El analista: objeto y no sujeto.



La fortuna llega en algunos barcos que no son guiados.
El resto es silencio.
Hamlet, Acto V, Escena II

William Shakespeare
[ 1564, 1616 ]

El carácter de cada hombre es el árbitro de su fortuna.
Publio Siro
[ 85 aC ]

Creo que el analista -el analista, no el sujeto- que no ha tenido fortuna es aquel que -frente al hecho de que su analizante haya abandonado la escena del análisis- no ha podido retomarla para conducir el mismo hacia un final más fértil. Los Romanos han traducido a la diosa Tyché por "Fortuna". Jacques Lacan (partiendo de Aristóteles) retoma esto en su Seminario 11, y nos adelanta que la Tyché es el encuentro con lo real. El real de cada analista siempre se juega en el dispositivo, por eso -justamente- un analista controla con otro analista. Ese real, que ya F. Nietzsche había enunciado en Así hablaba Zarathustra como el Antiguo Retorno; es lo que obstaculiza la escucha del analista y, a la vez pone en jaque la Contra-transferencia postfreudiana que Lacan trocó con el deseo-del-analista. El goce de cada analista es lo que acá se tratará de analizar.

Muchos analistas se quejan de las cosas que escuchan de los psicólogos. Pero a veces las cosas que los analistas escuchamos de otros analistas no solo nos espantan, sino que nos da vergüenza ajena. No podemos justificar ciertas palabras de algunos analistas (no quiero llamarlas interpretaciones, ni señalizaciones, ni puntuaciones, ni actos) hacia sus analizantes, ciertas terribles y nefastas palabras, dando como argumento su formación, su procedencia o sus Amos a quienes responden. Cada analista es responsable de sus palabras y de la dirección de la cura que lleva a cabo en su dispositivo. Y la formación y control del analista por algo se hace en transferencia: es decir, que por algo un analista controla con uno y no con otro. Me ha pasado que he iniciado controles con analistas que después me parecieron demasiado cínicos, esquemáticos o hipócritas y entonces inmediatamente cayó la transferencia hacia ellos. Si un sujeto puede hacer transferencia con otro, es porque hay ciertos significantes que los sostiene y con los cuales se ha identificado. Por ejemplo, la agresividad interpretativa que, como diría un colega refiriéndose a veces a ciertas puntuaciones mías para con él, pueden pecar de analista Talibán. Solo que este colega vuelve después de cada sesión y advierte que puedo tener ciertos privilegios interpretativos para con alguien como él que no solo es analista sino también -y sobre todo- un adulto. Es cierto, como nos relató Freud, que el analista debe tener el bisturí a mano y que no hay cirugía sin que corra un poco de sangre; pero cuando se trata de la clínica con niños, esta cuestión es más delicada y raya con la insensatez. 

Voy a referirme a un caso que me he enterado en estos días, que ha ocasionado que la niña haya sido retirada del análisis por su madre (que también es analista), como consecuencia de las palabras vertidas por este tipo de colegas que en nombre del poder de la transferencia, se permiten vomitar sentidos sin calcular las consecuencias. Si bien es cierto que el analista tiene una función, a veces se confunde la función de corte del Padre (separar el goce de su hijo con la Madre) con cuestiones vinculadas a la función específica del analista. El analista no puede decir cualquier cosa (como si podría por ejemplo un Padre imaginario), porque si no estaríamos también justificando cualquier acción de un psicólogo, de un médico o de un arquitecto. Todo no se puede. Y más allá de que el analista deberá colocarse semblanteando el objeto causa de su analizante, justamente por eso debe estar en su Des-Ser permanente atravesando sus fantasmas, sobre todo si trabaja con niños y tiene todavía un rollito a trabajar con su Madre y con su Padre.

En este caso, se trata de un analista que ha publicado muchos libros sobre clínica de niños, pero que, como decíamos con una amiga colega, podemos dudar si realmente ha observado y escuchado suficientes niños. De todos modos, creo que no se trata de escuchar mucho o poco; sino de una ética del sufrimiento del analizante y de la convocatoria que el poder de la palabra del analista engarza en el sujeto que trae su dolor.

(Por otro lado, como se sabe, escribir muchos textos no es ni ahí garantía de una buena escucha. Muchas personas –como se sabe- pagan para editar en editoriales que no tienen ningún problema en sostener un contrato con la comunidad que acceden a esto; pero escribir sobre un tema no significa obviamente poseer el savoiur fair para tratarlo.)


El caso es que este analista recibe a una niña de diez años aproximadamente, cuyo padre biológico –con características psicotáticas- no vive en el país. Su madre forma pareja con quien se analiza conmigo hace aproximadamente siete años [y que ya ha tenido también otros análisis (es decir que conoce el paño del dispositivo) más allá que aparte lee de psicoanálisis] y que por él me entero de este desenlace. 

Voy por la autopista: en algunas entrevistas que tuvo la madre con este analista, ha percibido que él “pone en contra (de ella) a su hija”; en otras –a través de la niña- también percibió este hecho. Después de la última sesión, la niña llega a la casa y rompe en llanto en un rincón. Frente a la pregunta de su madre, la niña dice que su analista le ha dicho que su madre tuvo dos desilusiones en la vida: el padre (de la niña, que ya no vive acá) y ella misma (la niña). La madre decide entonces mensajear al analista para retirar a la niña del análisis. El analista le contesta con un texto que reza: “Okey, saludos.” Y tras cartón envía un mensaje a la niña (a su analizante) preguntando si era cierto que la madre la retiraba y ella no quería ir más.

