Reflexiones...
Carlos Tejedor –ciudad
capricorniana fundada en 1905- tuvo hasta hace unos años exactamente cuatro
hinchas de Estudiantes de La Plata. El Doctor Luck, el gerente y la tesorera del
Banco Provincia, y la Señora Piedemonte. Como los empleados del Banco suelen
rotar, ahora solo quedan dos. El Doctor Luck, ya entrado en años pero
manteniéndose siempre joven, tiene un coche; la Señora Piedemonte otro. El
Señor de la Señora Piedemonte, otro. Cuando Estudiantes de La Plata se proclamó campeón, en Carlos Tejedor salió a las calles la manifestación de sus hinchas:
como dos coches eran demasiado poco, el Señor Piedemonte, que es de Boca Juniors, en un acto de generosidad
patriótica y amorosa, decidió salir también con su coche para acompañar a su
Señora. Así que la caravana era de tres coches. Fue un acontecimiento muy
importante en el pueblo.
Tanto como cuando, en los
comicios electorales, algunas mujeres suelen ir a votar producidas
descarnadamente para realizar su performance
por ser uno de los pocos eventos donde el pueblo suele intercambiar miradas y
gestos de saludos. Por ejemplo, la Señorita Figueiras -ya cincuentona ella- no
tuvo inconveniente a pesar del frío polar del último comicio, en ir con una
minifalda (eso sí: tejida en lana) y una ajustada blusa fucsia que le marcaba perfectamente
sus dos ostentosos regalos de Dios que conjugan con sus movimientos candorosos más
entrañables.
Así que bueno... Está esperando Tejedor algún acontecimiento similar para que
algún globo de color o ciertas luces flúor enciendan el candor del pueblo, que
políticos y futbolistas se ocupan de generar cada tanto; y así hacer felices a
algunos ciudadanos que de vez en vez despiertan su fibra más pasional y
entrañable. Agradezco al joven hijo de
la Señora Piedemonte –quien al ser hinca de Boca Juniors no ha podido
participar de la manifestación de esa caravana- que me haya aportado el material
de este sensible relato, que nombra ciertamente el tono -de fino timbre festivo-
con que Tejedor se viste cuando la ocasión lo amerita.
Cuando era una niña, solía bailar alrededor de una fuente que había en la
plaza de mi pueblo. Bailaba en soledad. En realidad mi abuela me miraba desde
un banco gris, cerca de un olmo. Los olmos siempre me parecieron angustiosos;
hasta que ya de adolescente descubrí la utilidad de su corteza. Hoy soy bióloga
y me dedico a la investigación aplicada. Hay gente que busca su salvación en la
religión; yo siempre he pensado que el olmo ya me había salvado.
Cuando bailaba de niña nunca imaginé que –ya grande- me gustarían las
comedias musicales; menos aún que mi gran sueño hubiera sido realizado si no
fuese por mi enfermedad. De niña yo era totalmente feliz, lo sabía.
Hace poco retorné a mi pueblo. Y regresé entonces a mi plaza. El banco
gris ya no estaba; al igual que mi abuela, claro. Uno debería aceptar que los
abuelos también se mueren. Recorrí unas vueltas alrededor de aquel olmo que
seguía igual, robusto y erecto.
Me acordé de El Fantasma,
recordé también La Bella, pensé unos
instantes en For Ever... Sombras, máscaras,
vejez... Siempre supe que me había instalado en Buenos Aires para gozar del
teatro musical. Mi fantasía era vivir en Broadway pero ahora que puedo
investigar la biología celular; estoy feliz en mi país: aunque hay menos teatro
musical hay más gente linda.
El teatro es maravilloso; como decía Cortázar, cansa mucho ser todo el
tiempo uno mismo. El teatro permite jugar a que somos payasos, domadores de
fieras, cocineras, dandis, asesinas. ¿Por qué me gustan los musicales? Porque,
al igual que la vida, los infiernos se tiñen de ángeles y corcheas de colores. Charles
Laughton –en Ni con perros ni con niños-
me recordó hace poco que Sófocles proclamaba que el teatro era necesario para
soportar la vida. No es que no haya infiernos, pero están ocultos detrás del
timbre del tenor, detrás de la sonrisa de la contralto. No es que no haya rencores,
frustraciones, envidias, recelos, competencia y todo tipo de mundanos dolores,
pero están ocultos detrás de la seda y los encajes; debajo de las suelas de
metal, adentro de los corazones mas recónditamente agazapados por los
sacrilegios del amor.
El teatro musical me produce una emoción especial: ver cómo sus laboriosos bailarines tratan de actuar, o cómo sus plásticos actores tratan de bailar. Me hace llorar tanta dedicación; y los que otros ven como pura competencia, para mi es simple inocencia infantil. Admito que soy una mujer débil. Incluso demasiado llorona. Mi abuela me decía que
era por mi botulismo; pero yo sigo pensando –gracias a los olmos que ya no me
parecen ominosos y de los cuales la ciencia ha sacado mi medicina- que son sólo
síntomas de mi anhelada niñez.
