El Falo: Cono del silencio del SuperAgente.
Un documental de televisión presentaba testimonios de mujeres y
de hombres de diversos lugares del mundo acerca de lo que cada uno de ellos
entendía por el amor. Entre tantos relatos, recuerdo el de una mujer rusa. Su
testimonio presentó una diferencia notable con los demás, porque en lugar de
hablar de las delicias del amor y las sabidurías de la tolerancia, ella contó
con singular vehemencia cómo se enojaba a veces con su compañero: “Me enfado
con él y empiezo a decirle que es completamente fastidioso que estemos casados.
Somos muy diferentes y resulta imposible entendernos. Le digo que no entiendo
cómo pudimos decidir estar juntos siendo tan distintos. Tenemos caracteres diferentes,
intereses diferentes, educaciones diferentes, venimos de familias muy
diferentes, nuestros estratos sociales, incluso, son diferentes. Y de pronto,
hago un breve silencio, me quedo pensando por un instante, lo miro y digo:
¡hasta somos de sexos diferentes! En ese momento los dos nos echamos a reír”.
Sexos diferentes. ¿Qué significa eso? ¿Qué estatuto tiene esa
diferencia? El primer juicio que emitimos ante otro sujeto, dice Freud, es el
de si se trata de una mujer o de un varón. Lacan sostiene que el destino de los
seres hablantes es repartirse entre hombres y mujeres, aunque advierte que no
sabemos lo que son el varón y la mujer. La diferencia que los separa, esa
espada que duerme entre ambos, trae consecuencias decisivas para el destino de
cada uno de ellos y para el fruto de su equívoca unión. Sus efectos ocupan
esencialmente a la experiencia analítica como factor perturbador en todo
vínculo, incluso donde la elección de objeto es homosexual o para quien
pretende no amar a nadie más que a sí mismo, como en el delirio megalómano.
Hasta en el ideal andrógino y la reivindicación de múltiples sexualidades
alternativas, que mal disimulan la promoción del sexo único, está presente,
porque se trata de la pretensión narcisista de ser el falo. Ella se opone a una
ley de la castración que determina la repartición de modos de goce –no de
roles, ni géneros– y que impugna la ilusión de autodeterminación, tan cara al
capitalismo y la sociedad liberal.
El estatuto de la diferencia sexual no es de la misma naturaleza
que todas las demás diferencias que la mujer del relato enumeró. No está
fundada en la naturaleza. El progresismo exige hoy erradicar la palabra “sexo”
y aludir a una construcción social que se califica como “género”, denominación
que corta las amarras biológicas de la diferencia sexual para reconocerle su
linaje de contingencia histórica. Concebida en estos términos, la diferencia de
géneros sería similar a las otras que nuestra mujer moscovita enumeraba en su
prolongada queja, algo determinado por la educación y la política que sostienen
ideales, dividen roles y producen subjetividades. ¿Qué sería esta diferencia si
no es algo natural y tampoco fuera una construcción aprendida y que podríamos
modificar siguiendo una determinada política de educación?
Freud comprobó que, más allá de todas las concepciones
científicas y filosóficas que prevalecían en su época, el pueblo tenía razón al
sostener que los sueños tenían un sentido que podía ser interpretado. En la
cuestión sexual las cosas no son muy distintas. Si en cierto sentido la
concepción psicoanalítica de lo sexual se aleja de la idea popular acerca de la
sexualidad, el saber popular guarda también la intuición de que hay algo que no
anda entre los varones y las mujeres. Por más que se reciclen los contratos que
aspiran a mantenerlos en buen orden, juntos o separados, el “sexo” trae
problemas.
La concepción de la naranja tan redondita debería ser tenida
como mucho más política y filosófica que popular. La política, toda política,
incluso la que querría decretar el amor libre, aspira al contrato y a una
convivencia entre los sexos bajo términos variables según las ideologías, pero
que siempre se fundan en el desconocimiento de una realidad sexual contraria a
los designios del orden social. La política aspira a un orden determinado que
se presenta como totalidad, incluso allí donde se pretende anárquica. No hace
falta ser psicoanalista para entender de qué se queja nuestra protagonista
cuando habla del malentendido crónico en el que ella y su hombre están embrollados.
La disparatada unión de esos sexos diferentes aparece en una dimensión cómica
que alude a una imposibilidad. De todas las diferencias que ella había
mencionado, es la última la que se revela sorpresivamente como la causa que
subyacía al malestar depositado sobre las demás. Acaso esos otros motivos de
conflicto serían conciliables si no fuera por ese último, que es irreductible.
La diferencia de sexos no es referida como la de la hembra y del macho de una
misma especie, aunque esa circunstancia sea en parte cierta. Tampoco como si se
tratara de dos clases sociales, o dos condiciones civiles en conflicto, aunque
eso también sea, en parte, cierto. Lo dice como refiriéndose a especies
distintas o a habitantes de planetas mutuamente extraños.
La metáfora no es excesiva ni caprichosa. El falo, tal como el
psicoanálisis de la orientación lacaniana lo entiende, nos recuerda al “cono
del silencio” que aparecía en algunos episodios de la serie televisiva El
Superagente 86. Era un dispositivo destinado a preservar la seguridad de las
conversaciones entre el espía y su jefe. Pero el aparato funcionaba
infaliblemente mal y sólo servía para incomunicar a los protagonistas. Lo
interesante es que el héroe no podía abstenerse de usarlo. El sexo es como un
teléfono roto del que no podemos abstenernos, ni siquiera allí donde nos
pensamos como abstinentes. Y el problema no es que está roto, sino que funciona
así. Lo mismo podríamos decir del síntoma, y por eso la sexualidad humana tiene
un carácter esencialmente sintomático.
La idea de un aparato al que compulsivamente se recurre para
establecer una relación que se ve obstaculizada por el recurso al aparato mismo
nos remite a la función del falo en el sistema del significante y su incidencia
en la relación entre hombres y mujeres.
El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene,
aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula a
él. Una mujer se vincula al falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la
forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos
conflictiva; sólo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de
él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque, si
bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema
de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce
absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir,
como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo
tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso.
Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus
destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un
tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha
sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar
de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre
se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es
también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La
cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está
roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo
que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que
creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la
sentencia Tunc bene navigavi cum naufragium feci, “pese a todo, navegaba bien
cuando naufragué”. El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que
está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y
más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno
se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.
Marcelo Barrios
La condición femenina, extracto.
Grama Ediciones, Bs. As., 2011.
ARTE:
Ana Carvallo
[ España, 1983 ]