El Filósofo Lacan y la estética de lo inconsciente. Amor y Olvido.
A
Gabo, quien me guía con pasión y amistad, por las
travesías de las Ideas.
Para
la mayoría de los analistas decir que Jacques Lacan fue un filósofo es casi un
anacronismo. Particularmente, hasta no hace mucho, pensaba que -más allá de
haber sido un clínico y un erudito en psicoanálisis freudiano- Lacan no sólo
nunca fue un filósofo, sino que –según sus propias palabras- era un
anti-filósofo. Si entendemos por
filósofo el que porta la filosofía como oficio, de hecho no lo fue ya que su
oficio fue el de psicoanalista; pero si entendemos por filósofo no el que
oficia sino el que crea los cimientos de una nueva episteme, de una nueva filosofía; podríamos llegar a la conclusión
que quizás, como quiere mi amigo Gabriel Vinazza, sí lo fue. Voy a tratar de convencerme y convencerlos en
estas pocas líneas, sin argumentar demasiado sino circunscribiendo apenas
algunas marcas conceptuales de ambas disciplinas.
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Fedón,
personaje central de la obra homónima Platónica; versa sobre cómo deberíamos
prepararnos para la muerte; a punto tal que dicha obra es casi un tratado filosófico
del saber-morir. Cito un par de párrafos: “Si el alma se retira pura, sin conservar nada del cuerpo, como sucede
con la que, durante la vida, no ha tenido voluntariamente con él ningún
comercio, sino que por el contrario, le ha huido, estando siempre recogida en sí
misma y meditando siempre, es decir, filosofando en regla, y aprendiendo
efectivamente a morir; porque, ¿no es esto prepararse para la muerte?” (…) “¿No
sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado
un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase
al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo?” Y más adelante: “los verdaderos filósofos se ejercitan para la muerte, y que esta no
les parece de ninguna manera terrible. Piénsalo tú mismo. Si desprecian su
cuerpo y desean vivir con su alma sola, ¿no es el mayor absurdo, que cuando
llega este momento, tengan miedo, se aflijan y no marchen gustosos allí, donde
esperan obtener los bienes, por que han suspirado durante toda su vida y que
son la sabiduría, y el verse libres del cuerpo, objeto de su desprecio? ¡Qué!
Muchos hombres, por haber perdido sus amigos, sus esposas, sus hijos, han
bajado voluntariamente a los infiernos, conducidos por la única esperanza de
volver a ver los que habían perdido, y vivir con ellos; y un hombre, que ama
verdaderamente la sabiduría, y que tiene la firme esperanza de encontrarla en
los infiernos, ¿sentirá la muerte, y no irá lleno de placer a aquellos lugares
donde gozará de lo que tanto ama? ¡Ah!, mi querido Simmias; hay que creer que
irá con el mayor placer, si es verdadero filósofo, porque estará firmemente
persuadido de que en ninguna parte, fuera de los infiernos, encontrará esta
sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una extravagancia, como
dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la muerte?”
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En
esta misma obra, Platón relatará la muerte de Sócrates, Conium maculatum mediante; con la famosa última frase que
pronunciara el filósofo: “-Critón, le
debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.” Algunas traducciones en vez de Asclepio (el
dios griego de la medicina; escribirán Esculapio, el dios de los romanos).
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Hasta
aquí podríamos decir que si –para el sujeto- muerte es castración; prepararse
para la castración (o –mejor dicho- estar preparado para aceptar la castración
que nos toma) es una de las elaboraciones que el análisis propone. Castración, es decir Ley –ley de la palabra-,
que permitiría condescender el goce a deseo. O, si queremos, efectivizar un goce
menos doloroso para el parletre. Por
tanto, hasta aquí, hay una fuerte arista entre el psicoanálisis y la filosofía
socrática; acotando una diferencia básica: el psicoanálisis lucha contra la
pulsión (de muerte), no puede proponer una apología de la muerte; mientras que
la “cicuta socrática” representa de algún modo el símbolo de que a la muerte
hay que llegar con heroísmo. Es en este
sutil (des)encuentro, donde no podríamos coincidir: es decir, no como apología
aunque sí como preparación. Con lo que luego M. Heidegger llamará el “Ser para la Muerte”.
