Ciencia Fetiche / Perversión
¿Implica la
ciencia alguna perversión en la escena social? Puede parecer abrupta y
prejuiciosa la introducción de este interrogante. Sin embargo, cabe afirmar
que la ciencia constituye nuestra religión secular, en la cual –bastaría con
interrogar a cualquiera– todo el mundo cree con fervor acrítico. Como en la
religión, se cree en ella, sin parar mientes en las eventuales pruebas
confirmatorias. Es que, en efecto, si alguien se atreviese a no creer en ella,
se dudaría acerca de su estabilidad emocional.¿Cómo un hablante de nuestros
tiempos no habría de creer en la ciencia? Por lo tanto, si es una creencia,
esto indica ya la vigencia de una actitud renegatoria a su respecto. Y la
renegación, como sabemos, constituye el operador definitorio de la perversión,
más allá de las conductas y/o de las actividades sexuales en juego. Además,
la fuerza con la cual se atesora la creencia, y mediante la cual esta se erige
en un cabal baluarte, en un bastión inconmovible, radica en su contestación,
cuando no en su recusa, de la castración.
La
ciencia experimental –la ciencia, si se quiere, más clásica– realiza sus
experimentos y comunica sus resultados con la condición de poner entre
paréntesis a sus hacedores. Ello vale en cuanto a la aplicación, en
cuanto a los productores –ya
que el productor desiste de su condición subjetiva, de su portación de
nombre, para poder hacer de lo obtenido un producto colectivo –, y, por
supuesto, en lo referente a los objetos producidos (en el sentido
de la operancia de la tec- nociencia).
Otro
punto decisivo de la ciencia es el cuestionamiento y la duda incesante respecto
de sus resultados. Por lo tanto, en la ciencia siempre rige implícitamente, se
lo reconozca o no, se lo sepa o no, la noción de avance. Es decir que hay una
creencia en el progreso y por otra parte –este es uno de los puntos decisivos–
un resituar y hacer circular los cuer- pos de los hablantes en función de los
predichos resultados. Podemos tomar un ejemplo simple de nuestra cotidianeidad:
la computación –que es, en efecto, un producto de la tecnociencia, una
aplicación de la ciencia–, donde de continuo se apunta tanto a la volatilidad
de sus resultados cuanto a la prontitud del envejecimiento y del consiguiente
descarte de los elementos instrumentales.
En ese
sentido la ciencia, paradójicamente, es una perversión religiosa que comporta
al mismo tiempo tanto la père-version sostenedora de un padre humillado –aquel
que, de modo incesante, pone en acto su caducidad y su limitación y, por qué
no, hasta su impotencia–, tanto la del padre humillado, decía, como la de otra
père-version sinérgica: la del Uno omnipotente, que puede –hipotéticamente–
llegar al más pleno de los dominios de lo Real. Mas quien, por lo mencionado,
no deja de ser, al unísono, el insoslayablemente amenazado por la aludida
impotencia.
El tiempo
propio de la puesta en acto de estas père-versiones de la ciencia no condice
con ninguno de los ya clásicos tres tiempos lacanianos: ni es el del instante,
ni es el del “tiempo” –en el sentido del tiempo para comprender–, ni es el del
momento.¿Cuál sería, entonces? El tiempo del vértigo, de la
vertiginosidad, de un giro que, permanentemente, pone en acelerada cuestión
los resultados obtenidos. Un tiempo torbellinario, en suma.
¿Cuál
habrá de ser, entonces, la incidencia colectiva motivada por la entronización
de este discurso de la ciencia? Al respecto, retomemos una mención dicha como
al pasar por Freud en Fetichismo con relación a lo que sucede cuando el
trono y el altar peligran. Peligran; simplemente dice eso. Vale decir: no se
plantea qué sucede ante su eventual caída, o su posible desaparición, sino
que detiene fructíferamente su apreciación ante otra circunstancia: la del
peligro. Pero ¿en qué sentido peligran? Peligran cuando se escucha el Schrei,
es decir, el grito. No es que
peligren efectivamente, por cuanto basta con que se diga gritonamente
que peligran y entonces los hablantes, ilustra Freud, entran en “pánico”.
Este
pánico, que efectivamente se liga con la factible disgregación de la masa
sostenida hasta ese momento por los –implícitamente– mencionados líderes de
las mismas, me sugirió un concepto por cuyo intermedio procuro inteligir el
pasaje, si se quiere, de la escena subjetiva a la escena social. Se trata de
los que nominé fetiches sociales, en virtud de que el contexto explicativo de
Freud autoriza su precisa acuñación en esos términos.
