Mezquindad
¿Cómo te amo? Déjame contarte las maneras.
Te amo con la profundidad, la anchura y la altura
que mi alma puede alcanzar.
Elizabeth B. Browning
Elizabeth B. Browning
La mezquindad
contemporánea es muy distinta a la antigua; puesto que –desde el vamos- no se
trata de una acción filosófica (incluso una acción opuesta al altruismo,
observado como contraproducente para los razonamientos del egoísmo ético) sino
de un goce narcísico que toma al sujeto sin mediar pensamiento alguno. La única
lógica que impera es la del fantasma.
[La soberbia y la ingratitud
constituyen los hermanos supremos de la mezquindad; y es muy lógico que así
sea: el mezquino –soberbia mediante- se cree merecedor de los Dones del otro y
siempre subestimará el esfuerzo que el otro haga para ejecutar dicho acto. De
ahí también que la ingratitud está a la vuelta de esquina.]
La mezquindad del egoísta (y aunque parezca un
pleonasmo no lo es) constituye el cenit
al cual el sujeto –en su condición estructural- llega a constituirse y a hacer
su modo de vida. No es el reflejo
ideológico del educador Max Stirner o el áurea discursiva del absoluto geómetra
Thomas Hobbes. No. El mezquino, entre nosotros, incluso se sorprende de su
espíritu avaro y en ese afán denegatorio hace lazo autista con sí mismo. Porque
el mezquino ni se da por enterado de algunas banales situaciones que en caso de
ser advertido defendería con arcaicos y cándidos argumentos tales como “pero eso es sólo dinero…” o “me hablás de cosas materiales…”, argumentos
que caen por sí mismo al comprobarse que el mezquino puede gastar buena parte
de su sueldo en estética, objetos de diseño, espectáculos, etc. pero nunca
gastaría un pequeño porcentaje en adquirir un buen vino (si él no lo toma –y lo
peor es que a veces sí lo toman, pero nunca lo pagan-) o un espectáculo que no
sea de su agrado, sino del tuyo.
Así pues un sujeto mezquino pensará en vos sólo cuando él
quiere, no cuando vos lo necesites, es decir: es alguien a quien no le interesa
tu problema: de allí que los niños, avaros por definición, tienen en su
dialéctica autista, el predominio de esta dimensión narcísica; y de allí
también que hay que enseñarles a saber dar. El tema es que, como se sabe, el
sujeto aprende muy poco porque el fantasma lo constituye.
Causa risa, por no decir
pesadumbre, que un sujeto que piensa en sí mismo la mayor parte del día -y de
su vida- pueda luego discurrir en relación con estatutos libidinales que nunca
dejan de pertenecer al orden de lo simbólico y, obviamente, del goce.
Porque el mezquino parece
desconocer que para obtener un bien de uso, el sujeto debe atravesar por la
cadena de producción transformando – mediante el trabajo libidinal (y corporal)
- su trabajo en bien de cambio. Es decir que, entonces, en el tránsito por el
goce final (que en este caso sería un goce transferido; el goce de ver que el
otro goza con sus bienes que el primero le obsequió) el sujeto Donante debe
castrarse. Eso que, justamente, el mezquino nunca hará sino por él.
Claro que –a esta altura- ya
concluimos en un argumento tan cierto cómo banal: cada sujeto hace lo que hace
sólo por él mismo. Cierto porque todo
amor es narcisista; y banal, porque
caeríamos en el mismo error ideológico de justificar la mezquindad y de negar
la poesía y la metáfora amorosa en juego. Porque, más allá de que todo lo que
el sujeto hace lo hace por él, es siempre esperable que –como todo amor- se
produzca el giro del engaño. Es decir: es reconfortante sentirse engañado
recibiendo un Don; sobre todo cuando ese Don exige que el otro de lo que no
tiene: su falta. Es decir que se castre más allá de lo esperable.
De allí que la antropología ha estudiado muchísimo el tema del Don [el potlatch] y el psicoanálisis ha hecho de él el origen mismo de la cultura; puesto que lo que se juega es el significante fálico que debe circular –prohibición del incesto mediante- con la consecuente pérdida que ello implica y a la cual el mezquino no quiere atarse.
De allí que la antropología ha estudiado muchísimo el tema del Don [el potlatch] y el psicoanálisis ha hecho de él el origen mismo de la cultura; puesto que lo que se juega es el significante fálico que debe circular –prohibición del incesto mediante- con la consecuente pérdida que ello implica y a la cual el mezquino no quiere atarse.
El intercambio de Dones en ciertas
tribus nos enseñó sobre el Saber de la estructura: Marcel Mauss lo supo
constatar en sus ensayos sobre el Don. Llega un invitado a una tribu
vecina y -en su honor- la comunidad arroja desde sus canoas la mitad del cobre
acumulado. Capacidad de desprenderse de lo material, de devolver ofrendando, de
trascender.
Saber que sólo se es autor de lo
que se dejar ir; que incluso el origen del arte toma esta veta: toda obra es
tal si circula. Saber del acto de fe carente de especulaciones: “Sí, pero si no gasto en esto, podría
ahorrar para aquello…” o “pero si le doy de mi plato me quedo con hambre…”
Saber del potlatch: saber que
existe una diferencia entre el goce fálico (goce de frotar el falo contra el
propio YO) y la significación fálica: de la fuerza del Falo en su
significación, en su metáfora. Es decir, y la diferencia no es poca cosa porque
puede incluso separar la neurosis de la perversión, de dejar de ser
un gozado por el Otro a tener un otro que represente nuestra razón de Dar.
Saber que diferencia la acumulación
de plusvalía con el Don. Saber que sólo se es rico si la riqueza
puede ponerse en canoas y enviarse al mar de la castración, es decir: del
deseo. Porque –como buen anal retentivo- el mezquino se queda con lo que critica del otro: con el capital, resignando su deseo.
Marcelo A. Pérez
MARZO / 2014
ARTE:
Enrique Corominas
Barcelona
Dorian Grey