Ciencia y Psicoanálisis
Una muletilla circula entre los
analistas deudores de la enseñanza de Lacan. De tan repetida, “pasa” sin
que chirríe su inexactitud en casi ningún oído. Es esta: la ciencia
forcluye al sujeto. Lacan, por el contrario, afirmó que el psicoanálisis
es hijo de las Luces y del cogito cartesiano, ese que crea al sujeto
moderno. Más aún: afirmo que el psicoanálisis opera sobre ese mismo sujeto[1].
De ahí que, lejos de forcluir al sujeto, la ciencia moderna lo crea.
Pero una vez señalado este ítem el maestro francés apunta filosamente:
lo crea pero lo trata como su correlato antinómico. ¿Qué significa esto?
Que ese sujeto le resulta antipático y molesto dado que, una vez
creado, se manifiesta sintomáticamente, arruinando la “elegancia
matemática” y la pretensión de exactitud científicas. De ahí que Lacan
corrija la célebre fórmula de Descartes (lo hará de varias formas,
algunas de las cuales examinaremos) afirmando, allí donde el filósofo
postula Je pense dons je suis; la siguiente fórmula: je pense donc je jouis. Pienso, luego gozo soy. Y el goce hace meter la pata, cometer la une bévue
que representa al antinómico correlato. Allí donde los científicos
braman indignados, el analista encuentra a su sujeto. Pero valga una
importante aclaración: ni Freud ni Lacan quisieron jamás hacer del
psicoanálisis una rama de cualquier oscurantismo, sea este religioso, new age, chamánico
o cualquier otro. Recuerde el lector cómo Freud se separaba de Jung y
su “energía psíquica” asexual que relevaba de la peor cara del
misticismo (¡pues hay misticismo de primera calidad!) en una época en
que perder un seguidor le infligía al naciente movimiento analítico una
pérdida de dolorosa importancia. Freud y su lector francés se opusieron a
cualquiera de esta clase de desvíos que degradarían el psicoanálisis a
rodar por esta clase de pendiente oscura encarnizadamente.
Freud
decididamente quería hacer del psicoanálisis una ciencia de la psiqué.
Lacan dio un paso aún más largo. Lejos de arredrarse frente al embate de
las críticas que los científicos le dirigían (aún hoy se dirigen) al
psicoanálisis, decide precisar que es el psicoanálisis el que tiene que
hacerle a la ciencia una fecunda marcación. Le recuerda a ésta que debe
reintroducir en su campo la consideración del Nombre-del-Padre. Esto es,
que debe incluir en su terreno al sujeto que ella misma ha creado, que
no puede enviarlo al arcón de los objetos molestos. Al representar al
sujeto en el campo de su formalización, esto es, al suturarlo a la
cadena de letras que se pretenden “exactas” el trazo del sujeto
desestabiliza, pero hace poiética, creadora, a esa secuencia de
letras. Porque este sujeto se aloja en algo que sí la ciencia forcluye, y
esto Lacan lo ha dicho negro sobre blanco durante el transcurso de su
seminario sobre el acto, que es la Cosa incestuosa[2].
En el hueco de esa pérdida el sujeto halla su nido.
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En vida de Lacan la
ciencia, según él mismo afirmaba, hacía “su inmixión galopante” en la
vida cotidiana. En su época, que ya no es la nuestra, dominaba el campo
de los descubrimientos científicos la astrofísica, ciencia dura pero
poco propensa a inmiscuirse en el campo de las enfermedades de la
mentalidad. Aún así el maestro entrevió lo que el futuro habría de
depararnos: un mundo desertificado de subjetividad, hipermecanizado,
colmado de esos objetos hechos para olvidar que llamó lethosas[3],
un agrupamiento de soledades amontonadas en lugar de la trama social
que nos nutra y cobije. Y en medio de esa soledad abigarrada, la
exclusión segregacionista que ya no necesita de campos de concentración.
Los caídos del sistema deambulan por las calles tan desamparados como
si en un lager se encontrasen. En la ficción que nadie los ha
puesto en esa situación. Segregación sin verdugos visibles, pues.
Lamentablemente lo que él temía está sucediendo. Pero veamos qué es lo
que además comienza a ser dominante en esta, nuestra época. Tratemos de
cernir cuál es hoy la nueva amenaza que nos acecha.
