Soñar para Silbar. Un cuentito de verano.




A Waldemar, cuando silba bajito.

[Estaba yo en estos días buscando alguna señal de mi padre, a quien extraño de cuando en cuando; y sobre todo la estaba buscando porque justamente no creo en esas señales que a algunos le pasan pero nunca a mi. Por decirlo a la criolla: en ocasiones me aburre la razón y quisiera ponerlo todo en la credulidad; y estoy tentado en decir: hasta en el dogma. Por ejemplo alguna llamada anónima con la voz de mi padre, o un cartel en una esquina simbólica de Buenos Aires donde la tipografía se engarce con su mirada, o un atardecer en el mar con un arcoiris donde el rostro de mi padre se mimetice con sus colores, quien sabe, qué sé yo… Andaba indagando por un cierto apaciguamiento que me tranquilizara y demoliera mi agnosticismo; que me de un signo de que después de esto podría haber un irrefutable mas allá, por así decir... Le confieso, lector, que nunca he sido un místico, pero a veces me gustaría ser un poco más crédulo y otro poco menos lógico, por no decir: menos sensato.]

Con Waldemar nos abrazamos la primera vez en la esquina del Dandy -sutil o perspicaz metáfora del encuentro-, frente a la plaza, el último 16 de febrero.

No me había dado cuenta que Waldemar me recordaba a mi padre hasta que -en la mitad de la charla- pronunció la palabra Gardel. Y ahí lo vi a mi viejo, fanático del Zorzal, cuya foto tenía (junto a la de su gallega madre, es decir: mi abuela) en la mesita de luz al costado de su cama.

Waldemar me abraza emocionado. Muchas veces. Discreto y apasionado -curioso oxímoron pero verosímil como su fragilidad-, trata de organizar su discurso, de controlar sus palabras como buen y tenaz hombre de principios. Frágil; ergo: a la defensiva.  Pero enseguida se deja llevar… Se ríe, suspira, tiritea, se abre (o lo inconsciente aparece sin querer, queriendo) y me subraya un fallido que hace y al ratito un sueño que se le repite. Y al ratito nomás “El único sueño de colores que tuve en mi vida, Marcelo.”-

Gardel estaba ahí, en el sueño: pero no cantaba, silbaba. Y él quedaba deslumbrado – y su rostro lo subrayaba- por el brillo de los zapatos del Morocho del Abasto, disputado entre Toulouse y Tacuarembó. Pero el tenor, el Mudo, no cantaba: silbaba. Waldemar, que nunca aceptó el silbido porque siempre quiso cantar a viva voz, me estaba diciendo que su ídolo, el Maestro de los Maestros, se daba el lujo de silbar, bajito. Como el metro sesenta y cuatro de su estatura que tampoco asume de buen agrado. Waldemar siempre cumplió sus objetivos; y cuando digo siempre -créame lector- es siempre; excepto el de tener un título universitario, de médico quizás, que hoy acredita una de sus dos hijas. Y eso sumado a su estatura no le causa mucha gracia. Pero le tiro una baraja para que siga jugando; y no un As (porque con un As juega cualquiera): “Gardel no deja de ser Gardel aunque en vez de cantar silbe bajito...”-

Y a partir de ahora cuando Waldemar habla me recuerda cada vez un poco más a mi padre y entonces sus arrugas de Tigre Delta se le acrecientan, y su nieve y su dolor escondido. Porque al tomarlo yo desde ahí lo acerco más a los ochenta y pico, edad en que mi padre murió. Y me recuerda también que a  mi viejo le gustaba hablarme… como él que en el exilio de sus días me estaba confesando sus triunfos, y sus derrotas. ¿Por qué será que los seres humanos tendremos necesidad de hablarle a otro, y no a cualquiera?

Un poco me avergüenzan sus elogios, porque me siento insignificante al lado de un hombre que, según le dijo su madre, ya hablaba a los nueve meses; frente a su Imperio de saber, de su Marx, de su Freud, de sus campeonatos de ajedrez, de sus artes marciales, y de las otras. Frente a un hombre que fue piloto de avión -confieso: una de mis asignaturas pendientes y obviamente ya caduca- y a un hombre que quería renunciar a la empresa más importante de informática del mundo hace dos décadas  -donde despedían a casi todos, pero a él no lo dejaban ir, él que entró con un arduo exámen de varias horas- y que puede admitir con inteligencia que a ellos les servía su productividad pero también su esclavitud, definiendo así casi el síntoma del obsesivo. Frente a un hombre que se sabe de memoria el Martín Fierro. Y los buenos modales. Y que su único insulto -harto más de ironía que de agravio- es el “ojalá llegues a viejo”. Y me siento aún más banal cuando me dice que su amigo, el Dr. Pedro Martínez Acosta, además de su maestro de ajedrez fue cirujano y anestesista y esto y aquello... y también psicólogo. Y que el Doctor jugaba partidas simultáneas con 15, y que las últimas 5 las hacía de memoria. [Cuando me relatan estos casos, siempre pienso con qué  loco derecho alguien puede creérsela. Pero, claro, el narcisismo no razona.]