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Por
otro lado, tenemos la imagen amorosa; porque condescender goce a deseo, no es
sino atravesando el avatar del amor. Como diría San Agustín, todo amor es un pondus (un peso del corazón): “amor meus, pondus meus”- Y puesto que
el objeto tras el que va el amor es siempre la Felicidad (que todo neurótico
bien puede confundir con el anhelado Soberano
Bien del goce mítico -el Das Ding
de Heidegger-), parece también unificante la idea de la castración como “curativa”
y “habilitadora” para otros goces. De la
sentencia Agustina: “Dilige, et quod vis,
fac” (“Ama y haz lo que quieras”
que bien podríamos traducir desde el inglés “Love
and do what you will”, donde el “deseo” tiene que tener un estatuto ético; -cosa
que en psicoanálisis es complejo ya que todo deseo es parricida o incestuoso- y
entonces verter el fac como voluntad,
significante también complejo ya que depende de cada subjetividad) podríamos
parafrasear con el apotegma lacaniano: “Sírvete
del Padre del amor a condición de que, vía la castración, puedas prescindir del
Padre del goce.” O bien: “Cástrate, y
entonces podrás obtener un goce ético.”
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Por
otro lado, y como se sabe, el goce ético conlleva una estética (de hecho lo
inconsciente, para Lacan, no es ontológico sino ético/estético/poético, como
los sueños); y la idea de lo Bello nos lleva de lo poético al amor y también a
la misma definición que por Belleza enuncia Freud desde la misma base de los
Griegos: Bello es aquello que nos excita.
Que excita nuestros sentidos. De hecho, “estética”
deriva de αἰσθητική
(aisthetikê) «sensación, percepción», y de αἴσθησις
(aisthesis) «sensación, sensibilidad». Por tanto si lo inconsciente es poiesis (se está creando) y también
sabemos que el amor es el fracaso de lo
inconsciente (ya que mientras lo inconsciente divide, el amor pretende hacer de Dos, Uno); podríamos anclar acá
otro dato de la fenomenología de las manifestaciones de lo inconsciente: el olvido.
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¿Y
por qué el olvido? Porque de todas las manifestaciones inconscientes (sin
excluir el síntoma), el olvido es la
muestra más oculta en donde el deseo del sujeto se conjuga con la intención de
defenderse y de velar un goce; es decir: el olvido sería lo que asegura que lo
que se conserva es oro. De allí que también Freud nos recordó que las
histéricas “sufren de reminiscencias”;
es decir: de recuerdos. Y por eso también Roberto Harari aludía siempre a que
el psicoanálisis debe servir para olvidar,
no para recordar. Los neuróticos “sufren” cuando recuerdan. (Se sabe,
obviamente, que la función del analista es también poder crear asociaciones al
analizante a partir de sus olvidos, fallidos, sueños, etc.; pero también es
cierto que cada analizante está frente al analista para elaborar un duelo; y –por
tanto- se ve claramente como “no poder olvidar” es problemático: no poder
cerrar un duelo. ) También sabemos que dicho duelo tiene que ver –en última
instancia y llevando el análisis más lejos- con el duelo por (dejar de ser) el falo. De allí que
también “olvidar el goce mítico, el que no hay”, lejos de resultar paradójico
nos confronta nuevamente con el amor; y de allí que también el análisis es un
vínculo “artificialmente amoroso”.
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Entonces: de
lo Bello al Amor, del Amor al Olvido: castración-muerte
mediante. ¿Y los Griegos? No están muy
lejos de todo esto; de hecho para que entre “el Espíritu Santo” al cuerpo (tal como Lacan define la entrada del
significante fálico en su Seminario IV) es necesario lo lethal: y así escribe el Maestro francés el “neologismo” de letal,
de muerte, en el Seminario XI. ¿Por qué? Porque Lacan nos quiere significar que
la muerte es olvido; y viceversa. Porque en griego Lete (Λήθη) quiere decir “olvido” y beber en la aguas del río del
Hades, según la mitología, producía un olvido completo. Lete era hija de la discordia, de Eris y el
mito de Er al final de la República de Platón cuenta que los muertos llegan a
la «llanura de Lete», que es cruzada por el río Ameles, el descuidado.
