Esclavos blancos, esclavos negros.
No hay nada peor que una
guerra civil. Los coterráneos son los seres que más se odian cuando se
entremeten en un conflicto armado. Estados Unidos puede dar testimonio de la
veracidad de tal afirmación. El Norte y el Sur llevaron a cabo, entre 1860 y
1865, una guerra feroz, sanguinaria. La excusa fue la esclavitud. El Norte
quería abolirla. El Sur conservarla. El Norte quería obreros libres para sus
industrias. El Sur, esclavos para sus plantaciones de algodón y tabaco. El
Norte sabía, siguiendo el ejemplo de Inglaterra, que sólo el valor agregado que
la industria añadía a los productos del suelo establecía un valor superior. El
monocultivo sureño conducía al atraso. El industrialismo del Norte era el
ariete que abría las puertas del progreso. Así, todo indicaba que el Sur quería
esclavos para cosechar la tierra. Y el Norte obreros para sus industrias. Esto
entusiasmaría a los socialistas europeos, todos partidarios del Norte. De esta
forma, Marx y Engels envían cartas alentadoras a Lincoln. Si el Norte triunfa
será un país autónomo, industrial. Si lo hace el Sur hundirá a la nueva nación
surgente en el atraso, en la sumisión a Inglaterra, de donde continuará
importando sus productos manufacturados a cambio de algodón y tabaco extraído
por manos esclavas.
.
.
En Washington, los senadores del Sur atacan a los del
Norte, todos abolicionistas, diciéndoles que el supuesto “obrero libre” de la
industria norteña lleva una vida más desdichada que el esclavo del Sur. Con
burla, con cruel ironía, les piden a los industrialistas del Norte que liberen
antes a sus Esclavos Blancos y luego se ocupen de los esclavos negros del Sur.
¿Qué es un Esclavo Blanco? Ni más ni menos que el “obrero libre” que Marx
describe en el primer tomo de El Capital. El que vende al capitalista lo único
que tiene, su único valor de cambio: si fuerza de trabajo. Una vez en la
fábrica, el valor de cambio del obrero se transforma en valor de uso en
beneficio del patrón. Ahí, si el obrero produce por valor de 100, el patrón le
paga 30. La diferencia entre 30 y 70 es la plusvalía y se la queda el patrón.
Ese es el esclavo blanco. La expresión de su esclavitud es el salario. El
salario sólo reconoce el 30% de lo que produce la fuerza de trabajo. El resto,
el 70%, no. En ese 70% el obrero del Norte o el inglés de Manchester y
Liverpool son iguales al esclavo del Sur. Su trabajo, lo que ese trabajo
produce como valor, no es recompensado. Sin embargo, siguen argumentando los
senadores sureños, el obrero del Norte, cuando es despedido, queda abandonado a
su suerte, siempre amarga, solitaria. Se lo deja morir de frío o de hambre. Al
no tener salario no puede comprar ni lo que antes compraba: ropas, un techo
(por exiguo que fuere) y alimentos. Porque los seres humanos, con empleo o sin
él, necesitan comer. Al llegar a viejos, los espera el desamparo absoluto.
¿Cómo podrían alimentarse o alimentar a su familia si no pueden trabajar, si
han perdido lo único que podían ofrecer: su fuerza de trabajo? Notemos que, con
gran habilidad, son aquí los sureños los que se presentan como almas buenas,
sensibles ante el dolor de los otros. Nosotros, seguirán, no tratamos así a
nuestros negros. Ellos, que sí, que son nuestros esclavos, viven mejor que los
esclavos de ustedes. Cuando se enferman, se los atiende. Cuidamos que nunca
pasen hambre o frío. Siempre se los alimenta (y bien: queremos que sean
fuertes). Y cuando llegan a la ancianidad los cuidamos como si fueran
semejantes a nosotros, cosa que no son. Pero no los dejamos morir en la
indigencia, solos. El fruto literario de esta concepción de la esclavitud fue
La Cabaña del Tío Tom (Uncle Tom’s Cabin) de Harriet Beecher Stowe, publicada
antes de Guerra Civil, en 1851. Aunque el texto desborda sentimientos
humanitarios hacia los esclavos, aunque hace de su protagonista, Uncle Tom, una
especie de sabio patriarca, y hasta de profeta tramado por una honda fe y una
religiosidad profundas, ha permanecido como sinónimo del “esclavo bueno”, del
esclavo fiel al patrón. Podría establecerse un paralelo con el Martín Fierro de
la Vuelta o el Don Segundo Sombra de Güiraldes. Ser un “negro Tío Tom” es ser
un traidor a la lucha de los negros por su liberación definitiva. Más aún
después de los Panteras Negras, de Malcolm X o de Muhammad Alí. Se cuentan dos
anécdotas sobre Lincoln y la autora de La Cabaña del Tío Tom, Beecher Stowe. En
una, Lincoln, al conocerla, le dice: “Así que usted es la pequeña señora que
desató esta guerra”. En la otra, que beneficia, creo, algo más a Stowe, Lincoln
le dice: “Así que usted es la pequeña señora que ganó esta guerra”. Colocado en
su momento, dentro de sus creencias religiosas, el esfuerzo de Beecher Stowe no
es desdeñable.
