Barthes / El goce en escribir...
Con frecuencia, me he
preguntado por qué me gusta escribir (a mano, se entiende), a tal punto
que, en muchas ocasiones, el placer de tener frente a mi (cual banco de
carpintero) una bella hoja de papel y una buena pluma compensa, a mis
ojos, el esfuerzo a menudo ingrato del trabajo intelectual: mientras
reflexiono en lo que he de escribir (eso es lo que ahora ocurre), siento
cómo mi mano actúa, gira, liga, se zambulle, se levanta y, muchas
veces, por el juego de las correcciones, tacha o hace estallar la línea,
y ensancha el espacio hasta el margen, construyendo así, a partir de
trazos menudos y aparentemente funcionales (las letras), un espacio que
es sencillamente lo del arte: soy artista, no porque figuro un objeto,
sino, más fundamentalmente, porque, en la escritura, mi cuerpo goza al
trazar, al hender rítmicamente una superficie virgen (siendo lo virgen
lo infinitamente posible).
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Este
placer debe ser antiguo: se han encontrado, en las paredes de ciertas
cavernas prehistóricas, serie de incisiones regularmente espaciadas.
¿Era ya eso escritura? De ningún modo. Sin duda, esos trazos no querían
decir nada; pero su ritmo mismo denota una actividad consciente,
probablemente mágica o, más ampliamente, simbólica: la huella, dominada,
organizada, sublimada (no importa) de una pulsión. El deseo humano de
hender (con el pincel, el fieltro) ha atravesado sin duda muchos
avatares que han ocultado el origen propiamente corporal de la
escritura; pero basta con que, de vez en cuando, un pintor (como hoy en
día Masson o Twombly) incorpore formas gráficas a su obra, para que
seamos conducidos a esta evidencia: escribir no es solamente una
actividad técnica, sino también una práctica corporal de goce.
Roland Barthes
Prefacio a La Civilisation de l'écriture, de Roger Druet y Herman Grégoire.
1976.
ARTE:
André Masson
Balagny-sur-Therain, 1896 / París, 1987
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