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Todo
esto gira en torno a una nada (Rien)
a lo que San Agustín llamó palea: un
resto, aquello que separa –como el grano del trigo- y que Lacan bautizó con una
letra: a, el nombre de la falta. El a, el que Lacan pide que
el analizante construya para volver a dejar caer, es –vía los matemas correspondientes y el polinomio
de Descartes- la raíz cuadrada de menos 1, y es también lo que permite que el
sujeto ingrese al lenguaje, que lo espera. Si esa pérdida –estructurante- no se
ejecuta, tenemos un proto-sujeto: un
niño que no pudo suturar la ecuación fálica freudiana. (Como se ve, el niño
llega para suturar una falta.) Por lo tanto, como vemos, para hablar hay que
perder algo y también hablando, algo se pierde.
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De
este a,
no especularizable –en principio- no
significante, llegamos al otro: de hecho Lacan lo nombra a porque de allí también
deriva la vocal de autre en francés.
Porque el otro esconderá mi falta: i(a).
Qué claro está que la imagen del otro guarda –entre paréntesis- una falta. Que
la falta es lo real y que la imagen la esconde.
Y esto no-especular es lo que, a través del Espejo Plano, no pasa. De lo que desde
el Otro no pasó, de lo que el Otro no se apropió, allí somos preciosos… allí ¿dónde? En -φ. Menos Phi es el significante lacaniano
para leer la imagen fálica que el sujeto emite. Como sabemos, nadie brilla por sí
mismo; y por tanto lo que es brillo-fálico
para uno no lo será para otro; pero –de todos modos- siempre hay un – φ que imantará
al sujeto para engañarse en el camino hacia el amor.
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Ahora: habíamos
hablado del olvido. Lo lethal viene
de lantháno, que es estar o
permanecer oculto. De su forma homérica –letho-
deriva el sustantivo léthe. Justamente
esto es lo opuesto a la alétehia de
Heidegger, que por eso podemos traducir como des-ocultamiento. ¿Y dónde vamos con esto? Vamos a unir,
finalmente, la filosofía con Lacan. Vamos a pensar a la verdad no como
adecuación (adecuatio) sino como pide
Heidegger. La verdad como aquello que se
muestra y se esconde, que se des-oculta. La verdad del síntoma. Nietzsche dirá: Nitimur in Vetitum: lo prohibido nos atrae, luchamos por lo
imposible. Es decir: luchamos con (y
contra) el síntoma.
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Si con Fedro
podríamos decir (¡Qué geniales estos Griegos! Pensar que allí está todo...) que el sujeto se enamora porque
recuerda, con Lacan podríamos decir entonces –redundancia mediante- que el
sujeto se enamora porque no puede olvidar. Es decir –siguiendo la concatenación
del olvido, del Léthe, y de la represión freudiana, que el sujeto se enamora
para no morir.
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Por eso la
naturaleza no se escribe matemáticamente: por eso Dios, a diferencia de lo que
pensaba A. Einstein, sí juega a los dados. Porque si la naturaleza fuese
matemática, el Aquiles de Zenón nunca podría ganarle –en lo real- al ovíparo. Porque si la
naturaleza fuese matemática, como pensaba Galileo, el amor no existiría. Ya que
el amor, lo digo y me despido, es la creencia –ilusoria, por cierto- que nos
permite engañarnos e imaginar que Aquiles alguna vez alcanzó a la tortuga.
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Cierro con
los versos finales del poema de 1955, A
supermarket in California, de Allen Ginsberrg:
Ah, dear father, graybeard, lonely old
courage-teacher,
what America did you have when Charon quit poling his
ferry and
you got out on a smoking bank and stood watching the
boat
disappear on the black waters of Lethe?
Marcelo
Augusto Pérez
El filósofo
Lacan y el río Lethal.
Agosto /
2013
ARTE:
Jacques-Louis David
La mort de Socrate
Óleo sobre lienzo, 1787