Violencia & Subjetividad


“Homo homini lupus.”

Plauto

“¿Sabe usted lo que significa amar a la humanidad? Significa solamente esto: estar contentos de nosotros mismos. Cuando uno está contento de sí mismo, ama a la humanidad.”

― Luigi Pirandello

Cuando los demás entran en escena nace la Ética.”

Humberto Eco

 

 

I

La Cultura se funda en el crimen que pone límites al goce del Otro. Así nos presenta Sigmund Freud el mito de Tótem y Tabú. Es decir el acto efectivo de violencia está en el origen como estrategia de separación de ese Otro. Dice el Maestro Vienés: “El ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino la tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infringirle dolores, martirizarlo y asesinarlo.” (Freud, S. ¿Por qué la guerra? 1932, Vol. XXII, O.C.)

Es importante diferenciar desde el vamos Agresividad y Violencia, conceptos que algunos autores psicoanalíticos que incluso trabajan en ámbitos relacionados a estas problemáticas (como por ejemplo Beatriz Janín) no lo han diferenciado en su correcto despliegue teórico. Este error de conceptos es homologable a no diferenciar sexo de sexualidad o agresividad de agresión. Mientras que la agresión es algo que podríamos enmarcar en el plano de la Naturaleza (el pez grande se come al chico) la agresividad nace y se desarrolla en el marco meramente Cultural y es estructurante para el Sujeto; pudiéndola definir de entrada bajo una perspectiva Ética: un golpe a mi enemigo es un golpe a mí mismo.  Para Jacques Lacan –y esto también lo supo S. Freud (1923: El Yo y el Eso)- el Yo se construye: no viene dado desde el origen. Si pensamos que el Yo es -para S. Freud- la proyección “psíquica” de una superficie corporal, entonces no está muy alejado el “Nuevo acto psíquico” que el Vienés nos dejó inconcluso en Introducción al Narcisismo (1914) con el Estadio del Espejo (1936) que J. Lacan retoma.

Para el Maestro Francés, la constitución del Yo está en una relación de agresividad y tensión con el otro, puesto que es a partir de su imagen que se constituye. En un ensayo de 1948, en su Tesis I, Lacan postulará que “La agresividad se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma”   subrayando en su Tesis IV: “La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del hombre y del registro de entidades característico de su mundo.” (Lacan J.; La agresividad en psicoanálisis; 1948.) Lacan rechaza el intento de abordar la agresividad como emergente ante la frustración de una necesidad, como se postula en la etología o psicología animal. En Lacan existe agresividad por una necesidad de expulsar los datos propioceptivos del cuerpo fragmentado de la alienación yoica. Es decir entonces que la agresividad es estructural y habría que poder diferenciarla de la violencia.

La violencia deberíamos contextualizarla –y estoy tentado a decir mejor: constituirla- en el plano sociopolítico, como expresamos al comienzo de estas líneas. Se enmarca en una relación de desigualdad, de jerarquía, de poder. Siguiendo la tesis de Foucault, el poder no supone una instancia puramente represiva sino que posibilita las relaciones sociales e incluso las regula. La mayoría de los sociólogos están de acuerdo en enmarcar a la violencia como un acto que acontece cuando un individuo o un grupo se encuentran a merced de un otro, en tanto éste puede disponer del ejercicio de un poder total. Esto supone una particular (re)organización de las relaciones de poder.

Agresividad y Violencia se vinculan –es lógico suponer- con el Narcisismo; pero mientras la primera es estructural (y estructurante) la segunda se impone cuando ese Narcisismo excede los límites de la Ley. ¿De qué Ley? Digamos en principio de la Ley que nos compete como seres sociales; de la Ley simbólica. Y, en segunda término, de la Ley del Deseo: desarrollaremos esto último en breve.