Ahora
bien: paradójicamente, tales fetiches sociales configuran lo contrario de la
ciencia. El trono y el altar no mientan únicamente –como se deduce– al Rey y
al Papa, sino que ciernen instituciones donde quienes ostentan esos cargos los
desempeñan por el hecho de haber sido o elegidos por un cenáculo, como en el
caso del Papa, o por filiación o tradición, como en el caso del Rey. Empero,
ambos ocupan sus rangos y desenvuelven sus respectivas funciones de modo
vitalicio; garantizan, por lo tanto, una estabilidad, una per- durabilidad. Y
es esa constancia, ese presunto reencuentro sistemático con “la mismidad” lo
esgrimido lúcidamente por Freud para comparar el trono y el altar –en tanto
antídotos contra la castración– con el papel asumido por el fetiche en la
vida sexual: no hay pérdida, no hay caedura, no hay finitud, pues la madre
“tiene” falo. Falo corporizado metonímicamente, claro, por el fetiche.
Son
fetiches sociales, y, por lo tanto, instituciones que el hablante desearía que
perdurasen de manera indefinida. Por supuesto, esta consideración va más
allá del trono y del al- tar, porque se trata de señalar una tendencialidad
marcante de la convivencia social entre los hablantes. Mas ello va de la mano,
de modo harto paradójico, con el sostén creencial de, y en, la actual
religión secular conocida como ciencia, la cual se basa, como vimos, en la
insistente provisoriedad y cancelación de sus resultados, los cuales han de
ser reemplazados por lo nuevo.
(...)
El bando es
otra cosa que la ley. En ese
sentido sostengo que se puede establecer una correlación antinómica entre el
bando y la noción de ley en Lacan. No se trata de la conocida ley simbólica
que tan a menudo esgrimimos como orden liberador, apaciguante y sedativo, por
cuanto, en la economía distributiva de los goces, más bien se evidencia que
la relación con la ley no es de aplicación sino de a-bando-no. El bando, por
lo tanto, es un mandato, es la enseña del soberano, es un edicto solemne e
inductor de banderías diferenciales (lo cual también deriva de bando).
También, por
supuesto, se categoriza a los opositores al bando como bandidos. Por
lógica deducción, entonces, al generar banderías, el bando muestra su
condición facciosa, su notoria vocación exclusionista y concentracionaria.
Vale decir: al inducir facciones, proscribe y segrega. La relación política
originaria, en consecuencia, no es la ley sino el bando. Por cierto, de tal
forma aludimos a un mecanismo oculto, a una facticidad en el sentido lacaniano,
la cual grafica la presencia de una indeseable solidaridad –y esto es difícil
decirlo– entre la democracia y el totalitarismo.
¿Adónde lleva
el bando? Agamben delimita y estudia una extraña figura localizable en el
antiguo derecho romano: el homo sacer, el “[...] hombre cuya vida
consagrada a Júpiter, separada del resto de las vidas de la polis, no
puede ser sacrificada en el sentido religioso o ritua [...]”. Según Agamben,
“[...]estos están separados, no son sacrificables, pero lo que sí puede el homo
sacer, porque está fuera de la ley, es ser asesinado sin que ese asesinato
constituya delito, por lo tanto queda
reducido, por la pérdida de todos sus derechos, como sucede con aquel que
entra en el campo, a [...]la nuda vida, que sería la traducción
moderna del homo sacer”. Es decir: no la vida regida de acuerdo con el
contrato social, sino la vida abandonada, en su manera, en su facticidad. Y
avanza lo siguiente: “Este mero cuerpo es aquel sobre el cual todo puede ser
ejecutado, pero del que nadie va a decir que ha sido sacrificado”.
(...)
Conceptualicémoslo,
entonces, en estos términos: se trata de poder hacerle a la nuda vida cualquier
cosa que le viniere en gana al protopadre, al jefe fetichizado por cuyo intermedio
se combate la castración a partir de sus bandos. ¿Soportarán los hablantes, en la escena social,
jefes barrados y rotativos? Tal es el crucial interrogante ante el que se
enfrenta el psicoanálisis al inicio de este convulsionado siglo XXI.
Roberto Harari
Psicoanálisis y
ciencia en la escena social -Fragmento-
Publicación
en: LaLengua / Año I - No 1 - Octubre de 2004 Enlace de Bs. As. Convergencia Movimiento Lacaniano por el Psicoanálisis Freudiano