Los Monstruos / Teatro.
Quien con
monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo
tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.
Friedrich Nietzsche
Los monstruos son reales, y los fantasmas
también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan.
Stephen King
Stephen King
Los Monstruos. Título muy acertado para una obra dramática (cuasi) musical que trata de exponer desde el primer renglón de su
guión, todo lo que el narcisismo humano (pleonasmo mediante) es capaz de
provocar hasta con sus propios herederos. Retoños, por otro lado, que son
metáfora cruda del síntoma de sus inventores: los padres.
Y decía que el título me pareció de lo más acertado, puesto que –como sabemos-
la etimología tiene su arraigo en el latín monstrum,
que denota a un ser sobrenatural y connota – de acuerdo al De Significatione
Verborum de Sexto Pompeyo Festo- al étimo monere que reseña la advertencia, el aviso, que nos enfrenta ante
estos seres fantásticos: sí, porque –convengamos- es el fantasma de estos
padres que imprimen, reproducen y duplican la fatuosidad tragicómica de un
narcisismo que no escatima desplazarse como un pulpo feroz, y que se esconde
detrás de un discurso incluso por momentos naif.
En El prefacio de Cromwell de Víctor Hugo, el crítico Maurice Souriau
escribía en en su prólogo: “lo feo exasperado; el grotesco es a lo feo lo que
lo sublime a lo bello: es lo feo que toma consciencia de sí mismo, contento de
su fealdad, lo feo lírico, desplegándose en el orgullo del horror que inspira,
diciendo: Ríanse de mí, que tan ridículo soy al lado de lo sublime; tiemblen
ante mí, que así de monstruoso soy”. En Los
Monstruos, el borde sutil entre el grotesco y la tragedia se perfila -doloroso
y siniestro- y “lo feo” rebrota en la coda del texto, dando un giro trágico a
la obra resolviendo y cerrando el eje funesto que domina el discurso que nos
convoca.
La perversión no es, claro, una moneda que podríamos dejar pasar ligeramente:
porque el narcisismo más arraigado convoca siempre –vía la no castración del
sujeto- al goce sin Ley, donde los padres –en este caso- se acreeditan la
posición del Otro (no representan la Ley sino que son la Ley) atestiguando y
justificando con prejuicios sociales (“la escuela pública es patética” o “yo
pago y mirá lo que recibo”) su accionar despectivo y denigrante. Esa crueldad –ese
síntoma del capitalismo- se puede leer desde los primeros monólogos de los
protagonistas. Y es la misma crueldad que llevará a perder, en vez de ganar. Vigor agresivo que encontramos más de lo que suponemos en los discursos cotidianos de quienes nos rodean. Como si el valor (y el poder) del dinero habilitaría ipso facto a una impunidad constituyente. Incluso lo vemos en ciertos analizantes y su manejo con el dinero en sesión: "Yo pago y entonces falto sin avisar", por ejemplo. O en ciertos sujetos cercanos que nos dan vergüenza ajena: "Yo pago, asi que exigo." o "Yo pago, así que no voy a dejar ni una miga en el plato."-
Uno a veces desearía que estos tipos de monstruos sólo vivan en un
escenario, pero –como sabemos- nos topamos a diario con estos seres
fantásticamente devoradores que pretenden un mundo a piaccere de sus demandas y que terminan por aniquilar sus propios
sueños en medio de un carnaval orgiástico de barbarie. También hay que pensar,
claro, en que cierta monstruosidad es inherente al sujeto cuando lo familiar (Heimlich) se vuelve siniestro:
no-familiar (Unheimlich). De allí que
el texto Freudiano Lo Ominoso, nos
advierte de ese núcleo sintomático y estructural que alberga en todo sujeto que
padece la cultura, que ha sido donado por la pulsión del Otro.
Cuando también Sigmund Freud habló de “His
majesty the baby” deberíamos recordar que no se trata, justamente, del bebé
recién nacido; sino de ese otro bebé-neurótico impregnado de narcisismo, que
proyecta en su descendencia todas sus frustraciones y utopías, y que vía el
imaginario YOICO trata de defender su imagen (y su ambición) a cualquier
precio. Es justificable en un niño indefenso que deberá construir su cuerpo y
sus ideales; pero nos resulta chocante y perverso en un adulto que para
afianzar sus ideales roza con lo macabro. Es el mismo narcisismo que los
enceguece dejándolos impotentes frente a sus actos más arcaicos. Cuando los
sujetos no pueden castrarse, cuando no pueden aceptar “que la tienen más chica”, cuando los devora la rivalidad imaginario
y el ansía de posesión y dominio absoluto; entonces el amor (al otro) queda rezagado
por el amor-a-sí-mismo y el goce mortífero se apodera de todo. Si con Jacques
Lacan aprendimos, en su Seminario 16, que el prójimo es la “inminencia intolerable del goce”; y si sabemos que precisamos al Otro
para a-nudar nuestra existencia –es decir morimos un poco si el otro muere-; entonces
deberíamos leer la máxima cristiana que Freud citó en el Malestar de la Cultura, realizando una revisión de carácter castratorio,
para darle al goce estatuto ético: “Ama a
tu prójimo por lo que no es; por su falta.” Cuestión que en esta obra, hace
mutis por el foro: no hay empecinamiento más primario de los personajes, en
querer fabricar un monstruo a imagen y semejanza; desconociendo –como todo escotoma-
las propias falencias y tapándolas, justamente, con esa obsesión imaginaria.
Esta obra tiene vestigios de Casi
Normales o de Despertar de Primavera
con trazas evocativas de La Bella y la
Bestia, de Avenida Q o de Shrek;
pero a mi entender de espectador un poco curtido desde hace muchos años (y un
poco más objetivo que los fanáticos del musical) creo que apenas roza este
género para demorarse y capturar la esencia de la trama en el cuerpo, en las vísceras
mismas, de los dos personajes; y convertirse así en un grotesco terrible a modo
de poema de la Mitología Antigua. Sí: porque los Dioses Griegos no pueden estar
ausentes en esta metáfora del vicio y el desenfreno. El escritor mexicano
Xavier Velasco enunció que “cuando estás
entre monstruos, necesitas de un ángel”: el ángel teatral aquí ha puesto
sus alas.
La fealdad del monstruo, cobra belleza estética en esta obra –donde apenas
un par de canciones muy bien interpretadas por ambos, dan marco a una puesta de
casi dos horas- y constituye la figura antagónica que permite el contrapunto
entre la deformidad de un discurso perverso, y la belleza que el arte nos trae
en sus brazos. Dos actores impecables despliegan esa belleza inusual en este
tipo de género teatral; y una dirección que no toma recursos de los musicales
clásicos (no hay coreografías ni escenografías móviles, por ejemplo); completan
este evento de la Bienal de Arte Joven de
Buenos Aires, que por ahora sólo se puede ver los días miércoles, y que nos
imprime esa leve sensación de dejo lúgubre pero a la vez reconfortante de
percibir cómo sólo el arte puede sublimar el objeto más perverso al cual el
sujeto aspira en su demanda neurótica. Objeto, entonces, del que todo ser que
habla es propenso a poseer; de allí que hay en el núcleo del Ser, una
monstruosidad no sólo factible, sino –y sobre todo- familiar.
Marcelo A. Pérez
Lo horroroso del núcleo de nuestro Ser.
[Sobre la obra Los Monstruos]
Bienal de Arte Joven Buenos Aires.
12/XI/2015
ARTE:
Jeannie Lynn Paske