Salir al teatro con dos
candorosos y entusiastas niños, es un doble regalo. Una amalgama perfecta que
hace de los fines de semana un plan mucho más cautivador que la taciturna y
funesta ocurrencia del shopping. Admito
que soy un poco adverso a las muchedumbres y mezclarme con los hombros y pies
de desconocidos me produce cierta incontinencia urinaria. Me pinta así, qué
vamos a hacer… Esta salida, particularmente, fue programada con algunas semanas
previas. Trato de ser cauteloso con los dos... De a poco vamos entrando: ven al
monstruo verde y gigante en la puerta y el más pequeño me toma la mano... "Mira que al principio es desconfiado."-
Me recuerda del más chico la madre cuando me los deja. "No te preocupes, después se mete en la historia"- En
realidad la madre está más preocupada que yo, porque de no funcionar el plan de
los fines de semana, posiblemente tenga que rehacer su agenda primaveral.
"Quiero ir con mamá..."- Murmura el más chico... Debo
admitir que después de tantos años de conocerme, están acostumbrados a ir al
teatro conmigo, pero hay mucho temor en esta obra a que los personajes salten y
devoren... Son muy grandes; y no es lo mismo que por ejemplo el reciente
ejercicio de teatro negro y láser que vimos, donde todo estaba más mínimamente
contraído; obra –por demás- aburridísima porque pretende ser pedagógica; pecado
mortal en cualquier teatro, más en teatro infantil. Esperando que la angustia
del menor no se amalgame demasiado con la mía (la vejiga ya me estaba llamando
a su vaciamiento); trato de apaciguar con palabras tenues.
En el foso la orquesta
comienza a afinar puntería y el más chico está ansioso. "Van a apagar las luces..."- murmura. Tiene miedo a la
oscuridad y por eso ya me vuelve a tomar la mano. Estamos en un palco: ellos
adelante, yo detrás -siempre cauteloso- tratando de hacer psicología de
cafetín: preguntando, por ejemplo, cómo eran los personajes y cómo viene la historia.
El más grande no para de contarme todo... Caen las luces... Shrek aparece, de niño, y el estruendo
de las cuerdas hace que el más pequeño me agarre fuerte. A los cinco minutos de
comenzada la función, ambos ya están cantando y bailando –yo con miedo de que
caigan empinadamente por el balcón a la platea- aplaudiendo junto al Burro: el personaje más divertido y verdaderamente encarnado por un
actor dúctil e impecable.
Yo relajado y emocionado, y
un poco menos fóbico: pensando diez minutos antes que ya tenía que irme y caer
en los mismos espacios claustrofóbicos de siempre y ahora, en el entreacto,
escuchando ansiosos a ambos decir “Vamos,
vamos, que va a empezar…”-. Así da gusto salir con los nenes: no hacen más
que preguntarme cuándo vamos a volver. Ya podemos tener plan fijo. Y la madre
suspira aliviada que ahora puede salir con su nuevo amante, dejándome a ellos
todos los fines de semana, que es cuando el teatro infantil abre sus puertas.
Qué bueno que todos podemos disfrutar del placer de la vida.
Llueve. Camino por los
empedrados y una pareja se acerca paseando un BullMastiff. Me acerco al hocico
caliente, le tomo la cabezota y lo beso: “¿Cómo
se puede ser tan tierno?”- La mirada es arrolladora. Más triste imposible.
Tres años. Le pregunto al dueño el nombre: “¿El
mío o el de él?”- Primer indicio de que es un boludo importante. “Gaspar.”- “Hola Gaspar. ¿Cómo podés ser tan tan lindo?”- El dueño cambia a
tercera, previa indagación curricular. “Sos
del barrio?”- “Vivo en la otra cuadra.”- “Ah. No se llama Gaspar, se llama
Frank.”- Ah, pensé, sos más pelotudo de lo que pensaba; con razón tu novia
no deja de mirarme: ya debe estar hastiada de tanto pelotudo. “Lo que pasa que le digo cualquier nombre a
la gente, pero con vos hay onda. Mirá como se queda…”- “Chau Gaspar o Frank o
como te llames.”- Lo morfo a besos y huyo.
Entro a un boliche gay, o
algo parecido. Poca gente. Uno que estaba más solo que yo me mira y entonces lo
saludo. Bastante incogible por donde se mire, al menos para mí, pero él un
creído total. Típico de pendejo: engominado, saco y camisa a rayas. Pantalón bombín,
zapatos. Anillos, uno en cada dedo. Seguramente debe tener varios tatuajes. Ya
con esto todo dicho, pero hay más. Me acerco, me siento: yo con mi humilde
gaseosa, él con una cerveza de un litro. Me dice que es colombiano, que hace
dos años esta acá y que le encanta argentina y el tango. Toma clases de tango. "¿Y qué haces acá?"- "Nada,
de acá me voy a otro boliche."- Uff pensé, que mal está este tipo. Un martes
de boliche en boliche. "¿Edad?"-
"22"- "Ah mira, parecías más."- Quiere
parecer más. Cuando se levanta a la barra, camina como un creído de pasarela.
