El Braking Bad de un Escritor...
Hay un test de treinta y seis preguntas que se puso de moda
hace unos años. Lo escribió un profesor de psicología que se llama Arthur Aron
y (según la superstición) si dos personas que no se conocen responden esas
preguntas mirándose a los ojos, con sinceridad y sin apuro, se enamoran
perdidamente. Como yo estaba pasando una época de crisis me encerré en el baño
y me hice las treinta y seis preguntas frente al espejo, para ver si por lo
menos me reconciliaba un poco conmigo mismo.
El resultado fue espantoso, porque algunas preguntas no están
preparadas para los narcisistas (diga tres cosas que usted y su pareja tienen
en común; cuenten una característica positiva de su pareja), otras preguntas
parecían sacadas de una revista del corazón (qué hace que un día sea perfecto;
cuál es el papel del amor en su vida) y a la mayoría ya las había respondido en
mis libros (cuál es la relación con su madre; cuente el momento más vergonzoso
de su vida).
A la pregunta número veinticinco ya me aburría como un hongo,
y además mi hija necesitaba el baño, por lo que empecé a apurar el test y a
contestar cualquier cosa para terminar. ¿Qué tema es demasiado serio para hacer
chistes? Racing Club de Avellaneda. ¿Tiene alguna idea de cómo se va a morir?
De aburrimiento. ¿Cuál es su recuerdo más terrible? Esto que estoy haciendo
ahora.
Casi en la recta final, ya cuando todo me importaba un
carajo, la pregunta treinta y cuatro me sacó de las casillas: Su casa se está
quemando y tiene tiempo de salvar un objeto. ¿Cuál salvaría? Abandoné el test
muy enojado con Arthur Aron y con la psicología moderna en general: no me
estaban ayudando ni a enamorarme de mí mismo ni a salir de la crisis. «¡No me
importan los objetos, yo soy muy despreocupado!», grité, y salí del baño dando
un portazo.
Sin embargo durante toda la tarde no me pude sacar de la
cabeza la pregunta treinta y cuatro. Lo del incendio me parecía extremo, así
que por la madrugada maticé la consigna: ¿Hay algo (me dije) que se haya
salvado de todas las mudanzas? Viví en muchas ciudades, cambié de casa un
montón de veces, y en todas perdí cosas importantes: discos, libros, ropa,
cuadernos… No se me ocurrió una respuesta clara. Antes de rendirme maquillé la
pregunta un poco más: ¿Qué es lo más antiguo que tengo?, me pregunté. Y
entonces sí algo se me iluminó en el sótano de la cabeza.
Yo tenía catorce años y, de todas las profesoras de mi
colegio, solamente una sospechaba que yo no era un estúpido irrecuperable. Se
llamaba Cristina Canata y todavía no sé cómo lo descubrió. En esa época mi
rebeldía era exagerada: reprobaba las materias por gusto, no prestaba atención
nunca y deambulaba por los pasillos como un zombie. Pero ella, supongo que por
observación, sabía que por lo menos yo era un buen lector de novelas de
misterio. Así que la mañana de un viernes se acercó y me dijo:
—Hernán, vos tendrías que leer a Cortázar.
Yo no estaba acostumbrado a que una profesora me hablara con
amabilidad. Todas me tenían un poco de miedo o un poco de asco o un poco de
pena. Así que esa tarde fui a la librería de mi pueblo y pedí un libro de
Cortázar, sin saber quién era Cortázar. Por lo que deduzco ahora el librero
tampoco sabía mucho, porque me dijo:
—Tengo el último que sacó este año —y me dio un libro de
tapas azules.
Más tarde supe que Cortázar no había escrito nada aquel año,
porque se había muerto un poco antes, y que el libro que me vendió el librero
no era el último sino el primero. Se llamaba «El examen» y era una novela
experimental, dificilísima de leer, que Cortázar nunca había querido publicar y
editaron después de su muerte.
Me llevé el libro a casa y le puse mi nombre y la fecha en la
página tres, como había aprendido a hacer con mis novelitas de misterio: Hernán Casiari, 1 de agosto de 1986.
Después me senté en un rincón tranquilo del patio y quise
leer aquello que me había recomendado la única profesora que no me quería
expulsar del sistema educativo.
Y no entendí nada. Ni medio párrafo. Ni una sola palabra.
Las letras se sucedían en castellano pero parecían escritas
en otro idioma. Todo era confuso y desalentador. Cortázar rebanaba las frases
sin poner comas ni puntos, a veces pasaba de la prosa al poema, de la acción al
ensayo, del tú al vos, del chiste interno al surrealismo. Pero esto lo sé
ahora. En aquel momento solamente pensé dos cosas: o que mi profesora no me
conocía en absoluto; o que yo era de verdad un imbécil, como aseguraba el resto
del profesorado.
Pasó el fin de semana y el lunes Cristina Canata, en su clase
de historia, me llamó aparte y me preguntó si había seguido su recomendación.
Fui sincero y le dije que Cortázar me parecía una mierda. Cuando supo qué libro
me había comprado se empezó a reír y me dijo que claro, que por supuesto, que
era un error empezar por semejante ladrillo. Y me prestó «Bestiario», el libro
de cuentos más alucinante de mis catorce años.
Desde esa edad y hasta los diecinueve leí la obra completa de
Cortázar (cuento, ensayo, poemario, novela, miscelánea) con la misma voracidad
que un chico de hoy mira «Breaking Bad» o se masturba. No podía parar. En un
momento dejó de ser un escritor para mí, Cortázar, y se convirtió en un amigo
viejo que me daba consejos al oído:
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—No te preocupes por nada —me decía—, la vida va a seguir siendo un juego cuando tengas treinta, y cincuenta, y setenta..
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—No te preocupes por nada —me decía—, la vida va a seguir siendo un juego cuando tengas treinta, y cincuenta, y setenta..
Cristina Canata también fue mi amiga en esos años y después,
cuando terminé el colegio y me fui del pueblo con ganas de ser escritor.
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Una de las pocas cosas que me llevé en el bolso de mi primera
mudanza fue ese libro: «El examen». Ya estaba ajado y tenía el lomo desteñido.
Su azul ya no era azul.
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Desde los años noventa y hasta ahora escribí como un loco,
sin parar, y tuve docenas de mudanzas, incluso una intercontinental. Lo más
antiguo que tengo acá, en mi casa de Barcelona, es ese libro. Es un objeto,
cierto, y los objetos no me importan porque soy muy despreocupado. Pero por
alguna razón elegí salvarlo, siempre, de todos los incendios que me quemaron
vivo.
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Hernán Casciari
[ Mercedes, 1971 ]
Lo que salvamos del incendio.
Martes 27 de octubre, 2015
[ Mercedes, 1971 ]
Lo que salvamos del incendio.
Martes 27 de octubre, 2015
ARTES PLÁSTICAS:
Frank Vega
[ San Luis, Argentina. 1974 ]