Podríamos decir que donde hay Violencia suele caer el marco Simbólico: es decir que la Violencia es la victoria de lo Imaginario –y del goce narcísico- frente a la palabra. Cito: “No es la palabra, incluso es exactamente lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra” [Lacan J.; El Seminario V: Las formaciones del inconsciente. 1957-1958] Por eso cuando el analista [vía la Transferencia, que siempre es asimétrica] hace oportuno silencio o responde con un tono neutral frente a la agresividad imaginaria del analizante evita así el desencadenamiento de la violencia. Sin embargo la Violencia –al ser Cultural- no es sin la Palabra. De hecho se refuerza con ella: basta recordar –por ejemplo- el sadismo impuesto por el poder en las dictaduras militares contra los Desaparecidos (donde Argentina tiene aún la deuda con ellos que cada Jueves de cada semana de cada año las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo recuerdan) donde quienes torturaron e hicieron desaparecer a los conciudadanos, primero trataban de expropiarle la palabra: la tortura previa a la desaparición operaba en función de generar angustia para que la víctima hable. [Basta recordar también el texto Lacaniano Kant con Sade.]

Muchísimos actos instituido constituyen episodios de Violencia: por ejemplo –y empezamos por casa- el Diagnóstico que se imprime a un Sujeto. Sobre todo si ese Sujeto se supone “psicótico”: un diagnóstico así ya implica una inserción diferencial en el contexto social. Esconde sin duda una práctica de poder amparado en lo que conocemos como Salud Pública o Salud Mental. Poder que además –obviamente- somete y anula toda subjetividad. Otro ejemplo de Violencia está bastante menos camuflado: se trata de los maltratos, las misoginias, xenofobias y odios anexos. Y por supuesto los abusos y violaciones. Pero -más allá de todos los trabajos de investigación conceptuales en sociología y antropología y ciencias políticas- volveremos también sobre este punto en otro apartado desde el marco psicoanalítico que nos convoca.

 

II

Demos un pequeño rodeo. René Descartes -y de algún modo su contemporáneo Baruch Spinoza (quien ya sabía que no hay dicotomía Mente/Cuerpo)- enunció que  todas nuestras pasiones pueden ser provocadas sin que nos percatemos en absoluto de si el objeto que las causa es bueno o malo. Pero cuando una cosa nos parece buena la amamos y cuando nos parece mala nos produce odio. Como se ve rápidamente el problema del lazo es intrínseco al problema del amor/odio.

Friedrich Nietzsche sentenció que “No se odia mientras se  menosprecia. No se odia más que al igual o al superior.”  También Sigmund Freud estudió la compleja relación ambivalente con el otro y sentenció que “El odio es anterior al amor.”

Donald Winnicott trabajó sobre la relación del Sujeto con el objeto en varios lugares no tan conocidos como su famoso Realidad y Juego; y preparó una serie de conferencias invitado por Susan Isaac cuya obra póstuma se editó en 1988. Allí trabajó el lazo Sujeto/objeto con sus proyecciones e identificaciones anexas: “Para usar un objeto es necesario, para el Sujeto, haber desarrollado la capacidad que le permita usarlo, lo que forma parte del principio de realidad. Pero esto depende, naturalmente, de un ambiente facilitador. (…) El rasgo esencial del concepto de objeto y fenómenos transicionales (…)  es la paradoja y la aceptación de esta: el bebé crea el objeto, pero este estaba ahí, esperando que se lo crease y que se lo denominara objeto cargado." (Winnicott D., 1954, 1957 y póstumo 1988, La naturaleza humana)

Es decir que podríamos diferenciar la relación y el uso de ese objeto. El objeto -ubicado fuera de la zona del control omnipotente del Sujeto- se lo percibe como algo exterior, y se lo reconoce como entidad. El Sujeto destruye al objeto (cuando se vuelve exterior) y luego el objeto sobrevive a la destrucción. Entonces el Sujeto puede usar al objeto porque este ha sobrevivido. “… mi tesis dice que la destrucción desempeña un papel en la formación de la realidad, pues ubica al objeto fuera de la persona” (Winnicott D., Op. Cit.)

El Sujeto destruyendo al objeto subjetivo lo puede percibir en forma objetiva, con autonomía, perteneciendo a la realidad compartida.  Lo que el colega inglés no pudo entender a tiempo que lo psicosomático no existe: no tenemos una “psique” alojada en el soma, sino que el cuerpo del Sujeto es ya la proyección de lo inconsciente, que no es sin la condición del Lenguaje.

Jacques Lacan –que se podría decir toma del colega de Plymouht el antecedente de objeto imaginario- centra sus primeros trabajos en la imago del Sujeto pero nunca pierde de vista que no hay cuerpo humano sin el lenguaje previo que lo construye; o –al decir de Martin Heidegger- habitamos el lenguaje que es previo a todo Sujeto.