Segunda cerveza de litro. El lugar: cero gente. Se sienta otra vez y se toca
todo el tiempo el bulto del pantalón. "¿Por
qué te tocas la pija?"- "Me calienta la situación, estoy
caliente."- "Naaaa..."- Le tiro la mano al bulto y la tenía
más baja que goma de auxilio. Él no se sorprende. Creído, fanfarrón... Me pregunta si soy gay. Le sonrío un tanto enigmático. Necesita creer que no lo
soy y que, obviamente, estoy de todos modos muerto por él. Después de todo,
como me dijo un amigo, la mayoría de los putos tienen el complejo que
los varones hetéros en el fondo son homos: “Basta
verlos después de una borrachera, esa peculiar emoción que les agarra” me
dice- “Un heterosexual borracho termina
siendo homosexual, en cambio un homosexual borracho nunca será hetéro.”- Seguro
que si le pregunto con quien vivía en su país, me dice que con la madre. Esa otra
paradoja del puto se verifica a diario: terminan siendo el hombre de su mamá,
su bastión más poderoso. Por suerte pude zafar de esa desde temprano. No así mi ex-pareja quien padeció en mi persona a su santísima madre.
Espera que yo le coma la
boca, que mueva el tablero. Inocente el tipo. "¿Y cómo te va en el sexo acá en Buenos Aires?"- "Pago. Pago un
taxi.”- “¿Pagás?”- “Sí. Me morbosea eso."- "Ah mira! Pagas... Yo soy
un tanto morboso, pero nunca me morboseó pagar por sexo."- Se levanta al baño. Me hago toda la película:
son estos típicos sujetos (como una prima mía de esas que llamo “nuevas ricas”)
que suelen tratar denigradamente a los meceros, que señalan con el dedo, que
creen que tener un poco más de dinero los autoriza a una tonalidad áspera y
humillante con quienes tienen menos. Autoritarios cuando encargan la comanda,
oprobiosos cuando llaman a la mecera, imperativos cuando entran a un local.
Pura cáscara, toda imagen. Grandes complejos de inferioridad. Y obviamente
adicto a los boliches: histeria directamente proporcional a la frecuencia del
boliche: la gente que va a bolichar va a histeriquear, ¿a qué otra cosa se
puede ir a un bolcihe? Si es por bailar, bailo en mi casa. Si es por escuchar
música, recital. Si es para coger, olvídate, un boliche es el antigarche. Si es
para conocer a alguien, bue... Creo que tendría más suerte en la verdulería de
la esquina de casa. A un boliche uno va a sentirse deseado. A pelotudear bah. Debe
ser por eso que cuando uno se pone en pareja ya no quiere ir, excepto por acompañar
a sus amigos: cuando estás en pareja ya te sentís deseado. No necesitas
pelotudear y perder tiempo y guita en un bolcihe. Lo mismo con la ropa. Cuanto
más ropa te comprás es porque estás más vacío. Hasta que después te das cuenta
que no hay ropa, ni celular ni compu que te restituya a un lugar menos ingrato.
Eso pasa por otro lado.
Me pregunto que hago yo acá,
en un boliche gay. Yo no soy gay, soy puto. Extraño a mi ex. Extraño su ternura, su inteligencia, su poco afán por la banalidad, su profunda sensibilidad, sus zapatillas rotas y su peinado desprolijo. Hay poca luz en el salón y un par de sillones ocupados. La
típica: dos amigos, o amigas mejor dicho, van juntas y cada uno se conecta con
su celular. Necesitan chatear para hacer lo que fueron a hacer al boliche:
levantarse a alguien. Obviamente ni en el chat ni acá: el deseo intacto. Ya
nadie piensa en el otro. Se usan: van juntos para poder wassapear en compañía.
El tipo vuelve. Pienso:
antes de irme, le tiro un jaque… "Tomaste
mucha cerveza, debes tener mucho meo. Está rico el meo. ¿Te va que te meen? A mí
me encanta el meo..."- Pienso: ¿este se dará cuenta que hay gente que
tiene otros gustos, y no por él justamente? Me mira con sorpresa. "¿Meo? Noo, no."- Hacemos
silencio, lo miro con compasión. Pobre tipo. Viene seguramente de gastarse un
dineral en bebida, sigue bebiendo, se va a otro bar, hoy es martes. Pensé:
pobre yo. Si me muero en cinco minutos no quiero que la muerte me descubra al
lado de este tipo; prefiero que me encuentre caminando sólo bajo la dócil y delicada lluvia. Me
levanto y tomo pista. "Ah, te
vas?"- "Sí, sí... Y que sigas tan feliz como se te ve."-
MAP
Sigilosas reflexiones, II
Pueblo que festeja.
El olmo.
Cada placer en su justo lugar.
Ausencia.
Pueblo que festeja.
El olmo.
Cada placer en su justo lugar.
Ausencia.
X / 2015
ARTE:
Wilmer Núñez Murillo
[ Tegucigalpa, Honduras ]