Un Cuentito Naif...
Hay cuerdas en el corazón humano que sería mejor no hacerlas vibrar.
Charles Dickens
Su asilo fue una
Burbuja.
Una Burbuja sólida,
maciza, de implacable vigor yoico.
Allí se amparó durante
toda su vida. Él no lo vivía como un evento complicado o nebuloso; hasta
que un día la Burbuja explotó.
Refugiado allí él nunca
se había enamorado antes.
Amaba a los poetas: a
los cineastas con cuyas imágenes coloreaban el celuloide, a los escritores con
cuyas letras salpicaban el blanco de un pliego; a los pintores con cuyas
pinceladas trazaban lienzos luminosos… a todos ellos, en fin: a todos quienes
describían -con majestuosidad y delicadeza- el mundo al que él nunca había
podido acceder; excepto –claro- en breves intervalos que consistían en ir de la
casa de su madre a los diferentes trabajos, todos ellos con un factor común:
poca gente, lugares sombríos, subsuelos y con turnos taciturnos donde fuese
factible interactuar lo menos posible con esa cosa externa: la Vida.
Amaba también todo el
mundo oriental, que veía tan extraño como común; y que podía recorrer en
filmografías singulares que incluía ese otro universo plomizo y peculiar –en
blanco y negro, sin grises, como su Mundo- que se reflejaba en creadores como Bela
Tarr, Lee ChangDong, Hayao Miyazaki, Masaki Kobayashi, Takeshi Kitano,
Kurosawa, y tantos otros.
En sus casi cuarenta y
pico de años, había logrado aprender célebres poemas de memoria; y sabía
también nombres y apellidos de actores y actrices de todos los tiempos; y
manejaba muy bien cuatro idiomas y algunos dialectos y conocía el nombre de
todas las calles de su ciudad incluida la orientación del tráfico y las
señalizaciones de cada esquina.
Era muy inteligente.
Sabía que cualquier desajuste en el preciso mecanismo de relojería de su
Burbuja podría mostrar las fallas del imaginario que todo sujeto porta como
vestuario de su semblante. No podía aceptar esa grieta. No podía conformarse
con su don de gente, con su bondad, con su risa contagiosa, con su valiosa
honestidad. Quería más: quería ser perfecto. Quería el todo o sino seria la
nada. Por eso hablaba poco y de ese poco vibraban de su boca sólo palabras
imaginarias, que en lo posible no toquen las puntas de lo real. Pero sus
cuerdas vocales sabían de esa angustia, sabían que hay cosas que no se pueden
ocultar. Por eso su color de voz era profundamente grave y de un tono mate y
triste. Había que acostumbrar la oreja para poder recibir su voz. Voz que
llegaba como desde el túnel mismo en que se fue incorporando con los años y que
lo llevo a refugiarse en su propia caverna de humo y niebla. Pero era su cueva; quizás lo único que tenía como propio.
Se encontraba con
algunos inconvenientes cuando decidía salir un poco a la Vida y toparse con los
menesteres habituales de una Institución: no necesitaba hacerse cargo de su
casa –puesto que, como dijimos, vivía con su madre- pero a veces ir al súper
(siempre cocinaba él ya que su madre nunca tomó un soberano utensilio para
hacer nada) o pagar algún impuesto le ocasionaba cierta espera que lo ponía
algo tenso. Ni hablar cuando debió cursar alguna carrera: todas las abandonó
justamente por el mismo malestar burocrático o por pequeñas sutilezas de la
Vida. Él, de todos modos, racionalizaba pensando que era demasiado poco lo que
le enseñaban y no merecía estar en esos sitios. Por lo demás: sabía contar
hasta el infinito; escuchaba mucha música chill
and deep house (de pocas
palabras y demasiadas notas blancas); ajustaba muy bien los tornillos que
percibía flojos; cepillaba prolijamente su barba y dejaba siempre la pasta dental
perfectamente prolija de modo que nunca se desperdiciaba un ápice al final del
tubo.
En relación a los lazos,
las Redes Sociales actuales le facilitaban la pseudo vinculación con un sólo click. Tenía un click para cada ocasión: el amigo con el que
sólo hablaba de literatura; el otro con el que sólo hablaba de cine; los lazos
que hacía sólo para tener un momento de sexo; y así… Con un click todo era afable y todo estaba en
su debido y justo tiempo. Y si alguno de estos vínculos-clicks en algún momento molestaban la
paz, ventajosa y crédula, de su Burbuja; entonces otro click-anti-paz se ponía en marcha y el bloqueo
inmediato daba su cándido voto donde siempre ganaba la monarquía del YO.
