No conozco a mis pacientes...
Estar juntos era nadar contra la corriente caudalosa que necesita que todos sean sí mismos, que todos se conozcan a sí mismos y se mediten y se analicen y se cuestionen. Qué aburrimiento mortal ser uno mismo, quién podría preferir la ilusión de conocerse a la posibilidad de que ese conocimiento o esa confusión vengan de la ciénaga oscurísima del choque con otro. Qué absurdo.
Julián López, La ilusión de los mamíferos
In absentia
Desde el inicio de la cuarentena se han continuado, interrumpido, concluido e iniciado muchos tratamientos. Antes también atendíamos por videollamada a personas que nunca habíamos visto en persona, generalmente migrantes, que residían en otros lugares y que por idioma o razones idiosincráticas preferían un/a analista compatriota. Salvo por alguna imposibilidad agorafóbica o similar, incluso en el caso de alguna discapacidad motora ─siempre existió el recurso de la terapia domiciliaria─ nunca la proximidad geográfica había admitido un ajusticiamiento in absentia.
Ahora la mediación tecnológica se sucede también con pacientes que viven a la vuelta de la esquina, fenómeno inédito y que quizás persista después.
Pero antes, cuando las personas transitaban por el consultorio, ¿conocíamos a nuestros pacientes? ¿Era esto posible, conveniente o interesante? ¿La transferencia implica una relación de conocimiento?
Conoser
A veces el apellido, la edad exacta o demás datos de filiación los tenemos simplemente anotados en algún lado, accesibles pero igualmente perdidos por ahí. Por eso olvidamos datos en un análisis, y eso no es obstáculo, al contrario. Un/a paciente es alguien conocido, al estilo de cuando decimos que tal persona es “conocida”. Ni amigo, ni demasiado cercano, simplemente “un conocido”, lejano pero algo familiar. Conocida es una persona de quien no sabemos demasiado: “no lo conozco personalmente, lo conozco de nombre, pero sé quién es”, es algo que usualmente decimos, suposición mediante.
Una relación diametralmente opuesta a la que se intenta desde cierta peculiar y típica resistencia, sobre todo de los inicios de un tratamiento: creer que primero debemos conocer varios datos, hechos o hitos para luego poder “escuchar”, mejor dicho, comprender. O lo mismo pero en potencial: “ya me vas a ir conociendo”, dice alguien que por el momento no está dispuesto a resignar su esencialismo.
Una anécdota: yendo a dar una clase me encontré con una persona a la que le veía cara conocida. Sabía que la conocía de algún lado, por obvias razones del campo psi, pero no llegaba a recordar quién era. Pasaron varios minutos y me di cuenta que era alguien a quien había atendido durante un breve período. La conocía, pero no sabía quién era. No casualmente se trataba de un tratamiento que no prosperó, mejor dicho, un tratamiento que ni siquiera llegó a comenzar. ¿Había sido una analizante?
Otra anécdota: me encuentro en la calle con un antiguo paciente, quien me saluda y pregunta honestamente si recordaba quién era él. Su pregunta me sorprende mucho, y le respondo que por supuesto sí, que lo recordaba. Aun sabiendo quién era, lo cierto es que nunca lo conocí.
Se ama a quien se le supone un saber, no a quien se conoce. Saber y conocer son opuestos, quizás antagónicos. Conoser: yoismo defensivo, no querer saber que no hay saber completo sobre determinadas cosas, en especial en torno al semejante. No hay saber sobre la sexualidad, y la respuesta neurótica suele rebosar de conocimiento: uno tan objetivo como las teorías sexuales infantiles. De ahí que, por ejemplo, en la perversión se conoce de todo, y se exige “que se diga todo”. Por el contrario, lo que intenta un/a analista con la asociación libre es otra cosa: “no diga lo que ya conoce, ni intente conocerse, hable”.
“Te conozco como si te hubiese parido”, se dice, “… pero no sé quién sos”, agregaría quien se analiza. Representar algo para alguien, dice Lacan, es precisamente lo que hay que romper. Conocer no es un acto, es un narcisismo.
Infodemia freudiana
En el período de Estudios sobre la histeria (1893-1895) resultaba común que Freud se trasladara al domicilio o lugar de internación de sus pacientes: menos que una visita médica, hay una semejanza mayor con el dispositivo actual del acompañamiento terapéutico. De esto no nos enteramos por lo escrito, sino cuando un ruido o la voz de algún familiar en una habitación contigua irrumpía, despertando un nuevo dolor o alguna asociación. A Elisabeth Von R. le vuelve el dolor en las piernas luego de escuchar la voz de su cuñado viudo, lo que deriva en una interpretación de Freud: “Estás enamorada de tu cuñado y, como está viudo, podrías/deberías casarte con él”.
