De eso no se habla...
E
El poeta Julio Llinás es uno de los fieles representantes del
surrealismo argentino. Entre sus obras destacan: La ciencia natural (1959),
Fiat Lux (1994), Inocente (1995) y Sombrero de perro (1999). Los
cuentos compilados en De eso no se habla abren
precisamente con el relato homónimo. Se trata de un texto que luego María Luisa
Bemberg –a quien se lo dedica- llevará al celuloide en exquisitas escenas
dignas del grotesco –por lo subliminal de sus discursos, hipócritas en general-
y del cuidado escenográfico y fotográfico, y –por supuesto- actoral.
De eso no se habla es uno
de mis cuentos favoritos al cual siempre vuelvo. Reproduzco unos fragmentos
introductorios y finales; pero invito al lector a acariciar todo su cuerpo,
rodeado de letras sinusoides y de un sabroso desenlace en donde el autor
siempre mantiene el sarcasmo y la verdad del deseo. MAP /
IV-2017
Cuando la niña cumplió los cinco
años, doña Leonor Bacigalupo comprendió que la luminaria de sus ojos, la
alegría de su vida, el orgullo de su vientre, la razón de su substancia, era
enana.
Aquellas dulces curvas en las
piernas, aquellos dedos ondulados, aquel andar patizambo, no eran ya (como
había querido creerlo cada minuto de sus días y sus noches) delicias comunes a
todos los infantes bien nutridos, como esos que se ponen desnudos con las
nalguitas para arriba en las propagandas de polvo de talco.
(…)
Desde aquel día memorable en que el
padre Aurelio recibiera a Leonor Bacigalupo en confesión y en que, después de
haberlo masticado durante muchas noches, se decidiera a confortar el alma
quebrantada de tan cumplida feligresa, diciéndole:
“Dios nos envía cosas, doña Leo, en
su infinita sabiduría, que debemos aceptar con resignación y hasta con júbilo…
Quiero decir que la Carlota…” y fuera tajantemente interrumpido por un
inapelable: “De eso no se habla”, desde aquel día memorable, entonces, de aquel
asunto no se hablaba.
La niña Carlota iba creciendo
(valga, por Dios, el eufemismo) entre una nube de profesores que doña Leonor
mandaba venir de Córdoba, estudiando todas las asignaturas de los colegios y
otras que en ellos no se dictaba. Sólo un capricho inexplicable había tenido,
cuando cumplió los diez años: pidió un maestro de acrobacia.
(…)
Ludovico D´Andrea la visitaba cada
día para el aperitivo, que doña Leonor le servía con aceitunas verdes y
pequeños trozos de embutido quintero. Narraba historias de países lejanos,
exóticos, inexistentes. Carlota las escuchaba embelesada y las retribuía con
sus conocimientos, ciertamente vastos, de mitología griega.
Cuando la niña cumplió los quince
años, Ludovico D´Andrea se atrevió a decirse que la amaba.
No ha de pensarse que fuera un
hombre enfermo de la entendedera ni que tuviera pasiones aberrantes. La veía
como lo que era: una muchacha enana de noventa centímetros de altura y las
facciones lavadas de su padre, que había muerto de insignificancia poco después
de nacer ella.
“Sé que parece cosa de locura…”, le
había dicho al padre Aurelio.
“Yo diría más bien, una broma de mal
gusto…”, había respondido, amoscado, el religioso.
“No es cosa de broma… aunque tal vez
sea de mal gusto…”, había dicho. “Y he de agregar algo más… La deseo como jamás
he deseado a otra mujer…”
“Esto es casi abominable…”, hubo de
replicar el santo varón, aunque no tan santo, si se considera la concupiscencia
con que evocó las piernas largas y delgadas, las manos huesudas y tersas, la boca
madura y jugosa de frau Braun, la madre de su hijo, ya adolescente y en el
noviciado.
“Es la única persona que acepto
totalmente…”, dijo D´Andrea ensimismado.
“Usted bien sabe, padre, que no me
faltan oportunidades…”
El padre Aurelio lo sabía bien y
sacudió la cabeza en actitud de conceder.
“¿Qué piensa usted hace?...”,
preguntó aterrorizado.
“Pienso casarme con ella”.
(…)
Vivimos de miserias. Y sin embargo,
las grandes cosas están muy cerca de nosotros. La tragedia reside en que no
somos capaces de verlas casi nunca. Pero, si alguna vez las vemos, de la
miseria a la grandeza, transmigra nuestra vida.
(…)
-…Sé que a tu lado viviría siempre
como una princesa… Pero no soy una princesa…Soy una mujer enana, demasiado
tiempo condenada a discutir con los espejos, una mujer que ha tropezado, tal
vez, con su destino…
-O con su condena…-dijo Ludovico.
-¿Cuál es la diferencia?...-
-Nuestro destino es el amor…-
-El amor es algo mucho más grande
que el destino… Mucho más frágil, también. Si no fuera así, no existiría…-
-Estaba en el aire…- dijo el alcalde
con la dignidad más triste de la tierra.
Julio Llinás
[ Buenos Aires, 1929 ]
De eso
no se habla
[ 1993 ]
Artes Visuales:
Diego Velázquez
[ Sevilla, 1599 / Madrid, 1660]
El bufón don Diego de Acedo