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Hoy día la ciencia dura que ha hecho
avances extraordinarios, de innegable importancia y que no se deben
desconocer (puesto que hacerlo sería padecer de una belle indiférence que
nos colocaría a los analistas como la presa de un porvenir aciago),
disputa, ahora sí, el mismísimo campo de las enfermedades de la psiqué
que trata el analista. Se trata de las ciencias biológicas, la genética,
y en el pináculo de esta enumeración por fin las así llamadas
neurociencias, que pretenden reabsorber el psicoanálisis en la
neurobiología, en la idea de que el inconsciente puede ser reducido a un
conjunto de huellas químicas de la experiencia, al mismo título que
cualquier condicionamiento que produce, en la realidad del cerebro,
tales precipitados de proteínas en que se almacena la memoria. ¿Es eso
un inconsciente? No podemos negarnos a admitir que el cerebro humano es
genéticamente capaz de comprender y emitir el lenguaje, que esta
capacidad está basada en adquisiciones biológicas en el curso de lo que
Darwin llamó la evolución de las especies. Sólo que para que el niño
además de ser un potencial comprensor y emisor de lenguaje devenga un
actual y real parlêtre debe de añadirse a la deseada integridad
de la base biológica la palabra de amor del Otro, sin la cual esa
potencia jamás devendrá acto. Y esa palabra de amor proviene justamente
de la operatoria, presente o ausente en el Otro auxiliante para ese niño
determinado, del Nombre-del-Padre, ése que Lacan llama al científico a
no dejar fuera de su campo.
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El mismísimo cerebro se termina
artesanalmente de complejizar en la nutrida red de sinapsis que se ha
dado en llamar plasticidad neuronal a impulso de tal palabra,
dependiente de ese Nombre, del que la madre es pasadora crucial.
Cualquier daño en lo real biológico del sistema neurológico hará que el
Otro auxiliante deba no darse por vencido e insistir en apostar que ese
niño dañado tiene pleno derecho de devenir un sujeto. A este tipo de
consideración esencial es a la que deja de lado, de forma forclusiva, la
neurociencia. Ahora bien, habiendo aceptado que la base biológica
nerviosa se moldea en su carnalidad misma por medio de esa palabra, aún
así, no podemos llamar inconsciente a esa red multiplicada de sinapsis
repletas de precipitados químicos, base de la memoria neurológica.
Puesto que el inconsciente se organiza alrededor de algo que no sabría
estar instalado en el cerebro. En efecto si llamamos a algo inconsciente
es a aquella trama de significantes (que no son huellas químicas,
aunque éstas existan e importen) que se organizan por y alrededor de la
pérdida de la cosa. ¡Cualquier analista podría desafiar al
neurocientífico a que localice tal pérdida en la masa encefálica!
Encaremos ahora otra ocasión en que Lacan habló de forclusión respecto
de la ciencia. Toca al tema que venimos tratando: el de la supuesta
localización cerebral del inconsciente. El maestro francés llamó
forclusivo el envío del cuerpo a la extensión, pues daba por sentado que
el cuerpo (no el organismo, no el soma) formaba parte de pleno derecho
de la sustancia pensante. Deudor como lo es de Descartes, el
psicoanalista, como buen lector, puede mostrar un punto de fisura grave
del sistema que nos legara este filósofo. Toda la compleja red de la
memoria química pertenece a la extensión. No al cuerpo, libidinal, en
donde se asienta, sobre la pérdida de la Cosa, la vacuola de goce, el
don de amor[4],
el inconsciente tal como el psicoanalista trata con él. Aun los mejores
de entre quienes se han ocupado del complejo mecanismo de la memoria de
largo plazo (Kandel, Ansermet y Magistretti) no siendo analistas,
pierden de vista esta distinción. Pero no es un mero error que pueda
dejarse pasar. Este modo de ver al “inconsciente” trae aparejado como
consecuencia el tratamiento de los males de la mentalidad (atribuidos a
“malos condicionamientos” que producen respuestas sintomáticas) por las
terapias cognitivo conductuales. Éstas, servidoras no de la ciencia sino
de lo que venimos describiendo, que es su discurso reduccionista y
totalizante, pretenden cambiar esos circuitos mal formateados por otros
más performantes. Como se ve en Eric Kandel (nutrido explícitamente de
los experimentos del soviético Pavlov, por ejemplo), quién encuentra el
uso indicado como “el” método prescripto, junto con los novísimos
psicotrópicos desarrollados por los laboratorios del mundo anglosajón
(de los que no está mal servirse, si y solo sí se encuentran acompañados
de la dialógica situación transferencial). Rara conjunción, articulada
por el rasgo común del discurso totalizante. ¡El soviético Pavlov entra
en relación con la tecnología de punta del mundo anglosajón! Este
discurso totalizante de la ciencia, (que no debiera confundirse con la
ciencia misma y el respeto que toda su vida le tuvieron nuestros
maestros Freud y Lacan), sí forcluye al sujeto. Universalizando su
premisa de que todo se haya inscripto en la sinapsis comandada por genes y de que todo se
ha de solucionar con los químicos adecuados y los condicionamientos
convenientes, “se lleva puesto” al sujeto, que nace en el mismísimo
lugar donde el universal se perfora. De ahí que Lacan puntúe aún de otra
forma al cogito cartesiano. Este pretende pensar todo el ser.