La cuestión del odio no se puede desvincular del amor. El hecho de hablar ya nos constituye Sujetos acreedores del amor, y de odio; dos caras inseparables de la misma moneda que Lacan quiso bautizar como “odioenamoramiento”: “El amor es odioenamoramiento, [hainamoration] (…) No se trata, ciertamente, de que dado el caso el amor no se preocupe un poquito – lo mínimo – del bien-estar del otro, pero está claro que no lo hace más que hasta un cierto límite, para el que hasta hoy no he encontrado nada mejor que el nudo de borromeo para representarlo, a este límite.”(Lacan J.; Seminario 22: R.S.I. Clase 10, 15/IV/75.) Esto quiere decir que –al igual que el Nudo Lacaniano- no se puede hablar de uno sin el otro.

El tema es que para hablar de estas cuestiones hay que incorporar una trilogía de figuras: el Sujeto, el Yo, el Falo. El Sujeto no es el Yo; y  más allá que estrictamente hablando el Sujeto aparece en el dispositivo analítico por la barradura que se produce cuando el analista lee un significante del analizante; el Sujeto es –para nosotros- Sujeto deseante. El Yo, en cambio, si tiene una característica es que se defiende –justamente- de ese deseo. ¿Y el Falo? Tratemos de incorporar la figura del Falo. Cuando hablamos de Falo –más allá de la cuestión técnica (es el Significante del Deseo de la Madre)- hablamos del tercer elemento que se incorpora a la Estructura: Madre-Niño-Falo. Que en realidad, estrictu sensu, es el primero: de allí nace la Serie. Es decir: entre la Madre y el Niño hay algo en común: el Falo. Hablar de Falo implica hablar de un lazo compacto con el objeto constituido donde no debería molestar nada ni nadie, y donde la Relación Sexual sí sería posible. Un lazo supuestamente indisoluble. Es decir que, como vemos, lo que se opone al Falo es la Castración: aceptar que hay una Ley, aceptar el Malestar de la Cultura, aceptar que no es posible que la Relación Sexual se inscriba como fórmula porque hay una pérdida constitutiva al ingreso al Lenguaje. Esa pérdida [que Lacan bautizó con la letra a] es lo que hace que los seres hablantes justamente hablen; y también deseen.

El Falo es el significante [cero] que representa al Deseo de la Madre y que vincula la díada ideal Madre/Niño. El Falo quiere decir: His Majesty the Baby. Es el significante que abre la Serie: hijo, regalo, don, heces, pene, poder, título universitario, mujer, hombre… Todo lo que representa un elemento con brillo fálico para el Sujeto. El Falo es lo que busca el Yo para integrarse, para no percibirse divido. Al contrario, al Sujeto lo vamos a encontrar en la hendidura, en su hueco: es decir, en su falta. En su deseo. Puesto que el Falo es el tercero (o el primero) entre el Niño y la Madre.

Sin embargo la primera decepción amorosa el niño la tiene cuando advierte que ya no es todo para el otro (que ya no puede completar fálicamente a su Madre imaginaria). Y esta decepción comienza a hacer añicos al mandamiento de amor. Porque, en definitiva, “si no puedo ser todo para el otro, haré lo imposible para eso; eliminando a mi prójimo si es necesario…”- Esto lo vivencia San Agustín cuando coloca la envidia del niño al ver gozar a su hermanito de su ex-objeto: la teta. Con la aclaración pertinente que la lectura que hacemos de esa “envidia” no es precisamente que se manifiesta por el objeto sino por el lazo que existe entre ese objeto y ese otro a quien pertenece. Basta un simple acto de memoria: una persona que comienza un duelo amoroso inmediatamente sentirá angustia al ver a dos Sujetos tomados de la mano por la calle; es decir: enlazados y representando la escena donde otro goza, y no soy yo.

Por lo tanto vamos advirtiendo cómo el Yo intentará –desde su construcción y vía el semejante- unificarse. Por supuesto –y esta es una diferencia conceptual a los analistas freudianos y postfreudianos- nunca lo logrará; y esa hendidura que el Yo percibe, la vivirá a modo de agresividad permanente. Esa división –como se podrá intuir rápidamente- no es más que la barra –la hiancia- que caracteriza al Sujeto; de allí que mientras este debe sostener la Castración, aquel tratará de renegarla.

