El Doctor del Pensamiento...
Tener consultorio en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, a los de la ciudad, nos sujeta a cierta forma de extranjería. Hablamos el mismo idioma en la capital, pero no es el mismo uso de la lengua. Para empezar, no hay que hablar del “interior”. La gente de los pueblos o ciudades de “campaña”, como es preferible decir, en su antigua denominación, sabe mejor que nosotros qué es una botella de Klein.
Si el analista no se sujeta a los modos expresivos del otro, esa extrañeza, ese breve desconcierto no ayuda a la intimidad necesaria para los asuntos que tenemos que tratar. O sea que es algo que hay que aprender: La lengua del otro. No para usarla como propia porque sería impostura. Sino discretamente. Y para entender mejor de qué se trata cuando nos confían el dolor; no hay que dar nada por comprendido. Por ejemplo, no tenemos que pensar que entendemos qué es estar jodido. No es lo mismo para una joven de Coronel Naón que para el usuario de una Sube. Claro que no hay una neurosis del interior. Pero como las mujeres de Morzine (1), las personas de otra geografía y otras labores –concretamente los que viven y trabajan en el ámbito rural- organizan su pensamiento con base en otras referencias. Los mitos y las tradiciones, que son organizadores, difieren bastante de la cultura citadina.
Todo eso que Levi Strauss explica bien y Gerard Wajeman comprueba clínicamente en “Los anales de una convulsión histérica”, se nos anticipa ya en las diferencias en el uso de la lengua. En la Patria chica la gente no dice malas palabras. Las insinúa.
Cuando el de la capital hubiera puteado sin pudores, casi como una celebración, el paisano dice “la…”. Y ahí se detiene. Pero el problema es que para hablar de su interior también se le hace difícil. “De ciertas cosas no se habla…”, se lamentaba una paciente ya grande. Tanto es así que hasta cuando se trata de los animales se dice, por ejemplo: “le da servicio”. “Se le subió”. Se da entender.
Nada es porque sí. Todo tiene un motivo para ser como es. Aquello que no se pronuncia sino que se insinúa tiene su relación con el deseo y este, sea lo que sea, viene de lo que fue inconsistencia (falta) en el Otro y se ha vuelto imperativo para su cría. Esa es la borra del vino.
No hay que simplificar, pero, quiero decir, que, por ejemplo, la referencia a algo que ya no existe, a un establecimiento rural, a un vecino fallecido, o a una vieja tienda, puede ser indicio de que, para quien se expresa, todo sigue como era antes. Con la misma extraña materialidad de las estrellas muertas cuya luz todavía nos llega.
Hay que aprender. Aquí el árbol no se llama árbol, sino “planta”. Los alambres, si se cortan, no se añaden, sino que se iñiden. Y nadie sabe la calle ni el número porque todo queda a la vuelta de la gomería del gordo Fernández o haciendo esquina con forrajería de Meglia, donde antes estaba La ideal. Cómo se puede uno perder para ir a la casa del doctor Blanco si queda frente a lo de Oyarzabal, que es donde apareció muerta la mujer de Quiróz. Tampoco hay problema para llegar al campo de Rosso, porque queda frente a lo Conde. Sería lo de Conde. Pero el “de” está fuera de uso. Además Conde murió hace años. Se ahorcó de un tirante del galpón. Pero igual que el tambo de ovejas, que cerró con la seca del 2001, es una referencia que ha quedado y funciona de modo que es necesaria su mención para llegar lo de los Alliano, “si usted viene como de lo Rosso”. Y si se pierde, siga el camino real hasta el monte de eucaliptus. Ahí pregunte. Siempre suele haber alguno de por aquí que le pueda orientar. Estas son algunas referencias que si ponemos atención nos muestran cómo se organiza el discurso. Si no se está atento, igual dará hablar hasta que escurece.
Voy a contar dos historias, de hombres de campo. No hombres con campo. Hombres de campo. Uno rico, el otro pobre. Las voy a contar en su modo de hablar. Tal como los escuché yo. No por imitar porque suene gracioso. Sino para comunicar bien lo que quieren decir y lo que sienten. Además, como homenaje. De los dos aprendí. El primero tenía un reparo ético ante la esposa difunta y temía perder la cabeza en un amor tardío. El segundo lo único que temía era perderse a sí mismo. Esta que sigue, es la primera historia (clínica).
Me habían dado la dirección: Sobre el boulevard, pasando la vía, del taller de Stocco a la izquierda.
- Busque un rancho pintado de colorado, con techo uruguayo. Va a ver unos palenques. Pegue el grito ahí que él anda cerca.
Allí me encontré con el hombre.
-¡Don Cruz!
- ¿Qué dice don?
-Me manda Mitchen.
-Ahá. ¿Cuál de los Mitchen? Porque le sé trabajar a uno…
-Osvaldo.
-Ah, sí. Pase nomás.
