Olvidar...
Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón.
.
Jorge Luis Borges
Es la memoria un gran don,
calidá muy meritoria;
y aquellos que en esta historia
sospechen que les doy palo,
sepan que olvidar lo malo
calidá muy meritoria;
y aquellos que en esta historia
sospechen que les doy palo,
sepan que olvidar lo malo
también es tener memoria.
.
José Hernández, Martín Fierro. V. XXXIII
Él sabe que
todo se reduce a ese verbo cruel y, sin embargo, necesario: olvidar. Sabe que
todo lo que hacemos lo hacemos para eso. Trabajar para olvidar. Estudiar para
olvidar. Hacer ikebana, natación, artes marciales, leer, bailar, cantar, todo para
olvidar. Olvidar que la muerte existe y que vamos -inexorables y exactos- hacia
ella.
Piensa que un
poco –a veces- le gusta hacer de cuenta que la muerte no es.
A pesar de
que no se resigna al dolor de ver a los chicos despojados en la calle, o al
loco que desnudo grita su cuento todos los días a la misma hora en la misma
esquina, o los que duermen en colchones mojados y se sumergen a los containers para buscar un pedazo de
comida recién cocida; o al observar –si ese puede ser el verbo- la mirada
desamparada de los perros que vagan perdidos y que –tan humanos ellos- también
tratan de olvidar y entonces miran para ambos lados de la calle antes de
cruzarla… A pesar de todo eso, le gusta creer que mañana despertará y hará las
cosas pendientes. Es decir, que olvidará.
Piensa
también en aquellos para quienes “olvidar” es un verbo harto más molesto e
ingrato, que vital. Piensa en todas las personas que deben imponerse el mismo
trámite del olvido, pero con cosas que no le gustan: en las que tienen que
tomar dos trenes y un ómnibus para llegar a su trabajo a la seis de la mañana y
volver a las cinco de la tarde, y cenar y acostarse para volver a levantarse, y
todo para olvidar. Piensa que a veces mejor sería no saber olvidar; pero ¿qué queda? ¿Cómo concebir, cómo crear, cómo seguir, sin
olvidar? ¿Cómo poder enfrentar toda esta vida? Cree que si fuese por esa gente,
no olvidarían, pero el olvido es forzado, porque nos toma, porque es
inconsciente.
De todas las
actividades que le permiten olvidar, las que más prefiere es la de estar
enamorado. Después elige comer, hacer el amor, beber –que es parte del comer-, mirar
cine e ir a pescar con su perra; en órdenes distintos, no importa cuál. Todo
depende del estado de ánimo de ese día y de las ganas de olvidar. Pero eso sí:
no necesita un automóvil de medio millón para olvidar; ni una casa de tres
pisos, para olvidar; ni una embarcación o dos secretarias, para olvidar. Pero necesita
de una mirada, de unos brazos que amasan una cena o preparan un cóctel, de unas
manos que acarician una espalda cansada, de una voz que cuenta un cuento para
poder dormir… para olvidar.
Hace poco
recurrió al Tarot, para olvidar que los astros no tienen la respuesta. En las tiradas le salieron el 18, el 0 y el
1. La Luna, el Loco y el Malabarista. Algunos que lo conocen de más cerca, dicen que
es un soñador, que no le importa vivir el hoy, que no se arraiga demasiado a
nada y que, en definitiva, tiene alma de poeta. Quizás ese tipo de alma le haga
hacer un raro lazo con los otros, a veces abúlico, a veces mezquino.
.
Algunos
amigos coexisten por allí, aunque a veces cuesta aceptarlos… Un grupete que suben fotos de sus
rostros a las redes porque se creen
que es estéticamente placentero observarlos todo el tiempo, semana tras semana, poses tras poses -gestos tras gestos-, con diferentes atuendos, en paisajes de peculiares colores.
Piensa que en el fondo eso no es tan decadente: lo más cruel es abusar del
afecto de sus amistades que se ven en la penosa carga de responder a esas tercas
imágenes con una manito o un “estás
hermoso, cada día más lindo…”. Y piensa: ¿por qué el ego es tan sordo, por
qué uno debe soportar tanta banalidad, tanto individualismo y tanta demagogia?
Y razona entonces: porque uno también es egoísta y quiere ser amado.
De ahí le llega
otro pensamiento: todo es simbólico. Y sin embargo sostener un símbolo es tan
inhumano… Nadie da porque sí: el altruismo sólo convive en ciertos cándidos espíritus
vírgenes de impurezas, cosa que no existe en lo que se denominó la cultura. Por
eso se le cae todo el romanticismo de golpe y entiende, tristemente, que los
símbolos ya no importan; que desgarran por defecto más que por llevarlos
colgados, o en una falange, o escritos en algún pentagrama viejo, entre
corcheas. La vida ahora es así, light. Lo que importa es perder lo menos
posible. Ahora las exparejas se acuestan con sus otras exparejas después de que
éstos últimos se acostaron con otras ex y así en cadena. El mundo funciona igual, e incluso mejor.
Antes se hablaba de “códigos”; ahora priva el contexto. Después de todo, si uno
está angustiado, ¿por qué no tendría derecho de recurrir a los brazos de su ex,
aunque haya pasado ya tiempo y aún uno pueda incluso decir que está
enamorado de otro? Incluso de un ex con el cual el sexo fue nimio… ¿Qué
importa? Si no se trata de sexo… Lo importante es que nos quieran. O –mejor aún-
que nos los hagan creer. Alguien, no importa quién. Y entonces recuerda una
frase de un colega suizo: mejor que no te
peguen, pero antes que nada...
Lo mismo
ocurre con lo que se llama “la amistad”. Cubierta de hipocresías, que a su vez
recubren el narcisismo espeluznante y cruel. Ha escuchado hablar de cosas tales
como “mis amigos primeros”, hasta que la imagen entra en juego y entonces se
terminan los proyectos, los amigos, las promesas y los elevados intereses
intelectuales. Se ríe de la famosa frase “hay que tener dignidad” porque sabe
que no es más que infatuación de la imagen.
Tiene amigas histéricas que
han generado demanda rompiendo platos, ventanas y puertas; o con parálisis y
vómitos; y otros obsesivos que creen que caminando a su trabajo cuarenta cuadras por
día, pueden ahorrar para viajar a Europa al año siguiente.
De todos modos,
y en relación al amor, cayó en la cuenta que su egoísmo no era menos supremo
que el de su partenaire. Había que
aceptar - se decía- que lo que uno está dispuesto a dar no es lo mismo que lo
que el otro está dispuesto a devolver. O, en todo caso, a dar sin esperar.
Pero lo terrible, lo horroroso, hasta lo ciegamente desmesurado del ser
humano, es que uno siempre espera. Lo insolente -si se puede decir- es que uno
no está dispuesto a dar por nada a cambio. Aunque más no sea para sostener su
imagen.
Pese a todas
estas lúgubres y siniestras conclusiones, él sabe que todo se reduce al olvido.
Descifra que olvidar no es un arte (¿o si?); sino más bien un dejarse estar, un abandono
del Ser. Un simple extraviarse más allá de sí mismo, para volver a encontrarse con
el despojo, dictamen por demás horroroso. Últimamente está tratando de olvidar el olvido; pero el desamparo es descarnante; y no soporta estar vestido sin una piel.
MAP