Bien, hasta aquí el infortunio del desenlace. ¿Qué decir como analista? Sí. Hemos escuchado cosas peores, aunque habría que significar y contextualizar aquí lo que es "peor". Pero no es necesario esperar un Hiroshima para compararlo con un Pearl Harbor. El caso no sólo incluye el acting del analizante –es decir: de la niña- (y sería bueno recordar que el acting del sujeto es una infortunada intervención del analista) sino una escena posterior (¿es un exceso calificarla de cuasi perversoide?), de triangulación innecesaria, que quizás con la excusa de darle al niño estatuto de sujeto, el analista utiliza para seguir gozando, invalidando (aboliendo) -una vez más- la palabra de la Madre.

Esta historia me fue relatada por mi analizante (la pareja de la madre de la niña) agregando, también, que la madre no tiene las características que uno puede suponer de una madre-fálica-devoradora para con sus hijas; que suele ponerle límites bastante, etc. Pero aun suponiendo que no sea así; aún suponiendo que se trata de una madre cocodrilezca (ya que aunque la madre es analista no la exime de ser así); eso no habilita una señalización de este tipo del analista a la niña. Porque, como dijimos, primero) es darle sentido a una historia que hace falta esclarecer coagulando así el síntoma que, por otro lado, es por lo que la niña demanda un análisis; segundo) porque –como dijimos- un corte no implica el desmoronamiento del Otro, máxime cuando este Otro-imaginario (la Madre) es la gran referente que el analizante tiene, ya que su Padre –de características psicopáticas- ha estado y está totalmente salido de escena. Tercero) porque dar ese tipo de sentido no sólo no sirve como separador, sino que ocasiona la salida del análisis. Cuarto) porque el analista no debe producir angustia (esto sería un acto de perversión) sino posibilitar que el dispositivo (es decir: el análisis) con el vacío que genera el semblante del analista, haga lo suyo. Si a esto le agregamos el llamado a posteriori del analista a la niña (cuando ya la madre le había comunicado la salida del análisis), creo que tenemos un combo bastante desdichado.

El analista debería tratar de barrarse él y no de empecinarse en barrar a un otro-imaginario que de por sí va cayendo solito en el discurrir del análisis. Que el analista se barre quiere decir, ante todo, que se castre, es decir: que ocupe el lugar de (a) en el agente del discurso. El analista -cuando funciona como tal, no cuando ofrece café o habla de fútbol o de arte- debe ser objeto, no sujeto. No debe interpretar con su fantasma. Tiene que tener en cuenta que un niño no es un adulto para recibir palabras sin tamiz ni filtros. Es importante –como aprendimos desde el Modelo Óptico de Lacan- que el Otro-analista vaya inclinando el espejo: es así como el analizante podrá percibir qué hay detrás de su discurso. 

Resulta a veces sorprendente cómo, vía el poder de la transferencia –es decir: del amor- nuestros analizantes creen que los analistas estamos exentos de neurosis; que somos seres equilibrados, que nuestra pulsión no nos golpea… Parece que no pueden percibir cómo hay analistas con un sobrepeso increíble (léase obesidad) o analistas mujeres que se pintarrajean el rostro (léase histeria) o analistas varones que no pueden dejar de atender en zapatos y corbata (léase obsesión). Parece que no pueden imaginar a su analista en un boliche, en un gimnasio, emborrachado o en un brote con el vecino; y ni hablar de los analistas que pueden tener problemitas severos con sus vínculos, con su manera de coger, con su modo de relacionarse con sus amigos, etc. ¡Y no me cabe ninguna duda de que debe haber analistas que hasta caen enfermos! Ahí se percibe claramente como el analizante no puede barrar al Otro.

En mis diferentes controles que he realizado, he aprendido (caro término para nosotros) algunas cosas diferentes. Con Roberto Harari aprendí básicamente que el control es un análisis en sí mismo; y que el analista trae el caso pero entonces SE controla a sí mismo; porque ese caso le ha hecho síntoma, porque no hay escucha sin fantasma.  Con Beno Paz he aprendido -por ejemplo- que el cinismo de otros analistas es frecuente (no voy a nombrar a los otros en quienes sí encontré cinismo) y que el analista no debe dejar de tener el don de gente. Y que, como diría Leo Masliah, poner cara de culo no quiere decir ser neutral. Con Guillermo Masi, he aprendido que si no escuchamos que todo lo que el analizante dice tiene que ver con él, con su narcisismo; y que dicho narcisismo es lo que hay que señalizar para que el analizante advierta cómo se ubica en la escena; no escuchamos nada.  Con Baños Orellana aprendí, por ejemplo, que a veces un diagnóstico a tiempo (aunque sabemos que el diagnóstico obstaculice la escucha) puede modificar la dirección de la cura. Me parece que, entonces, deberíamos hacer de vez en cuando un stop y preguntarnos qué estamos escuchando, desde dónde y cómo estamos operando.  Y, sobre todo, si es más importante que como analistas respondamos al Otro de nuestro Ideal (Escuela de Psicoanálisis mediante), o escuchemos al pa(de)ciente para posibilitar que sufra un poco menos.

Ningún analista puede tener la verdad porque, como hemos aprendido desde Freud, la verdad es no-toda dicha y le corresponde al analizante. Habría que ser humilde, dejar de lado ciertos fundamentalismos Amos,  entender que la resistencia –en última instancia- es del analista, y –last but no least- tener en cuenta que ni el sujeto del análisis ni el analista están por fuera de la esencia de lo (in)mundo; sin hacer –por eso- un Humanismo del Psicoanálisis.

Marcelo Augusto Pérez
De ciertos infortunios del Analista
Septiembre / 2015
Arte:
Javier Termenón
el señor Garrapata
Blanco

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