Como vemos, la estructuración del Yo y la Agresividad van de la mano: es directamente proporcional y sirven para tapar la Angustia. E inversamente es la cuestión del Sujeto. Mientras el Yo apunta a lo Fálico, el Sujeto debe aceptar su falta para constituir su deseo; que son sinónimos y compañeros de esto que Lacan bautizara como el “único afecto”: la Angustia. Amor y agresividad conviven en el Yo. Será gracias a la intervención del Otro de la Ley (que incluso puede estar representado por la misma Madre con tal que exista para ella otro Significante que la evoque) que dicha relación podrá apaciguarse, al ubicar una posición tercera en donde el Sujeto no quede en una lucha a muerte en la cual sea el Yo o el otro.

Sucede que la Vida nos colocará permanentemente en lo que podríamos llamar “aquellas cosas/objetos que nos Falicizan”, es decir: que nos otorgan cierta consistencia Yoica. Amar, trabajar, estudiar, producir, comprar, vender... Y también hacer la guerra. ¿Por qué el Sujeto no se conforma con lo que podríamos decir son cosas productivas para vivir en un lazo social y llega a la guerra, a la violación, a la crueldad, al crimen? Digámoslo recordando lo mencionado up supra: porque His Majesty the Baby ahora es el adulto que no soporta la Ley Simbólica y pretende volver a ese estado de niñez, de polimorfismo perverso, donde aún no estaba consolidado su fantasma, la represión era lábil y los mecanismos para llegar al objetivo eran supuestamente directos. Por eso este tipo de sucesos suelen conocerse como perversos o psicopáticos: el neurótico reprime (en su fantasía) lo que el perverso –vía mecanismo de renegación- hace acto. Sucede que hay Sujetos más fálicos que otros; si se me permite esta licencia cuantitativa. Sucede que hay quienes no soportan su falta e intentarán por todos los medios –sin excluir la violencia- de eludirla o soslayarla. Esto, hablando en criollo, se conoce como “no bancarse la Castración”: no soportar el vacío existencial que la falta imprime. ¿Y por qué el Yo necesita unificarse? Porque –como expresó Lacan- el Yo es el almácigo de la angustia. Y lo que no se soporta es eso: la Angustia. Pero como nos recordaba Sören Kierkegaard la Angustia –afecto que sólo conoce el animal hablante- puede también ser la posibilidad del Sujeto para encontrar su deseo (ético, anudado a la Ley) y no sólo para actuar en contra de sus semejantes y de sí mismo. Sin afán de simplificar, aquí podemos remitirnos a las palabras del personaje Delia Morello de la obra Cada cual a su manera de Luigi Pirandello cuando expresa que en definitiva tener amor por la Humanidad (por el otro, por el humus que el otro representa) no es más que estar contento consigo mismo. “Significa solamente esto: estar contentos de nosotros mismos. Cuando uno está contento de sí mismo, ama a la humanidad.” Cosa de por sí harto más que difícil porque la  búsqueda del Paraíso Perdido (de esa felicidad que se aleja siempre como un horizonte) es harto más metonímica que ardua y el Sujeto –en su afán del re-encuentro esperado- muchas veces llega por medios crueles, criminales, aboliendo al Prójimo.

 

III

Retomemos –entonces- el tema de la Violencia en función de la Subjetividad. La frase atribuida a Thomas Hobbes (“El hombre es el lobo del hombre”) pertenece en realidad al comediógrafo italiano Maccio Plauto, allá por el año 180 antes de la era Cristiana. Y no debe ser casual que el andamiaje construido por la convocatoria Cristiana pretenda no diría anular pero si renegar de este apotegma.

No es extraño, teniendo en cuenta estas paradojas que venimos señalando, que S. Freud se haya sentido atraído por un mandamiento Bíblico. El mandamiento aparece por primera vez en Levítico, tercer libro del Antiguo Testamento. Reza su capítulo 19, versículo 18:“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

