Cuentito de verano...







Cualquier hijo de vecino que escuchase el monocorde discurso de Félix Archinboldo, pensaría que sus preocupaciones obsesivas pasaban por la muerte y sus derivados. Pero no. Lo que realmente le preocupaba a Félix era el día después, es decir: la fama. Ese raro prestigio que queda adherido a alguien y que hace de un nombre, una marca registrada. Pero -sin embargo- la muerte era la excusa, inevitable como ella misma, para poder acceder a ese honor. Y –entonces-, a diferencia de los seres comunes demasiado terrenales que nunca pierden el sentido, Félix -que siempre fue un ser con alas, y esto es importante recordarlo- recurría a sus pensamientos-mortíferos para circunscribir el problema. El problema de cómo ser famoso teniendo, según su propia fórmula, una muerte extraordinaria.

Sí: porque lo que Félix Archinboldo pretendía era eso. Esa era la palabra exacta: extraordinaria. Una muerte que por el solo hecho de producirse, ya causara -no espanto, no incertidumbre, no desasosiego, no sorpresa, no pena- sino un efecto extraordinario. Todo el resto de las muertes le parecían vulgares, demasiado humanas.

Pensó una mañana, mientras desayunaba su limonada de jengibre y menta con dos huevos duros siete minutos de cocción, que cualquier humano hoy día puede morir hasta por la picadura de un simple mosquito de tres centímetros. Muerte banal, insípida, incluso inútil. Morir de enfermedades comunes le parecía una picardía: absolutamente dentro del sentido común. Un cáncer, sobre todo un cáncer de intestinos o pulmonar, le parecía de lo más superficial. A lo sumo había pensado en cáncer de páncreas, mediastino o hipófisis, pero aún así fallecer de ese modo era para Félix una muerte vaciada de locura. También había pensado en alguna muerte súbita a través de un infarto, un acv por ejemplo, pero inmediatamente descartaba esa idea porque, después de todo, se preguntaba ofuscado: ¿quién no muere del corazón? Es decir: era una muerte no sólo promedio, sino obvia. 

Morir atragantado por un hueso de pollo, o una espina de pescado, le pareció en su momento algo poco común (como morir electrocutado mientras se secaba el pelo después de la ducha, descalzo, o morir patinando en la bañera mientras se secaba los pies); pero inmediatamente también las descartó porque de extraordinario no tenían absolutamente nada. Pensó también en morir de pie, mientras esperaba el subte; pero aquello –a la vista del otro- se parecería a un suicidio y un suicidio estaba por fuera de los cánones de su lógica: nunca haría algo así, puesto que siempre lo consideró una cobardía moral.

También pensó en morir en cuclillas mientras practicaba yoga, morir sentado leyendo al borde de un andén, en la estación de su arbolada Ranelagh, morir saltando mientras practicaba salsa, morir con el dedo índice señalando la luna, morir de sed e incluso morir de miedo; pero ninguna de esas opciones eran extraordinarias para su criterio.

Un atardecer tormentoso, estando observando en el bosque de su ciudad cómo caían húmedas las últimas hojas del otoño, se le ocurrió pensar que sólo muertes de famosos fueron famosas, y que quizás entonces por mas extraordinaria que sea su muerte, él no pueda pasar a la fama. Eso lo entristeció bastante. Si no fuese porque las hojas cuasi amarillentas del bosque hacían cosquillas en la mollera de su piel, casi se podría decir que hubiera resuelto abandonar esa idea fija; pero gracias a eso e inmediatamente pensó que muchas personas resultaron famosas por su muerte, sin que antes nadie hablara de ellos.

No vamos a confesar que Félix hubiese preferido pasar a la fama como Aquiles matando enfurecido por la muerte de un Patroclo; o como Romeo bebiendo el veneno que lo lleve a su Julieta, o incluso en un rollo histórico del nivel de Cleopatra y Marco Antonio. No. Pero lo cierto es que no podía dejar de pensar en una muerte extraordinaria.

Fue la mañana del primer día del año del Gallo, cuando Félix tuvo una especie de revelación: sin tener un nombre, una persona puede pasar a la fama si su muerte involucra la muerte de otras personas. Entonces pensó en inmolarse. Pero como Félix era un hombre –no sólo honesto y sensible- sino sobre todo bondadoso y compasivo; esa idea la descartó sin preámbulos. Pero le llegó, esa misma mañana, una asociación consecuente: inmolarse, muchedumbre, catástrofe, avión. Entonces recalculó: la muerte extraordinaria tendría que ser en un vehículo espacial.

Un helicóptero o un avión no era demasiado extraordinario. Sí: es cierto que las catástrofes aéreas eran poco frecuentes y hacían mucho ruido porque cuando ocurren matan a cientos; pero él sería –allí- uno más. Entonces pensó en Cabo Cañaveral. Pensó que su muerte tendría que estar enmarcada en un proyecto aeroespacial en lanzamiento y misión con transbordador controlado al mando de una élite de personas. Élite en la cual él se encontraría, por supuesto, pero abordo.

Los restantes meses de ese año, Félix lo dedicó a organizar su agenda para llegar al Centro Kennedy y tripular una nave. Así de simple. Félix fue siempre un soñador. Volaba con el pensamiento, volaba con su lógica. Para algunos, la tierra firme; para otros, el mar voluptuoso; para Félix, el vuelo. Nadie le dio importancia a sus requerimientos, los empleados de la NASA apenas si observaron su ligera y volátil presencia; algunos incluso pensaron que se trataba de un repentino viento que equivocó su brújula y trajo a las costas -que Ponce de León descubriera en 1513- un bicho raro de esos que deliran todo el tiempo. Pero Félix preparó igual su cuerpo, embelleció su piel, tensó sus músculos diminutos; y se montó en la primera nave que salió al espacio.

Félix ya sabía cómo hacer para que el artefacto de casi ochenta mil kilogramos y con cuatrocientos mil galones de hidrógeno líquido, que apenas transportaba material no-humano para estudio interespacial, se doblegara antes de cruzar la atmósfera y entonces explotara en partes desiguales, quedando sólo él como ser vivo y muerto, valga el oxímoron. Sabía que debía entrometerse entre los cables de uno de los controles de la nave, sabía que debía alterar la configuración electrónica de las fases, y sabía que con sólo morder un par de veces esos alambres, la nave explotaría antes incluso de salir del espacio terrestre. Y así fue. Félix, casi cronométricamente, aguda y sutilmente, efectuó el procedimiento de rigor. Y la nave explotó entonces en miles de partes. 

Félix supo -en ese milisegundo- que su imagen, su nombre, su estirpe, pasaría a la Gloria. Esto era realmente una muerte extraordinaria. Ya estaba exhausto, realmente hastiado, de ser un simple e ingenuo ser de nube y viento. Un ser que nunca supo lo que es llorar, ni reír. Que nunca pudo extrañar a nadie, ni excederse en nada, ni siquiera tener un simple insomnio. Pensaba que merecía, al menos, pasar a cierta perenne celebridad.


Todo quedó destruido en minutos. Todo quedó pulverizado, desecho, desbastado, desolado y extinguido. Todo menos Félix Archilbondo. Porque, como dijimos al comienzo, Félix siempre fue un ser con alas. Y entonces, al caer junto al resto de lingotes, pudo hacer lo que siempre hizo, lo que nunca pudo dejar de hacer, y lo que ha sido siempre destinado a su ser: volar.

MAP
La repetición del fracaso.
III / 2016
PINTURA:
Carlos Osorio
[ Colombia, 1956 ]

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