Era verano y andaba con una remera naranja desteñida y con un short de baño que no conocía el mar, y sin calzado. Después supe que nunca se calzaba, ni en invierno. Menos para montar. Estaba trenzando un lazo, sentado sobre un tronco, con la pava y el mate al lado. Al fondo del pequeño lote cercado con alambrado había un alazán suelto, comiendo avena de un balde, al que Cruz de cuando en cuando le silbaba. Entonces el caballo levantaba la cabeza y contestaba con la mirada. Pasando la tranquera, casi tapado por los sauces estaba el rancho, con su alero y su palenque y muchas lonjas colgando del techo esperando ser riendas, cabezadas, maneadores.
Don Cruz era un hombre delgado y muy alto, de piel como el bronce y cabello negro. La edad, entre cincuenta y sesenta, sin mayor precisión. Domador a lo mapuche y eximio soguero. Lo conocí porque yo necesitaba vestir un bayo cuarto de milla, criado guacho, muy consentido, desobediente y haragán pero bueno, y una yegua picaza que era todo lo contrario, muy obediente y trabajadora. Yo los amaba a los dos por igual y eso fuè lo primero que hablé con Cruz, porque èl me pidió que le explicara cómo era el carácter de los caballos para los que necesitaba unas lonjas. Prestó mucha atención y me dijo que volviera a la semana. Entonces me entregó el pedido.
-Tome doctor. Esto es para el bayo y esto es para la yegua. Es lo que necesita cada uno.
-Ah… ¿Es así?
-Claro. El bajador es para el bayo. La yegua no necesita. Según el animal deben ser los cueros.
-Escuché decir que según el culo deben ser los azotes.
-Eso es para las personas. A los caballos hay que convencerlos. Déjeles oler bien antes de vestirlos y no los suba enseguida.
Cobraba más bien caro. O sea, bien caro. Pero lo que hacía era una obra de arte. Cada vez que iba a verlo por alguna dificultad en el manejo de los caballos, se reía mucho de mí, pero después me explicaba con cuidada dedicación lo que yo necesitaba saber. Un día le reproché amigablemente que se burlara. Entonces me contó que cuando era niño su padre tenía una tropilla de caballitos mansos que alquilaba durante el verano, en la laguna, cuando venía gente de la ciudad a vacacionar. Él y sus hermanos se reían de los que no sabían montar. Pero un día el padre los juntó y les dijo que además de reírse podían enseñarles. Desde entonces él se reía, pero enseñaba. Eses fue el modo en que resolvió ese juego de ley y deseo. Cumplía con los dos. Sin embargo, como a todo el mundo, a veces le tocaba repechar. Y ya se sabe que cuando se empieza a repechar tira el caballo adelante y el alma tira para atrás. A todos los caballos les pasa.
Yo ya llevaba un par de años largos pasando por lo de Cruz, un día por una rienda, otro día por la yapa del lazo que se había cortado, y así. Fue una tarde, que sentado en otra rodaja de tronco aserrado, al lado de Cruz, mientras me pasaba un mate, amargo como no tomé nunca antes ni después en la vida, se descolgó de pronto con un pedido de consulta. Sabía quién era yo y a qué me dedicaba, además de consentir caballos malcriados.
-Gracias Don Cruz. Ya está bien para mí. Dígame una cosa ¿le pone alguna hierba, no?
-Sí, de las que crecen aquí en el fondo. Mi finada esposa me sabía poner, siempre. Y mientras me cebó ella, nunca me enfermé. Así es que sigo con la costumbre.
-Deben ser muy buenas. Un poco fuerte el amargor…
-Así es doctor. Lo dulce engaña.
-Tal vez tenga razón.
-Ya se puede llevar la cincha de la yegua. Pero hágame el favor, no la ajuste tanto. El animal tiene que andar cómodo. Más si va a trabajar.
-¿No me voy a caer?
-Si sabe andar no. –Y se reía con una hilera perfecta de dientes blanquísimos.
-Claro. Bueno y qué le debo.
-No. Nada. Vaya nomás.
-Oiga ¿qué le debo?
-Llevelá. Pero esperesé, que quiero preguntarle algo. –No era regalo.
-Diga.
-No sé cómo encarar esto…
- Me lo veo venir como sulqui sin patente ¿Es algo personal?
-La verdad que sí. Y le pregunto a usted porque sé que es doctor del pensamiento.
-¿Quiere venirse por el consultorio y hablamos?
-¿Y para qué si ya estamos conversando aquí? La gente habla…
-Bueno. Entonces cuénteme qué le pasa.
-Ando de novio.
-Lo felicito. ¿Y?
-Pero me parece que le voy a decir que es mejor no vernos más.
-¿Por qué?
-Es una mujer muy bonita y me siento muy a gusto con ella, pero soy yo el que cabrestea.
-¿Por qué?
-Es que me parece que no hago bien. Mire, venga por favor.
Cruz me hizo pasar a la casa. Tan sobria como impecable. Sobre una mesita, al costado de la cocina a leña, me mostró un cuadro con una velita adelante y adornado con florcitas amarillas.
-¿Ve? Es mi esposa. Yo la miro y le hablo todos los días. Y le traigo esas florcitas que a ella le gustaban. Para el día del santo le prendo la vela.