Se trataba,
invariablemente, de tener cortito y lacónico a todo posible estorbo de esa Vida
que podría filtrarse en ocasiones fortuitas. De hecho su única amiga –que
además la tenía bastante lejos como para asegurarse cualquier ruptura de
lenguaje- estaba también bajo esa monarquía: él le contaba lo que quería,
cuando quería y cómo quería. Y punto: aquí no se discute más. Era su modo de
proteger su imagen: la del ser que todo lo podía. Sin fisuras, sin defectos,
casi como sin historia...
Así creció sosegado
–aunque no con poca angustia que canalizaba en afecciones varias y que soportaba con heroico estoicismo Séneco-, opacando
lentamente sus sueños, que eran su pan nuestro de cada día. Sueños que, claro,
estaban legados por esos poetas que él, día a día y noche a noche, admiraba y citaba
en inglés y en francés.
Esa Burbuja era su
felicidad.
No era poco para él; de
hecho: era todo. Si pensamos que esa Burbuja lo protegió desde pequeño de
injurias de sus abuelos, tíos, primos y padres; de violaciones sistemáticas en
su entorno, de borracheras asociadas, de madre depresiva y padre déspota; de
griteríos, de vejación y de maltratos varios. No. No era poco por cierto.
Pero como toda
protección, siempre la Vida se filtra.
Había leído en una de
las tantas Bibliotecas Municipales a las que iba; que esa Vida no era en sí lo
que él creía. Incluso leyó que cierto psicoanalista francés la llamó el Real. Y
que el Real no era la Realidad. Que la Realidad era una amalgama de tres
registros: Real, Simbólico e Imaginario. Que el Real era lo Imposible. No
entendió mucho pero le había quedado rondando esa loca idea.
Entonces, invocamos
nuevamente el introito:
Su asilo fue una Burbuja.
Allí se amparó durante
toda su vida. Él no lo vivía como un evento complicado o nebuloso; hasta que un
día la Burbuja explotó.
Refugiado allí él nunca
se había enamorado antes.
Pero un día se enamoró.
Él no supo lo que era
enamorarse hasta que la vida los cruzó.
No creía en el Cielo
(aunque había vivido en un Infierno bastante organizado), e incluso asustaba a
sus sobrinitas diciéndole que los Reyes no existían y mucho menos ese cuento
idiota de un trineo volador y un gordo trepándose por chimeneas una noche álgida
de nieve gélida.
Pero desde ese día un
Cielo se abría a su paso.
Y pensó: “¿Cómo podré
soportar tanta belleza?”-
Y pensó: “¿Cómo podré
sostener tanta abundancia?”-
Porque sabía que belleza
y abundancia iban de la mano; y porque sabía –como los Griegos- que bello era
todo aquello que nos produce excitación, que nos hace temblar de alegría. Y de
dolor. Porque sabía que entre la abundancia y la belleza, se mece un hiato casi
ominoso –que muchos sospechan que es deseo- y que no puede mirarse a sus anchas
porque encandila como todo Sol. Y porque sabía que sin Sol es imposible salir
de la Burbuja.
Y pensó: “¿Cómo salir
sin salir?”-
Pero advirtió que eso
era imposible. Y estaba dispuesto a vivir lo imposible.
Y entonces la
Burbuja explotó. A pesar de su solidez, a pesar de su vigor: porque cuando el
Amor apabulla, cuando el Amor aplasta, cuando el Amor aturde; no hay Yo que se
resista.
“Eran un hombre y una
mujer, o sea, un hombre y un pedacito de tierra, un elefante y un niño, un niño
y un junco. Eran dos mancebos desmayados y una pierna de níquel.” – Porque Lorca acompañaba sus noches de
insomnio.
Si quiso el Destino
repetir lo de siempre: la imposibilidad de que dos seres se junten; quiso el
Amor hacer posible ese Destino llamado Vida. Quiso el Amor olvidar un poco que
la Vida existe. Quiso el Amor destinar dos seres absurdos, inadecuados,
ficticios, imposibles de encontrarse; en un hado común que despedace y
desmesure por completo ese descabellado desatino de no poder hacer de dos, Uno.
Y el Amor los unió.
El otro ser (un hombre,
una mujer, un pedacito de tierra, un elefante, un niño…) era mucho más
escéptico, menos utópico, más congruente con esa cosa fastidiosa llamada Vida;
y mucho menos extremista. No pensaba, como él, que los vínculos eran perfectos
o no eran. Porque la Vida, esa cosa fastidiosa, le había administrado una buena
dosis de chascos, y también una cuota de locura para poder vivirla de todos
modos. No era racional como él: pero tampoco tan loco como para no creer en el
gordo que trepa chimeneas en la nieve con regalos en las espaldas: pensaba que
tendría que estar muy loco para no acceder a cierta porción de engaño
necesario. “Los no-incautos,
yerran”- decía siempre
citando a uno de sus Maestros; y él se dejaba engañar.
Esa dicotomía auspiciaba
el desencuentro.
