Niño, Demanda de la Madre y Función Paterna
Los chicos hablan mucho más de lo que habitualmente uno escucha o
comprende; todo el tiempo están diciendo cosas, tanto con palabras como con
acciones; también con sus juegos, con historias que inventan, con los temas que
de pronto los atraen. Si uno realmente está atento y tiene cierto entrenamiento
de escucha puede darse cuenta de lo sensibles que son a lo que reciben de su
entorno –aunque uno piense que no entienden–, y de cómo lo que les sucede está
íntimamente vinculado con la interacción con su círculo más cercano, en general
su mamá y su papá y la trama vincular que se teje entre los tres.
Pensemos que un bebé cuando nace es un ser inmaduro, muy dependiente, que
necesita de sus padres para sobrevivir y, a diferencia de los cachorros
animales, va a necesitarlos por mucho tiempo. Por este motivo un niño necesita
agradar a sus cuidadores, asegurarse su amor, ser algo para ellos. Durante
mucho tiempo los niños van construyendo su identidad tomando como soporte a las
personas más cercanas y las cosas que a éstas les agradan. El deseo surge
estructuralmente como identificación al deseo del otro, en parte porque, si se
es lo que el otro desea, entonces uno se asegura en cierta forma el amor del
otro (por ejemplo, mamá o papá valoran la creatividad, el orden, la
inteligencia, los logros, la rebeldía...).
Tener que agradar al otro para que éste me quiera, me cuide, me asista,
es un mecanismo constitutivo del psiquismo humano, que se supone uno tendría que
poder soltar a medida que crece. El trabajo será entonces separarse del deseo
del otro o en todo caso hacerlo propio, pero separarse del otro. Son dos fases
constitutivas, lógicas y necesarias: alienación primero, luego separación.
Hay una situación muy frecuente para muchas madres y es la sensación, o a
veces la evidencia, de que algunas cosas los chicos sólo “se las hacen” a
ellas, o de que, aunque no sea una dinámica exclusiva del vínculo con la madre,
se potencia sobre todo en el vínculo con ella, o se presenta una gran
dificultad para manejar una situación determinada, produciéndose una especie de
pegoteo, una dinámica viciada de la cual no se sabe cómo salir, cómo cortar.
Hay ejemplos bien comunes, como que la madre sienta que no puede hacer nada cuando
está con los chicos porque ellos la demandan todo el tiempo: es algo que
realmente puede ocurrir, pero en ciertos casos pareciera que no puede frenarse
y la madre queda devorada, atrapada por los niños. La madre puede sentir que le
hacen caprichos especialmente a ella, que cuando están con ella de pronto dejen
de hacer cosas que en el jardín hacen sin asistencia o que harían si ella no
estuviese, como ir al baño solos y limpiarse.
Como siempre, habrá que ver cada situación en particular y el momento puntual
del que se trata: podría pasar sencillamente que en algún momento un nene
quiera un poco de mimos, busque la asistencia de su mamá en tanto presencia
amorosa que lo cuida, lo acompaña, no porque él no pueda sino porque quiere
hacer algo con su mamá. Cuando un chico pide algo (también vale para los
grandes), por ejemplo agua a la noche, la demanda, más que referirse a una
necesidad como sería la sed, es una demanda de amor, de saber si el otro está
ahí para uno. La pregunta que me interesa plantear es si una madre tendría que
estar respondiendo siempre a esa demanda y qué consecuencias tendría esto. Si
seguimos la lógica de la que hablamos antes, para que haya separación hay que
dejar de responder a todas las demandas: un chico tiene que saber que sus padres
van a estar, sobre todo en ciertos momentos tiene que saber que puede contar
con ellos, pero no siempre, no toda madre todo el tiempo.
¿Qué pide mamá?
Lo que un niño demanda o manifiesta muchas veces es la demanda invertida
de la madre: a un nivel muy inconsciente, la madre le demanda algo a ese niño:
que ocupe cierto lugar, cierta función en su sistema, en sus fantasmas; por
ejemplo, ser el que le da problemas, ser el que la necesita o el que no puede
sin ella, ser su frustración, ser lo que no la deja ocuparse de sus cosas, ser
su orgullo, el que hace lo que ella no puede hacer. De todas las evidencias
clínicas que dan cuenta de esta especie de reversibilidad entre el afuera y el
adentro, me sirvo de la de una madre que pasó casi toda una entrevista contando
cómo uno de sus hijos le daba problemas y ella tenía que estarle encima todo el
tiempo para que hiciera las cosas porque si no él no las hacía, hasta que en un
momento el inconsciente hizo su fugaz pero contundente aparición a través de un
equívoco, un fallido, y dijo: “Necesito que me necesite”. Ya no había más que
decir, al menos en cuanto a seguir ahondando en la lista de cosas que ese chico
hacía para mantener a su mamá ahí. Mientras la mamá necesite que él la necesite
–sea para no ocuparse de ella misma, sea para darle sentido a su vida, para no
tener que encontrarse con su pareja, etcétera– va a ser difícil mover algo en
el chico. Detectar esto, este ida y vuelta, esta reversibilidad en la dinámica
vincular me parece fundamental para entender que, cuando en un niño hay algo
problemático, sintomático, por lo cual en algunos casos se consulta con un
psicólogo, será necesario tocar en otros puntos del sistema familiar, no sólo
trabajar con el niño, para que, en el mejor de los casos, se disuelva, se
transforme la dinámica en juego, y el chico ya no tenga que cargar con eso.