J. Lacan retoma este principio en varias oportunidades, a modo de presentarlo incluso como metáfora del Malestar en la Cultura y de incluir el concepto de Prójimo. Una de sus definiciones canónicas dice del prójimo que es la evidencia inminente del goce. Cito: “la categoría del prójimo justifica su aparición porque indica, en el extremo, la confusión de las instancias, la reducción inminente de las fronteras entre el Sujeto, el objeto a y la Cosa del semejante. Se dirá: pero tal inminencia es la inminencia del goce”. [Lacan, J. Sem. XVI; D’ un Autre à l’ autre, 1968/9, Clase XIV del 12-XII-69].Esto no es muy tranquilizador, claro: “Ese prójimo ¿es ese que he llamado el Otro, que me sirve para hacer funcionar la presencia de la articulación significante en el inconsciente? Ciertamente no. El prójimo es la inminencia intolerable del goce.[Lacan J.; Op. Cit.] El prójimo no es el gran Otro sino el otro (escrito con minúscula) cuando es invocado. Este otro no se iguala al semejante que en la teoría lacaniana se reduce a la dimensión imaginaria ni al gran Otro. Es aquel que trae la inminencia del goce pues también llega con aquello que desconozco y que no comprendo. Introduce una extrañeza en donde como dice Rimbaud “yo es [un] otro”. O –como nos recuerda Ritvo: “Figuras del prójimo: El enemigo, el otro cuerpo, el huésped. Bs. As., 2006]- es también el que introduce J. P. Sarte en “El Ser y la Nada”, haciendo presente en la perturbación de mi campo perceptual al mirarme: al ser mirado me convierto en objeto para la mirada del Otro; es una presencia inquietante.

El colega argentino Isidoro Vegh ha escrito también sobre la problemática del otro y nos recuerda que "…el prójimo adviene cuando invoco al otro". Es en la medida en que hay invocación que el otro adviene a la dimensión de prójimo. Cito: “¿Eso es bueno o malo? En realidad, nada lo asegura, puede llevar a lo mejor o a lo peor. (…) Precisamente por eso, tanto más importante resulta que nuestra escucha como analistas permanezca sensible a los distintos modos según los cuales el parlêtre se hace Sujeto de la invocación. Cuando digo "Sujeto de la invocación" hago jugar el genitivo objetivo y el subjetivo. Me importa subrayar la condición necesaria. para cada uno de nosotros, de la diversidad y especificidad de las invocaciones. Me animo a apostar, con un amigo de Kafka, que no hay quien pueda sostenerse sin esos hilos que nos anudan y nos sostienen por encima del abismo. Todos y cada uno de nosotros tenemos un amigo o una amiga al que nos es preciso invocar o por quien hacernos invocar -y no como algo subsidiario-. Apuesta y afirmaciones situables en la línea de una cierta ironía de Lacan. Cuando en los últimos seminarios cuestiona el complejo de Edipo, algo que no equivale a prescindir de su lógica, pues “sin ella el psicoanálisis no tendría ningún sentido”. Lo que cuestiona es su reducción dramática bajo la forma del cuento del chiquito o la chiquita con el papá y la mamá. Esa lógica se despliega en el encuentro con el otro, son múltiples sus personajes, e implica la posibilidad o imposibilidad de darle cauce al goce, dentro o fuera del lazo social.” [Vegh I.;  El prójimo. Enlaces y desenlaces del goce, Buenos Aires, 2001]

Recordemos que en el diccionario etimológico de Bloch y Wartburg –predilecto de Lacan- el verbo invocar ("invoquer", en francés) data del registro de "invocación" en el siglo XII y está tomado del latín "invocare/invocatio", en el año 1200.En el Petit Robert se registra "invocación": acción de invocar. También incluye la referencia al latín "invocatio". Define invocación como el resultado de la acción de invocar a la divinidad y a los santos. También se la usa como sinónimo de conjurar o rezar. En cualquier caso parecería que “invocar” quiere decir llamar a otro para su auxilio.

Cito: “¿Cómo podemos situar el abordaje de esta invocación que anticipamos como conductora? (…) Se me ocurrió comenzar por un lugar muy freudiano, algo que nos sucede todos los días si las cosas andan bien: la invocación a la risa del otro. En general, salvo en raras circunstancias, reímos con otros. Lo puedo decir al revés, enfatizándolo para acercarnos a nuestra temática: precisamos del otro para reírnos. Tanto es así que en ciertos programas masivos, de dudoso nivel cultural, ofrecen risas grabadas para que, si alguno de nosotros llegara a estar solo frente al televisor, se sienta tranquilo en el despliegue de su risa, ya que hay otros que lo acompañan en su entusiasmo.