Porque el primero quería
seguir soñando, fuera de la Burbuja, siempre. No creía en el engaño;
vivía en el engaño.
Y el segundo (ese
pedacito de elefante-niño cubierto de tierra) quería proyectarse un sueño, pero
en la fastidiosa Vida. No en una Burbuja.
Por lo tanto pronto,
arrebatado, apesadumbrado, comenzó a replegarse el Cielo y la poesía –con su
música- volvió a refugiarse en el mundo cercado a lo Real; en el mundo-feliz
donde todo es posible porque no es.
Ninguno de los dos seres
pudo sostener al otro.
Uno no pudo sostener la
Vida que halló en el exterior de su Burbuja.
El otro no pudo sostener
el Sueño que esperaba encontrar en el interior de la Vida.
Ninguno de los dos pudo
sostener el síntoma del otro. Es decir: el retorno de aquello reprimido,
metáfora de un Paraíso Perdido.
Al primero no le alcanzó
sus cuarenta y pico de años de defensa plena dentro de su Burbuja para poder
enfrentar esa Vida. Al otro le sobró miedo de repetir lo mismo de siempre y
casi soñó con una Burbuja prestada.
Ambos se entregaron
–caídos, sometidos- a los avatares del Amor; sabiendo que hay Muerte en él,
porque toda Muerte es simbólica y es del YO. Uno –el elefante- generoso, con
una bondad infinita como su mirada y su poesía, regaló lirios y montañas, y
madera, y futuro. El otro –el junco- re organizó esa fastidiosa Vida en función
de ambos: no dudó un segundo en entregarle las llaves de su cobijo ni en
proyectar en rediseñar la sala de lectura. Uno –la mujer- pensó que
envejecerían juntos. El otro –el niño- pensó que mejor no envejecer nunca y
sostener el momento por siempre.
Los dos fueron felices
por algún tiempo:
El primero buscando un
Padre soñado que ponga palabra a la mudez sideral. El segundo buscando una
Madre perdida que acaricie su rostro y lo colme de sosiego.
Hasta que los dos
comenzaron a impotentizarse:
El primero buscando un
Padre soñado que ponga palabra a la mudez sideral. El segundo buscando una
Madre perdida que acaricie su rostro y lo colme de sosiego.
A ninguno de los dos les
importó lo que juntos ojearon de la pluma Freudiana, una tarde borrascosa
cuando los mojaba una nube, bajo un arce: “El
que ama, sufre; el que no ama, enferma.”
Tampoco les pareció
importante ese término que acuñó el psicoanálisis y que habían oído de refilón
en una conferencia de sábado: castración. Les parecía –pese a sus
intelectualidades- una pieza de museo que tenía que ver más con el órgano
anatómico que con sostener la causa del deseo.
Y así termina la
historia de un Amor que no pudo con la Vida. Es decir:
De un Amor que no pudo
con lo Imposible. Que no pudo ir más allá de ese Real.
De un Amor que no pudo
hacer posible lo imposible.
De un Amor que es así…
que atropella. Y donde los dos seres –caídos y tímidos- truecan su debilidad
por coraje y paradójicamente se arrojan a él.
Pero también hay miedos;
y hay derrumbe. Y hay huidas.
Y hay un amor mayor al
Amor: el amor a sí mismo. Ese que nunca falla, que siempre es fiel.
Hay un amor mayor: el
que no puede renunciar a su orgullo, a su imagen. Hay un amor mayor, el que no
es Amor. El que no es de los poetas, ni el de la astucia del silencio, ni el de
las sábanas empapadas, ni el de los conjuros de las hormigas, ni el amor de los
balcones que no son balcones; ni el del sudor de las amapolas, ni el de los
pies que claman por besos, ni el de los inmortales. Un amor lógico, que piensa
con la cabeza, que no ama con los brazos o con los intestinos; un amor
razonable y prudente; sin magia. Un amor que no salta precipicios ni juega en
los trapecios y que no brinca nubes ni se arroja al hoy. Un amor que no
quiere agujeros, ni libertad, ni desiertos... Un amor sin incertidumbre ni
dudas. Que espera hasta otra oportunidad, donde la seguridad reine y el
evangelio ampare. Un amor donde se pierda nada. Un amor cobarde. Que sólo puede
saciarse con la propia satisfacción.
“La Vida –intimidante,
abrupta, escabrosa, anti-quijote, empinada- le pasa sólo a los que hacen de su
deseo un Acto Decidido.”- pensó uno.
“El resto se refugia en
una Burbuja o se queda para siempre esperando…”- pensó el otro.
Ambos sabían que los dos
apotegmas eran hermanos.
Este es el final del
breve romance del niño Burbuja y su espejo, ese otro niño, que no pudo
atravesarla.
MAP
El
encuentro entre dos impotencias.
Niños-Burbuja o La Caverna Encantada.
Final de Enero / 2017