El Tigre Waldemar es vegetariano. [El jugado apodo me permito  arriesgarlo yo, estimado lector: y no es menos gentilicio de su ciudad natal que símbolo de su alma.] Hace muchas décadas que le dice no a la carne, pero sí a la piel, y a la humildad. Y le dice no a Borges, por ideología. Pero me promete que lo vamos a leer juntos alguna vez, porque yo también me pongo objetivos: no tan altos como los de él, pero en fin... y me gustaría que descubra la obra mas allá del ciudadano que eligió Suiza para enterrar sus huesos. Me gustaría que una sóla frase le ponga la piel fría como cuando me cuenta que una sola vez se enfermó. Fue en el ojo izquierdo, un herpes, a los setenta años: los  números redondos en las edades a veces llegan con dolor, sobre todo después de la mitad de siglo. “¿Y por que el izquierdo, Waldemar?”- “Marcelo: yo siempre fui zurdo.”- "Ahhh! Ya me contestó!"-  Y ahí asocia un hilo maravilloso de eventos: su conducción en el partido Comunista, sus lecturas; pero sobre todo el hecho de que de pequeño le obligaban a escribir con la diestra. “Sabe Waldemar que casi todos mis síntomas “orgánicos” suelen darse del lado izquierdo..?”- “Cómo podemos tener tantas coincidencias, Marcelo?”- "Además del "mar", usted dice?"-

Lento y ansioso, como su historia de río y de empedrado; me ofrece un sobre que contiene algo que me quiere regalar: es una película que me graba especialmente para que vea: Fermín. Con el gran Héctor Alterio y un Emilio Disi memorable.  “¿Por qué Marcelo se acercó a charlar conmigo que soy uno más..?”- “¿Por qué Waldemar esa película y no otra, de las cuatro mil que tiene en su biblioteca?”- Muchas veces no hay respuesta, no hay Saber. Y eso es mucho peor que no tener título universitario.

Se deja sorprender a cada paso con coraje y estoicismo. Miente, cuando la ocasión lo amerita: porque sabe que borrar las huellas es sinónimo de cultura. Pero su engaño no lo engaña, ni es hipocresía; sino táctica para atrapar al objetivo. Hay una larga y profunda nostalgia en cada palabra. La película, que veo esa misma noche, me recuerda nuevamente a mi viejo. “Porque usted es Ezequiel Kauffman, ese psicólogo -o psiquiatra, no importa Marcelo- y yo soy Fermín Turdera.”- Ese cochecito con que mi padre no (me) jugó. Tanta desilusión y a la vez tanto amor. Pero viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Y entonces se abrazan el arrepentimiento, el tango y la muerte. Es ese Fermín que me regala para que descubra algo más de su Ser. Zulema, la imposible, con la que no pudo. Mabel, acaso símbolo de lo arrepentido. Ana María: "A esa bailelá..."- Como le dijo Evaristo a Ezequiel, el psiquiatra de Fermín. ¿Quién habrá sido su Evaristo, Waldemar? ¿Quién habrá sido su Cienpiés? Sin duda su Fermín no es más obcecado ni menos tenaz que mi Ezequiel.

Quizás en este encuentro yo haya tropezado con cierta añorada señal; no lo sé. Creo que hasta lo dudo: me cuesta no pensar en el imprevisto azar; porque sería también admitir un destino. Pero tal vez haya encontrado un poco menos de miedo a la vejez -una cierta  posible amistad con ella-, y un poco más de esperanza en alguien que, a los setenta y seis años, sigue pronunciado, como Fermín, ritmo de dos por cuatro en su discurso. Descubrí a un campechano -peregrino y soñador- que no claudica ante un "intrincado Lacan" y que aún cree que un mundo en colores es posible.

¡Cuántas similitudes Waldemar! Usted y mi padre: quien no soportó la muerte de mi madre y se fue tras ella a los pocos meses; y quien me recuerda siempre en mis sueños que mi madre era buena, y que me quería. A veces las señales nos llegan desde lugares o  desde personas que no pensábamos... Porque los títulos no alcanzan para ciertas respuestas.

“¿Por qué Waldemar esa película y no otra, de esas cuatro mil que andan por ahí?”-

La madre de Ezequiel se llama Nélida: Waldemar no lo sabe al momento de elegir ese regalo, no lo puede saber... Pero fue también el nombre de mi madre.

M. A. P.
Alma de Bohemio, un tango.
II / 2019
Artes Visuales:
El Tomi
Tomás Juan D'Espósito Müller
[ Rosario, Santa Fé, 1955 ]

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