Jacques Lacan (“Dos notas sobre el niño”, en Intervenciones y textos 2,
Ed. Manantial) decía que un niño es el síntoma de la pareja parental o el
objeto de los fantasmas maternos. Tomando la primera de las posibilidades, un
hijo representa, saca a la luz algo del vínculo entre la madre y el padre; algo
de la particularidad de ese vínculo, de los lugares que cada uno ocupa, de
aquello que “no anda” entre ellos (también de la relación de sus padres con sus
propios padres, síntomas o patrones familiares que pasan de una a otra
generación, etcétera). En el segundo caso, lo que expresa o encarna el niño es
la fantasmática de la madre, sus propios fantasmas, pero a mi entender esto nos
remitirá al padre y su posición en tanto es éste el que allí operaría un
límite. Los niños son los que comúnmente con sus manifestaciones sacan a la luz
algo que necesita esclarecerse, que está en cortocircuito, que no fluye
armónicamente y genera malestar. Cuando un niño sintomatiza algo –cuando algo
se vuelve un problema para él, o para sus padres–, hay una oportunidad de
detectar un desequilibrio y transformar, evolucionar. Aquello que a veces no
queremos o no podemos ver, el chico lo hace visible y hay entonces una
oportunidad de trabajar con esto. A veces, sólo cuando esto pasa pueden abrirse
camino ciertas preguntas que uno antes no se hacía. En verdad cualquier
problema tiene un trasfondo de oportunidad; si se enfrenta el problema, algo
nuevo se abre.
¿Está papá?
Más allá de la modernización de los roles femeninos y masculinos y de que
lo materno y lo paterno son funciones simbólicas, además de personas reales de
carne y hueso, el lugar que un hijo ocupa para la madre y para el padre suele
ser distinto. Esta diferencia tiene que ver con diferentes cosas. Podríamos
mencionar el hecho real de haber vivido la madre la experiencia de dar a luz un
cuerpo de su propio cuerpo que luego se separó, lo cual tiene su efecto desde
lo real y también a nivel imaginario, pero no alcanza: el lugar del hijo está
muy vinculado también con el registro simbólico. A su vez, la constitución de
lo femenino y lo masculino implica un entramado real, simbólico e imaginario
que determinará que un niño en general no ocupe el mismo lugar para la madre
que para el padre y que a su vez él mismo tenga diferentes experiencias en
estos vínculos.
Hay una experiencia casi arquetípica y es que frente a lo materno hay
cierto anhelo y a la vez temor de ser reintegrado, de fusionarse. Hay allí en
juego un fantasma muy común, el de quedar atrapado en las fauces maternas, y es
allí donde la entrada del padre –de la función paterna– se manda a llamar.
Lacan metaforiza el deseo de una madre sobre su hijo con el ejemplo de la mamá
cocodrilo, que se mete a sus hijos dentro de la boca para poder transportarlos
pero el riesgo es que algo pase y llegue a tragárselos, y dice que la función
paterna es la de ser el palo que trabe la boca para que no pueda cerrarse (El
seminario, Libro 17: El reverso del psicoanálisis). Esto no quiere decir que
las madres sean una suerte de monstruos que quieren devorarse a sus hijos y los
padres los redentores. Lo aclaro porque es común que pueda hacerse esta
interpretación a simple lectura, sobre todo porque la “culpa materna” puede
contribuir a esto, a creerse una mala madre. El feminismo ha leído estas
teorizaciones (tal vez más aún las freudianas del Edipo) como patriarcales,
como desacreditadoras de la madre, como una intención del patriarcado de
arrebatar al hijo de la madre y cubrir ese vínculo de culpa: creo que, aunque
podamos discutir si el texto de Lacan responde a un discurso patriarcal, toca
muy sensiblemente un punto nodal, estructural del ser humano y de ese vínculo
tan particular que es el de una madre y su hijo. Es muy fuerte el lugar de la
madre, porque es de algún modo el lugar del paraíso perdido, de un primer
momento mítico de plenitud que luego ya nunca volverá a repetirse. Podríamos
especificar que ni siquiera es la madre ese “objeto” mítico, pero ella está
llamada a ese lugar del primer gran Otro de los cuidados, del amor, también de
la agresión.