Allí cae la filosa intervención del maestro: se trata de elegir. O no
pienso (y soy el objeto del Otro), o pienso y entonces el pensamiento
inconsciente erosiona el ser de objeto al que se estaba prometido.
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Volvamos un instante a la problemática que el discurso totalizante de la
ciencia le imprime a nuestro cotidiano. Además de todas las
complicaciones mencionadas más arriba, en nuestros días se añade que, de
sufrir el sujeto algún padecimiento de su mentalidad, ahora se indicará
‒muchas veces avalado desde el Estado mismo‒, una terapia conductual
que nos reduce a ser perros de Pavlov o Aplysias de Kandel (especies de
moluscos) apenas parlantes. Los analistas no podemos desconocer que, por
ejemplo, muchos niños padecen autismos o psicosis infantiles que
tomaron su punto de partida en una afección orgánica que impidió a sus
madres suponerlos sujetos, habitantes de un cuerpo y no un mero soma,
poseedores potenciales, entonces, de un inconsciente. De ignorarlo, el
uso totalitario de la universal caería de nuestro lado. Podemos, y
entonces debemos (y hablo de un deber ético) discutir con respeto con la
ciencia, única vía de llevar a su campo al sujeto que le es antinómico.
Encerrados en nuestras torres de marfil de pequeñas disputas de
parroquia, ignorando con desprecio olímpico que esto está ahora mismo
sucediendo, nos apartamos de la indicación preciosa de renunciar de no
estar a la altura de la subjetividad de la época. Para finalizar una
hipótesis que hace rato nos trabaja: ¿no es acaso el discurso
totalizante de la ciencia ese discurso quinto, tan discutido (¿es acaso
un discurso?) que Lacan llamara discurso del capitalista? Creemos, por
nuestra parte que sí, que ambos: discurso totalizante de la ciencia y
discurso del capitalista son el mismo. Pero nos permitimos recordar que,
así como ciencia no equivale a discurso de la ciencia; discurso del
capitalista (con su correlato de forclusión de las cruciales “cosas del
amor”) no puede homologarse a capitalismo. No fue la intención de Lacan
tomar partido en una disputa ideológica (aunque ésta tenga valor en la polis) sino que quiso, así lo creemos, alertar sobre un posible cambio en el suelo cultural sobre el que los analistas trabajamos hoy.
Silvia Amigo
Lo que el psicoanálisis tiene para decirle a las ciencias.
Publicado en Buenos Aires, 14/07/2014
Tema también desarrollado por la autora
En el Capítulo 8 de su texto:
La autorización de sexo y otros ensayos.
Letra Viva, Buenos Aires, 2014.
ARTE:
Maurits Cornelis Escher
[Holanda, 1898 - 1972]
[1] Lacan, Jacques “La ciencia y la verdad” Ecrits, Paris, 1966
[2] Lacan, Jacques, L´acte psychanalytique
[3] Lacan, Jacques L´envers de la psychanalyse Seuil, Paris. Véase la clase denominada "Los surcos de la
aletósfera"
[4]
Así llama Lacan, en su seminario inédito De un Otro al otro, don de
amor, a la vacuola de goce que podrá alojar al sujeto, cuya primera
aparición en el mundo humano es como objeto del Otro, marcado éste por
la falta.