En este intento por indagar las complejidades del
pensamiento político norteamericano nos acercamos a la pieza oratoria de la que
habremos de partir: el discurso que pronunció Lincoln meses después de la
batalla de Gettysburg. Pocos antes de morir, George Gersh- win, respondiendo a
la pregunta sobre qué pensaba componer en el cercano futuro, dijo: “Quiero
ponerle música al Discurso de Gettysburg”. Esta batalla, terriblemente
sangrienta, fue el punto de no retorno de la guerra. El triunfo quedó en manos
del Norte. Las tropas de la Unión estaban al mando de George A. Mead. Las del
Sur, al mando del General Robert E. Lee. Duró, la batalla, tres días: Desde el
primer día del mes de julio de 1863 hasta el tercero. Las tropas de Lee, entre
muertos y heridos, tuvieron 30.000 bajas. Las del Norte, 23.000. El discurso de
Lincoln es del 19 de noviembre de ese mismo año, y concluye así: “Más bien es a
nosotros a quienes toca dedicarnos a la gran tarea que tenemos por delante
(...) resolver aquí, por encima de todo, que estos muertos no murieron en vano;
que esta nación, bajo la mirada de Dios, tendrá un nuevo nacimiento de la
libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no
desaparecerá de la tierra”. Lincoln fue asesinado el 15 de abril de 1865. En un
teatro y por un actor, John Wilkes Booth. Que le disparó un tiro a quemarropa
en la cabeza. Hay un chiste macabro sobre esto. Se sabe que Lincoln era un
hombre reservado, envuelto siempre en sus pensamientos. Incluso el Discurso de
Gettysburg no tiene más de 300 palabras, seguramente menos. Nadie sabía, nunca,
qué pensaba. El chiste dice: “El único que entró en el cerebro de Lincoln fue
Booth”.
Si bien el General Lee se rinde ante el
General Ulysses S. Grant en Appomattox Court House, Virginia, el día 9 del mes
de abril de 1865, el racismo sigue. El 24 de diciembre de ese mismo año aparece
el Ku Klux Klan. La película inaugural del cine norteamerico, El Nacimiento de
una Nación, empieza con la imagen de un negro llegando a Estados Unidos y una leyenda
que dice: “Cuando llegó el primer negro empezó la división”. La otra película
“clásica” sobre la Guerra Civil se narra desde la óptica sureña, Lo que el
viento se llevó. Walt Disney, a comienzos de los 40, quiere homenajear al
“viejo Sur” y lleva a cabo un film que se llama Canción del Sur - Los Cuentos
del Tío Remus. El día del estreno, al actor que personifica al Tío Remus, que
era, desde luego, negro, no lo dejan entrar al cine. A comienzos de los
sesenta, un boxeador negro que se ha consagrado como campeón olímpico y le han
dado, coherentemente, una enorme medalla, entra orgulloso en un bar, con su
medalla en medio del pecho, se sienta y llama a la camarera: “Un café y un hot
dog”, pide. “Aquí no servimos negros”, le dice la camarera. El boxeador dice:
“Yo no le pedí un negro. No quiero comerme a un negro. Quiero solamente un café
y un hot dog”. Era, en ese entonces aún, Cassius Clay. Después fue Muhammad
Alí. Negro, fue siempre. Y estaba orgulloso de serlo.
José Pablo Feinmann
Esclavos blancos y esclavos
negros
Artículo de Contratapa de
Pagina/12
Buenos Aires. Domingo
31/I/2016
ARTE:
William Aiken Walker
[ EE.UU., 1839 / 1921 ]