Amores y Odios en la Manada
Enrique II: -¿Qué pudo hacerme tan valiente?
Leonor: -Mirarme a los ojos
La obra “El león en invierno”, recientemente estrena en
Buenos Aires, cuenta la historia de Enrique II, Rey de Inglaterra,
quien celebra la fiesta de Navidad de 1183
y ordena que su esposa, Leonor de Aquitania, salga del encierro donde
la tiene desde hace diez años. En el castillo de Chinon (hoy en día
Francia),
donde Enrique vive con su amante Alais, reúnen a sus tres hijos: el mayor
Ricardo, futuro Ricardo I de Inglaterra, Corazón de León; el manipulador
Geoffrey, futuro Godofredo II de Bretaña; y el joven
Juan, futuro Juan I de Inglaterra (Juan sin Tierra), para decidir
quién le sucede en el trono.
Entre Leonor y Enrique surgirá una disputa por la sucesión
del trono: Ricardo es el preferido de su madre y Juan el de su padre. El rey Felipe II de Francia visita al rey inglés para
solucionar el problema de su hermana Alais (Adela de Francia),
prometida como futura esposa de quien sea el futuro rey inglés, y convertida ya
en amante de Enrique II. Tras una serie
de complots, el rey de Francia le descubre a Enrique las ambiciones de sus
hijos, y él reniega de ellos y de Alais tras una discusión con Leonor. El rey obliga a marchar a Felipe II de
Francia y a Leonor de Aquitania, pero le promete a ésta que podrá volver junto
a él para Pascua. Un dato más: Felipe II y Ricardo, el
valiente, habían sido amantes.
Hasta aquí el argumento que James Goldman lleva a escena en 1967: dos años después Hollywood,
daría su versión fílmica dirigida por
Anthony Harvey, en la cual aparecería por primera vez en cine la figura del
legendario Anthony Hopkins.
La obra
tiene un texto de mucho calibre freudiano. Podría haberse llamado “La ira de un
Padre” o “La soberbia de un Padre” o “Pugna entre Hermanos”; sin embargo la
poética hace que en el significante “Invierno” se sintetice toda la contención
de un León cuyo odio es directamente proporcional al amor. Y el protagonista lo
dice sin preámbulos: “El odio no es más
que un modo sublevado del amor.”
Pero hay
otro león enjaulado: ella, la Madre. Quien, en última y en primera instancia,
no es más que la productora de toda la per-versión
en que los discursos del Padre y de los Hijos fluctúan permanentemente, sin
olvidar los artilugios que ella misma produce
para desviar todo en pro de sus
necesidades. Justamente el desvío del
discurso, que hace a la perversión misma, es el eje desde donde se cuelgan las
mentiras y las pasiones con que los personajes congregan las escenas. Madre que,
como es sabido, porta el FALO. Puesto
que es el FALO el elemento organizador de toda estructura y puesto que en esta
ficción es lo que pivotea en cada sujeto.
Absolutamente
todos circulan en pro de ese FALO:
corona indiscutible por la cual cada uno, narcisismo mediante, luchará en
competencia abierta. Y la Madre también lo enuncia en un monólogo crucial: “Todos tenemos un cuchillo, todos… Y somos
los humanos los responsables de destruirnos.”
La obra de
Goldman –si bien transita permanentemente los avatares de la destrucción, de la
codicia, del egoísmo, y de la mentira- también instituye –vía el Nombre del Padre- el amor como
contrapartida: hay una escena puntual donde los tres hijos enfrentan al Padre –y
viceversa- pero ninguno puede hincarle el puñal. Se entre-escucha, en esa escena, algo en el orden de la estructura
neurótica: no son perversos, no son psicóticos; pero el Poder corrompe y
domina. Todos disputan una Corona más allá del esquema político: es quién la
tiene más larga; quién es el predilecto: por eso también Leonor preguntará
constantemente a Enrique, si todavía la ama. Ella puede aceptar que él tenga
una amante, pero es inaceptable que la amante porte el FALO.
La versión
porteña de Pompeyo Audivert, es
limpia y a mi juicio de lo más shakesperiana
posible; respetando las tonalidades de los personajes y poniendo en primer
plano el trabajo del actor; con un vestuario que tiene en sí un discurso propio.
Recrear al León es repensar también que lo humano suele
ser cicatero y doloroso, y que lo que decimos amar es muchas veces nuestro
principal objeto de azote; aún cuando los hijos –que deberían emerger sin huir
o reinar sin derribar- estén en este juego mezquino que el narcisismo impone
para su goce. Y aún cuando los padres, harto más de donar tronos, heredan rencores.
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Enero / 2013