-¿Cuánto hace que le falta la señora, Don Cruz?
-Va para cinco años.
-¿Y desde entonces no tuvo otra mujer?
-Nunca en la casa. Pero ahora hace como un año que se me quiere agregar esta gringa. Es muy buena, pero no sé qué decirle. Tengo miedo de perder la cabeza.
No sé si hablar sirve para algo.
-¿Y por qué me habla entonces?
-Porque quisiera saber qué hacer.
-Explíqueme eso.
-No le puedo hacer esto a mi mujer. Vea, yo soy como el lazo chileno. -(De una sola argolla).
-Entiendo. Don Cruz, tengo que irme, pero la seguimos mañana. ¿Le parece? Igual tengo que venir por el cabresto.
-Se lo preparo. Qué tengo que pagarle doctor.
-Va a cambio de la cincha. Y el cabresto también. Ah, y la cocida de la encimera también.
-No, lo de la cincha fue una atención.
-En cuanto a eso de si sirve hablar…
-Ah! Yo no me subo a ningún caballo con el que no haya conversado.
-Entonces está todo arreglado. Lo veo pasado mañana, como a las once.
Adiós doctor.
…
Este hombre de ascendencia Mapuche, de la tribu Melinao, de oficio domador y soguero muy cotizado, tenía un planteo ético. Quería saber si estaba bien que “se le agregara la gringa”. Y confiaba en el valor de las palabras. Era un hombre que galopiaba entre dos culturas con las enseñanzas de su padre. Sabía que tomar en serio y qué no. Pero le faltaba una palabra, precisamente. Una palabra de autorización. Pero la huella estaba: “No se ría y enseñelés”. Él sabía de lo suyo, yo del pensamiento. El cabresto y la encimera pagarían mi intervención. Y él sumaría algo más por gratitud: Un lazo trenzado. De una sola argolla.
Fui varias veces más a tomar amargos con Don Cruz y a hablar de sus asuntos. Pero ya estaba planteado el problema. Faltaba encontrar la ocasión para decirle que lo de la gringa estaba bien.
En eso andaba yo cuando una de esas mañanas charlando con Don Cruz, le comento que la yegua ya estaba curada de la mano que había metido en una cueva de peludo. Ya no manqueaba, pero yo no sabía si sería bueno subirla. Podía estar resentida. Cruz primero se sonrió con sus dientes blancos y después me contestó con una pregunta.
-¿Usted sabe en qué vuelta se acuesta el perro? – (La respuesta es: Después de la última)
-Bueno.
-Ensillelá y caminelá. Si camina bien subalá.
-Así lo voy a hacer Don Cruz.
Me fui pensando. El hombre sabe de lo suyo y se autoriza en el resultado de su trabajo. Pero busca para él una palabra de autorización que está más allá de los cueros que corta y cose y su arte de domador. No le sirve lo que haríamos en Bulnes y Santa Fe con estas cosas. Además, por lo general las complicamos mucho y las resolvemos mal. Y la culpa siempre es del otro. Analista mediante. Pero además, me está mostrando cómo trabaja la lógica de su pensamiento.
El tema, me pareció entonces, era hacer como el maestro zen de la primera página del primer seminario. Hacer un gesto que él entendiera a su manera, y pudiera resolver con sus referencias.
Nuestro encuentro siguiente tenía que ser la ocasión. Como la última vuelta del perro, el momento para decir estas cosas es el momento en que se las dice. A veces la intervención del analista, en subrogación del Otro, consiste en decir. Porque justo falta una palabra del Otro.
Estuvimos una pava y media sobando y trenzando unos tientos y sin hablar de nada que no fuera de cuatro patas. En un momento, pensé: el perro se acuesta ya.
-Don Cruz…
-Diga.
-Está muerta.
-Qué dice…
-Se murió. Usted la va a recordar siempre, como ella merece.
Cruz no contestó nada. Siguió sobando y trenzando. Tientos e ideas. Al rato me dijo:
-¿Y qué hago con la gringa?
-Ella ya olfateó. No tenga miedo. Subalá. Me voy.
-Adiós doctor.
Beno Paz
El doctor del pensamiento
Perder la cabeza IV
Inédito. Enero / 2019
Artes Visuales:
Eleodoro Marenco
[ Buenos Aires, 1914 / 1996 ]
Referencias:
1- El caso Morzine. Anales de una convulsión histérica. Gerard Wajeman.
2- Es un dicho común en el campo. Cuando en los años treinta se empezó a exigir que los sulqui llevaran patente como los autos, muchos paisanos se resistieron. Entonces el truco era pasar despacito y por la derecha como un auto, para no llamar la atención de la policía. Para entretenerse, la gente del campo suele inventar cosas pretendiendo que son hechos verídicos. Así se cuenta, jugando con el sentido, que un hombre de Bragado fue a renovar la patente del sulqui y el oficial de policía le preguntó ¿Trajo la vieja? El hombre dijo: Sí, un momentito que la dejé en el sulqui. –Fue hasta el sulqui y le dijo a su mujer: Vieja, bajá que el oficial te quiere conocer.