No había duda que él esperaba que yo le cante un nuevo jaque. Mi Dama
estaba ya perdida, y no me quedaban muchas movidas posibles. Y, además, el Blanton´s
se había acabado.
Entramos al cuarto, le señalé con
el brazo izquierdo la cama como para invitarlo a proceder al acto; y entonces
se agachó, desapareció por debajo y a los pocos minutos volvió desde las tablas
del piso… pero sin nada en sus manos. Acercándose
lentamente hacia mí, recién ahí pude observar que en su diestra traía un papel
arrugado. Mudo, con la mirada espantada, temblando incluso; extendió su brazo,
no sin antes acecharme con un infinito y sofocante odio, esperando mi reacción.
Dejé caer el habano que ya estaba moribundo; me acerqué unos pasos y tomé esa
nota rugosa como quien agarra el último tren de la noche; como quien sabe que
va a hacer caer el Rey sobre el tablero, el suyo o el del otro, y para siempre.
La letra que bañaba ese papel me era conocida, pero no podía entender bien de
dónde, ni de quién. Hubiese preferido música, notas verbales, elegía incluso;
pero me hallé frente a un destino cuya conspiración era menos importante que su
virtud y su inútil parábola. Entonces por fin leí el secreto que confesaba.
“Estimado Eduardo.
Nunca dejaré de agradecerle por el trabajo que me ha podido dar en todos estos
años. Pero ya es hora que los dos nos separemos. Usted no es un perverso, ni yo
una ladrona. Pero ambos tenemos necesidades. Y mi padre necesita arreglar su
corazón; y no dejaré pasar esta oportunidad... Suya, Isabella.”
Marcelo A. Pérez
Tablas
[No me conoces]
VII . MMXXI
Inédito para PsicoCorreo
Artes Visuales:
J. Augusto Cruz
Especial para este Cuento
@jorgeaugustocruz22