Memorias de Adriano / M. Yourcenar
De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden.
Creeré
en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que
existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite
ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil.
De
todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único
donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo.
No
es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que
conserva la suya no obedece del todo a su dios.
La
abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en el caso de
Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se
advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del
Otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección.
No
sé de nada donde el hombre se resuelva por razones más simples y más
ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso
bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de
juzgar la criatura desnuda.
Partiendo
de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la
de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver restablecerse cada vez la
complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes
confesiones, las frágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis
placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se
desatan tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de
una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi
vida.
Las
palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades
contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad
de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito.
La
obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne -que te
he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado- no define el
fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro
infinito de los sonidos.
Esa
frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de
músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma.
Reconozco
que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña
obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro
propio cuerpo, y que sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso,
a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de
caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de
la nuestra y porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales,
por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica
humana se queda corta, como en las revelaciones de los Misterios.
Y
no se ha engañado la tradición popular que siempre vio en el amor una forma de
iniciación, uno de los puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado.
La
experiencia sensual se asemeja además de los Misterios en que la primera
aproximación produce en el no iniciado el efecto de un rito más o menos
aterrador, escandalosamente alejado de las funciones familiares del sueño, del
beber y del comer, objeto de bromas, de vergüenza o de terror.
Al
igual que la danza de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor
nos arrastra a un universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado
penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce
se disuelve.
Clavado
en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos
secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley
que quiere que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas
verdades de su mal, que el prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor
ya sobrio la gloria.
(...)
Si
pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un tercio de toda
vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar sus bondades.
Dormidos, Cayo Calígula y Arístides el Justo se equivalen; yo no me distingo
del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral. ¿Qué es el insomnio sino
la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos,
razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es
sino su negativa a abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados
o de la sabia locura de los ensueños? El hombre que no duerme – y demasiadas
ocasiones tengo de comprobarlo en mí desde hace meses- se rehúsa con mayor o
menor conciencia a confiar en el flujo de las cosas.
Marguerite Yourcenar
Memorias de Adriano
Frag. del Cap. Animula Vagula Blandula
Traduc.: Julio Cortázar
Sudamericana, Buenos Aires, 1955.
Traduc.: Julio Cortázar
Sudamericana, Buenos Aires, 1955.