Voy a ocuparme, entonces, de la risa. Será sencillo, para cualquiera de ustedes que haya transitado el texto freudiano, advertir a dónde iremos a parar rápidamente. Pero no voy a empezar por Freud, sino por una referencia que lo precede y que Lacan también menciona con cierta extensión en su seminario Las formaciones del inconsciente. Se trata de un texto clásico de Henri Bergson que lleva por título La risa (Bergson. 1991).

Algunas breves puntuaciones al respecto, Bergson se pregunta desde el comienzo qué significa la risa. Primera cuestión: la risa, como la religión,  como tantas otras prácticas -por ejemplo, la moda o aun el fútbol-, es exclusivamente humana. El único viviente que ríe es el humano; a veces podemos. En un ejercicio de proyección, considerar que el perrito ríe, pero no es así. Mueve la cola, pero no ríe.

Se pregunta Bergson qué hay en el fondo de lo risible, qué puede haber de común entre la mueca de un payaso, el retruécano de un vodevil y la primorosa escena de una comedia. Así, por el camino de la risa, Bergson llega al terreno de lo cómico, que sería desde su perspectiva la causa de aquélla. Lacan toma esta referencia para criticarla. y no sin fundamento. En efecto, a quién no le ha pasado, en alguna ocasión, reír en medio de una crisis de angustia, en un momento de desesperación, o, como decía George Bataille, a veces con la risa aparente del idiota, en situaciones que nos dejan sin palabras. La risa puede ser la última respuesta ante la ausencia de cualquier respuesta.

Se trata, claro está, de casos extremos. Podríamos ser más tolerantes con Bergson y admitir que, en general, la risa se relaciona con el amplio campo de lo cómico, eminentemente humano. Jamás se vio a una rana riéndose porque otra tropezó, sólo el ser humano es capaz de tan nobles sentimientos. Nos ha ocurrido que ante el tropiezo de alguien, sin ningún ánimo de maldad, se nos hace imposible contener la risa, aun cuando la vergüenza suceda de inmediato a ese gesto. Como veremos, ni lo irresistible de la risa ni la vergüenza que nos provoca son casuales.

Es de Bergson que Lacan toma una frase que va a relacionar con las subdivisiones de lo cómico. Para nosotros, analistas, son por lo menos tres las subespecies que lo integran: lo cómico propiamente dicho, el humor y el chiste. Bergson afirma: "Para poder valorar y vivir y gozar de un chiste hay que ser de la parroquia". Algo debe ser compartido para que el chiste o aun lo cómico logre su efecto. Ya se vislumbra por qué decido avanzar por este lado. También lo dice Freud: "En contraposición al sueño, el chiste es el más social de los productos de nuestro inconsciente". (…) Un chiste sólo termina de realizarse con la risa del otro que lo escucha.” [Vegh I.;  Op. Cit.]

Ya decía Sartre: “El infierno son los otros”. Para Freud el prójimo es indigno de amor, siendo más acreedor de hostilidad y odio. Se trata de un pedido en el que el sacrificio es necesario sin miramiento alguno, además de un gesto desinteresado imposible de cumplir. Si es posible amar al otro es en tanto se me asemeja lo suficiente al agente de amor para hacerlo, amándolo como el (propio) ideal.

En el texto Lacaniano mencionado up supra, el autor nos recuerda que en la lucha por el puro prestigio [dialéctica del amo-esclavo] gana el que hace su apuesta final incluyendo la muerte. He ahí la pasión narcisista, la pasión del Yo y por el Yo. De allí que también Lacan ha enunciado que la única y verdadera enfermedad es la “pasión por el Yo” o el delirio de infatuación. Cito: “No cabe duda que proviene de la pasión narcisista, no bien se concibe mínimamente al Yo según la noción subjetiva que promovemos aquí por estar conforme con el registro de nuestra experiencia...” (Lacan J.; Op. Cit.)

A propósito de la función del otro, Freud también destaca el papel que cumplen los hermanos, con quienes compite el Sujeto por el amor de sus padres. Relación no desprovista de celos y envidia, pero de la cual surgirá el sentimiento social al darse cuenta que los padres los aman por igual; de allí que todos puedan identificarse entre ellos en una relación horizontal frente al amor de y por sus padres: “El sentimiento social descansa, pues, en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo, de la índole de una identificación”

La cultura pide al Sujeto que ame al prójimo como a sí mismo, y lo que produce es que se desencadene toda la agresividad y tensión propia de la formación del Yo.