Freud conoció y trató al padre de Dora antes de atenderla. No fue una “entrevista a padres” que realiza un psicoanalista antes de ver a una paciente adolescente. Suponía que al conocer al padre y sus síntomas sabría lo que le pasaba a Dora. La impotencia es un significante que introdujo Freud. La exigencia y la ilusoria seguridad del conocer generan impotencia.
Es muy interesante lo que sucede al final del historial Miss Lucy R. Luego de la última sesión, en la que había podido expresar sus sentimientos hacia el patrón, al verla mejorada, transformada, sonriendo y con la cabeza erguida, Freud le pregunta qué le había sucedido de grato. ¡Llegó a suponer que Lucy podría haberse convertido en la novia del patrón! Pero ella le respondió que no había pasado nada: “Es que usted no me conoce, sólo me ha visto enferma y desazonada. De ordinario soy muy alegre”. El cambio anímico en Lucy evidenció que Freud creía conocerla, como si el estado angustioso, triste y negativo que suelen tener les pacientes en el consultorio fuera su naturaleza. Conocer es naturalizar.
A veces Freud conocía demasiado, cuestión propia de cualquier familiarismo, endogamia o sectarismo. Conocía más allá del relato, y esta (sobre)información que le brindaba el locus lo llevaba menos a cometer errores que a fracasar como analista. Una infodemia freudiana. Pero cuidado: una cosa es abstenerse de conocer, y otra desentenderse de la historia y por ende del sufrimiento de quienes escuchamos.
Analizando remotamente conocemos como mucho la imagen de un rostro o torso; sonidos, ruidos o quizás música que median una voz. Solamente lo que la cámara muestre: ni el olor ni la corporalidad. Por eso la fantasmática de ciertos pacientes controladores, a quienes el recorte de la cámara frustra; por eso resultan tan acertados los memes que nos grafican en piyama de la cintura para abajo. Pero también vemos o se nos muestran elementos que no conocíamos de primera mano: el video produce un montaje de la casa u hogar de quien escuchamos. ¿Sabemos más por ver qué libros tiene un/a paciente en su biblioteca, qué mascotas deambulan, qué tipo de decoración eligió? Respuesta: conocer más podrá implicar alguna clase de saber solamente a condición de que lo que se muestre se constituya como alegoría, metáfora, que irrumpa. De lo contrario será meramente redundante, y por ende demasiado transparente, obvio, un sentido inútil.
Conocer se anuda al voyeurismo/exhibicionismo; al chisme antes que al chiste.
Quien ama se abstiene de conocer, la intimidad tiene que ver con otra cosa. La transparencia es siempre un imperativo ya que rechaza el equívoco y el desconocimiento. El erotismo implica misterio: “… amo en ti algo más que tu”. En transferencia se le supone al/a la analista un saber-amar, y el acting out nos recuerda que se está conociendo demasiado. Cuando empezamos a conocer, empezamos a conducir la vida de quien deberíamos escuchar.
El “ya no creo en mi neurótica” freudiano es paradigma del aplanamiento de la dimensión de la verdad. Lo mismo ocurre cuando alguien presenta un caso clínico y un oyente quiere conocer más datos; o el analista que supervisa por la angustia de suponer que su paciente le oculta alguna información, sin darse cuenta de que una suposición es en torno al saber y no al conocimiento. Un/a psicoanalista no es ni una madre ni un padre controladores: no desea saber todo, ni exige rendición de cuentas.
#DATO
Lo preliminar en un psicoanálisis no es la anamnesis, conocer datos, hacerse de una información acabada. Todo eso es la neurosis: un formidable dispositivo de conocimiento de sí, protagonizada por una instancia, el Yo, que se encarga de engañar. El yo sintetiza y desconoce, paradójicamente, conociendo. La yocracia universitaria conoce-todo sin saber. Los datos son siempre obstáculo, ya que interesa el relato, esa historia tan propia como desconocida. Les pibis saben de lo que hablamos: por eso dicen “#DATO” mofándose cuando urge pasar a otra cosa, a lo importante.
