Amor sin cobardía...








¿Qué más puede decir alguien del amor? Cada uno de ellos se apoya en sus parras de invierno, en sus recurrentes besos, tantas veces bendecidos y otras tantas acunados en infiernillos de palacios o arrabales al borde de los acantilados de la razón. Aferrado a los símbolos que unieron y ahora escapan entre la inocencia de un mañana de promesas casi vanas. Nada más bello, más profundo. Nada más difícil con sus intrincadas denuncias del alma, sus ruegos como plegarias labriegas al amanecer de tu mojadez, cuando por instantes los dos somos uno en el abrazo inequívoco de las gotas de tus nacientes; jazmín del país, damas de noche, magnolias y rododendros del Himalaya.
¿Cuántas lágrimas más podemos agregarle al drama? ¿Cuánta alegría inundada de frambuesas, mangos o frutillas silvestres puede representar un día de nuestra gloria, radiante, vivaz, completa? ¿Cuántas veces más puedo sostener tu mano como la primera vez con ese calor tibio, humano, trascendente? ¿Hasta dónde pueden llegar tus ojos cuando me miras, haciéndome el amor sin tocarme, rodando, distantes, cerca, como novillos alegres en los remansos del arado y la alfalfa, a dos mil metros de altura, en aquellos campos regados por arroyadas andinas y sol brillante?
¿Quién me va a leer caminando, en voz alta, los poemas de Graves, los hexámetros de Goethe, la última página del Ulises, La canción de amor de Prufrock, de Eliot? ¿Quién va a pasar mi café mañana por la manga cansada y marrón de sueños? Allí donde destilo con el bandoneón de Nonino, los acordes que llaman a un andar argentino, atado con laureles y espinas en los hombros patrios, antes del tango, antes de estas márgenes del Plata que son tan ajenas a mi Patagonia, a mis aguas andinas que regaron mi niñez diáfana de flores y brisas. Recorrerán durante interminables noches mis manos tus nalgas, tus intersticios de vértice, donde se aúnan entre gemidos y jadeos las voces de los hombres que te amaron y te hicieron feliz, coronando de flores mi vida, mis carretillas de rescoldos, donde ceniza y brasa se mezclan en la tibieza de siestas cordilleranas.
Recuerdo en este instante el más hermoso cajón de alcauciles que tallé en frescura con mi cuchillo de oficio; en mi París de cocinas: cómo sus hojas se quebraban crocantes, entre los amarillos y los rosas, cómo rodaban sus espinillas como espadas, en la luz tenue del sótano de los Campos Elíseos, mientras vos eras aún una voz en espera, un sueño aplacado en las escaleras de un acorde del Carmina Burana de Orff.
Cómo auné esa mañana una salsa holandesa para ellos, con mi mejor vinagre de tintos. Quiénes serían, dichosos, quiénes los comieron mientras la vida me preparaba para vos. Ya no está la ausencia de la espera, ya no caminaré por pisos de mármol ancianos, ya llegué a tus pechos, a la posibilidad de tu secreto.
Un día que te fuiste y enhebré mi aguja cientos de veces con un hilo rojo de China, cosiendo cada retazo que olvidaste entre los pliegues de mi cama, herida de amor, de surcos, de promesas sin palabras.
O los acantilados del Pacífico, donde en una tarde sin fecha entre canastos y algas te busqué con la distancia de las ballenas, trepándome a los árboles como un niño, recordando tu savia, tu amor, tu esperanza.
¿Qué más puedo escribir sobre el amor? Puedo escribir hoy la historia del amor porque no creo que haya existido antes que nosotros. Ese es el deber del amor, escribirlo cada día, está regido por el aliento de nuestras noches. Es la ilusión de la vida, el alimento del pobre y la duda del rey, que duerme entre la vacilación de sus creencias, la cobardía de su sillón monarca y la traición de sus súbditos.
Y sí, digo sí, quiero, sí.
Francis Mallmann
Sobre el amor.
Para LA NACION, Buenos Aires.
06 / SEP / 2015
Foto:
MAP
San Carlos de Bariloche
Argentina

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