El prójimo, entonces, es aquel a quien me ligo no sin ambivalencia. Aquel a quien reconozco – tanto como me reconozco- deudor: en los pueblos que hacían del sacrificio humano una práctica central de su vida religiosa, es dable observar que la víctima debía caracterizarse por cierta “vecindad”: compartir la lengua y reunir ciertos atributos específicos a fin de que el ritual cobrara todo su relieve. Honrar al enemigo implica que existe un deber que supone un derecho del otro, alguna forma de dignidad a reconocerle, aunque se lo mate.

La problemática del prójimo está pues –desde los textos bíblicos hasta hoy- totalmente hermanada con la cuestión de la Violencia. Es dable suponer que el Ser-que-habla (ser-para-la-muerte, parafraseando a Heidegger) alimenta con el otro su agresividad y transforma en violencia su propia impotencia excusándose con el prójimo. De allí que nacen nuevos significantes para oponerse a otros y así mediatizar y enfatizar y por supuesto discriminar y excluir al otro para remediar nuestra falla. S. Žižek escribe: “La entidad denominada judío es un dispositivo que nos permite unificar en un único relato... las experiencias de la crisis económica, la decadencia moral y la pérdida de los valores, la frustración política y la humillación nacional...”; “...al judío le imputamos un goce imposible, insondable, que supuestamente nos roba a nosotros.” [Žižek S. “Porque no saben lo que hacen”, 1998] Por esa misma “extraña” razón un pensador como Emile Cioran enunció que “Todo Sujeto que ame verdaderamente a su país, desea la muerte de al menos la mitad de sus compatriotas.”

Y de allí también que aquí hay que incorporar a la Ética como disciplina epistemosomática –parafraseando a Lacan- o, para decirlo mejor: epistemolegal. La Ley simbólica (la que dice “No” al Incesto) se emparenta aquí netamente con la Ley escrita donde cada Estado debe garantizar –empezando por él mismo- que en el ejercicio político y social no se opere con actos de Violencia.

La Violencia trata, sine qua non, de anular la subjetividad del otro. El psicoanálisis, en su extremo opuesto, da al otro la oportunidad de encontrase con su subjetividad. La travesía por el dispositivo de un psicoanálisis intenta ser un camino desde esa pasión del Yo a la Castración que permita la emergencia de un Sujeto que se pregunte por su deseo y acepte que la Ley, el Malestar, es constitutivo. Que todo (falo) no se puede: que hay –que debe haber- un agujero por donde nuestro deseo (nos) hable y que la angustia no justifica –como nada en esta vida- la crueldad, la violencia, la segregación del otro; y por supuesto, la muerte. El cruce con la experiencia de la angustia, es decir: de la Castración, no es fácil porque –insistimos en este punto- el parlêtre debe aceptar que hay otro que –injusta o justamente- tiene un Falo más largo.

Toda práctica analítica debería reflexionar sobre la intervención del dispositivo en función del contexto sociopolítico. Amparados en la conveniente ficción de neutralidad muchos analistas ejercen una violencia de intervención. Sobre todo en situaciones institucionales: hospitales, universidades, etc.; donde la bautizada Salud Mental sirve de pretexto para justificar, amparar y  favorecer discursos que se refugian en el Saber para establecerse como agentes Amos. Hay que decirlo claramente: no se puede utilizar a Freud –su concepto de Pulsión de Muerte, por ejemplo- para justificar la Violencia. La Violencia que, como dijimos, intenta anular toda subjetividad; objetiviza al otro, lo invalida, hasta abolirlo totalmente. Y el motor de dicha Violencia es el Narcisismo en exceso –si se me permite esta licencia; aunque sería mejor decir, claro, el egoísmo-, desbordante, fálico, que forzosamente ejecuta su acting haciendo caso omiso a la Ley de la Castración que debemos asumir como Sujetos de la Cultura.

 

Marcelo Augusto Pérez

Violencia y Subjetividad

Una aproximación psicoanalítica

Inédito Para Revista Intempestivas de

Filosofía, Psicoanálisis y Cultura.

México, Guadalajara, Jalisco.

Año 7, Nro 10. X-2019 / III-2020

Artes Visuales:

Jan Švankmajer

[ Praga, 1934 ]

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