Alguien me llama para concertar una entrevista, mejor dicho, para requerirme de antemano cierta información, para conocer mi currículum y “experiencia”. No estaba interesado en mi recorrido o estilo, quería conocer sin saber. Parecido a cierta elección amorosa donde no existe un interés por el deseo del otro, sino que se intenta anularlo. Por eso son tan graciosas y sensatas las páginas que se ríen de las descripciones o BIOs de personas en apps para conocer gente; y por ello ciertas personas han reconocido lo bizarro del hecho, positivizándolo y escribiendo descripciones de sí desopilantes. Suelen ser las personas más exitosas en dichas aplicaciones. Nada más deserotizante que una biografía autorizada, o una carente de ficción y drama.
Por eso el “Me extraña, araña, que siendo mosca no me conozcas” o el lema empresarial “COTO: yo te conozco” son dos ideas que rechazan lo inconciente. “Yo te conozco” es un modo de exigirle al otro que se prive de lo fantástico de un trabajo, sobre todo de uno compartido. Un/a analizante o conoce o trabaja, ya que un trabajo alienante es uno demasiado conocido.
Saber lo extraño
Conocer es controlar, ya que está atado al destino. En un psicoanálisis es posible saber sin conocer, y se demuestra también lo contrario. Lacan distinguía entre saber y conocer, recordando que las verdades de lo inconciente, su real, desafían al conocimiento pero no al saber. El me-connaître (conocerme), choca y revela el meconnaître (desconocerme).
De ahí que nos abstengamos de comprender y también de conocer. Escuchar es lo contrario a conocer, y esto es crucial frente a pacientes de larga data. Un psicoanálisis, un amor, debe resistir al acostumbra-miento.
Muchas personas pescan intuitivamente que hablar con un/a psicoanalista es interesante porque se trata de alguien que no los conoce: ello facilitaría la transmisión de algunas vergüenzas o secretos, pero ante todo de algunas verdades. No es más fácil, pero sí más interesante. Para animarse a una verdad conviene algún extraño.
Un psicoanálisis no es una experiencia intelectual, ya que no es una relación de conocimiento; de ahí que interese transmitir y llevar hasta sus límites imposibles la diferencia entre conocer y saber. Sí se trata de un espacio para pensar, y para ello no hace falta conocerse demasiado. Hay pensamiento allí donde no se es, donde resignamos querer comunicar(nos). Si ya se conoce, no se piensa. No hay, como en la escuela, “cuaderno de comunicaciones”, ya que interesa eso de la comunicación que falla, que no sirve para comunicar. Por eso es que Freud se preocupó mucho por la cuestión, estética antes que técnica, de cuándo dar las primeras comunicaciones en una cura: una comunicación prematura o tardía es salvajismo interpretativo. El analizante que termina de producir una interpretación conoce menos y piensa más. Sabe lo extraño.
Nombre impropio
Atender parejamente flotante rehúye al conocimiento. Por ello no se nos ocurre tomar notas mientras escuchamos. En transferencia no conocemos, suponemos. Si, como plantea Lacan, se espera que un/a psicoanalista haga funcionar su saber como término de verdad, ello requiere de la abstinencia por conocer. Simplemente nos fiamos del relato, lo dignificamos como verdad, no intentamos (re)conocer nada. El reverso de la posición histérica/analizante es la universitaria, una burrocracia: allí donde el saber escupe más alto que la verdad, equiparándose, no hay nada que decir.
La [neurosis de] transferencia no consiste en una relación intersubjetiva, pero esto no significa que la intersubjetividad, o incluso la subjetividad del analista, deban ser sepultadas: el manejo de la transferencia implica, en el mejor de los sentidos de la palabra, una operación de rechazo. No desconocemos ni nos desentendemos de los efectos producidos. Buscaríamos a la llamada contratransferencia como efecto de un prolijo pero iatrogénico sepultamiento de la (inter)subjetividad. Por el contrario, llamamos neurosis de contratransferencia a ese momento dificultoso, que atenta pero al mismo tiempo puede relanzar un análisis: la rectificación, el pasaje de conocer a extrañar(se), al mejor estilo de lo (un)heimlich freudiano.
Cuando olvidamos algún nombre propio de parientes u amores de quienes atendemos, o incluso sus propios nombres, dichos lapsus son siempre interesantes. Momentos para nada fáciles, pero graciosos, dramáticos. ¡Nada mejor que conocer todos los personajes, nombres e historietas para terminar funesta y cómodamente perdidos en la novela familiar! No conozco a mis pacientes justamente porque ni siquiera admito que sus nombres les sean del todo propios. Esta es la única posibilidad para que advenga algún nombre más allá de mí. Un nombre valiente, impropio. Un psicoanálisis es el reverso, y no lo contrario, a un bautismo: laico, pero ante todo herético.