Por otro lado, y si bien distinguimos lo materno de lo femenino, en la
madre esto se articula, y lo femenino tiene relación con lo ilimitado, lo
infinito, lo sin borde (esto puede localizarse en el goce femenino pero también
en otras cuestiones). Es por esto que un hijo puede aparecer como el
depositario de ese exceso, y es aquí donde es necesario intervenir. Hay mucho
para decir sobre esto, pero me interesa resaltar la intensidad, incluso
arquetípica, del vínculo con la madre, y la necesidad de que, para que un niño
pueda constituirse con su propia subjetividad, algo haga de límite, de corte en
ese vínculo. La función paterna es la de ser un límite al exceso: límite a la
madre y también al hijo; una intervención para que el niño pueda constituirse
como sujeto, separado; para que pueda soltarse de la madre –no solo físicamente
sino en el plano que no se ve: que deje de ocupar cierto lugar– y salir de la
endogamia al mundo externo. Y aquí es donde suele aparecer la dificultad. En
ocasiones esto se debe a la dificultad del hombre para enfrentarse a la mujer,
para frenarla, por su propio fantasma en relación con lo ilimitado femenino
(que puede verse en ciertas formas populares: “la bruja”, “la loca”, “la
insaciable”, “la histérica”) y también por su propia dificultad de corte con la
propia madre (haber formado una nueva familia con una mujer no implica
necesariamente un corte bien resuelto con la madre; lo mismo para las mujeres).
A veces tiene que ver con cierta comodidad, en el sentido de que puede ser más
sencillo que la mujer se encargue de los hijos mientras él se ocupa de otras
cosas, y en oportunidades la intervención del padre puede ser bajo la forma del
enojo, la explosión, entrar a poner un “límite” cuando la dinámica del niño y
la madre ya está muy viciada, gritando, pegando, castigando, dando generalmente
por resultado, en lugar de un límite, un exceso, más exceso. Esto (además de
dar cuenta de la dificultad del hombre para operar allí, de su propia
impotencia al respecto, por eso la agresión), en lugar de separar, suele
reenviar al niño a la madre; el padre no funciona como puente al exterior sino
que, al ser tan atemorizante, empuja al chico a los brazos maternos.
Quiero aclarar que la función paterna, por ser una función, puede estar
presente aunque el padre no lo esté, cumpliéndola otra persona, incluso la
madre, si algo le permite esta regulación. De todos modos la presencia o no del
padre real tendrá sus consecuencias, y en este caso me ha interesado referirme
a los padres que sí están y a la importancia de su intervención en este pasaje.
De algún modo los vínculos que sostenemos son espejos en los cuales
podemos ver y trabajar cuestiones que tienen que ver con nosotros mismos. Esto
pasa también con los hijos; muchas de las cosas que ellos manifiestan, que de
ellos nos enojan, nos preocupan o nos gustan nos dan información acerca de
nosotros, acerca de lo que ellos ven de nosotros, de cómo somos con ellos y
también de algunas cosas más profundas. La diferencia en el trabajo con un
adulto (con los adolescentes se está en un punto intermedio, como es
característico de la adolescencia) es que aunque los adultos también se
presentan con problemáticas y fantasmáticas vinculadas con otros significativos
que no han podido soltar, transformar, cuando uno es adulto ya es hora de
hacerse responsable de su goce, y, si uno está enroscado en ciertos circuitos
(siempre los mismos, pueden variar en apariencia pero el contenido suele ser el
mismo), no tiene sentido responsabilizar a los padres o a otros por lo que en
algún momento hicieron. Se trata de elaborar ciertas marcas y hacer algo
distinto con eso, y esa decisión depende ahora de uno mismo. Pero, cuando se
trata de un niño, es muy difícil que cambien algunas cosas en él si los otros
elementos del sistema no se transforman. Es verdad que a veces algunas cosas no
pueden cambiarse y en todo caso el trabajo con el chico puede ayudarlo a
elaborar del mejor modo posible una situación que le toca vivir, pero si las
partes en juego toman lo que sucede como una oportunidad de ver qué está
pasando y transformar algo, el trabajo puede ser muy enriquecedor y los niños
podrán seguir jugando.
Fernanda Trezza
"¡Lo que me hace este nene!"
Publicado en Página/12
Buenos Aires
Jue 27-AGO-2015
ARTE:
Juan Carlos Mestre
[ Villafranca del Bierso, 1957 ]
Litografías, Aguafuerte y Acuarela