Amor: destino / azar
En nuestra sociedad, cuando uno es requerido a hablar del amor, se
diría que resulta poco menos que obligado hacerlo en términos elogiosos,
cuando no abiertamente entusiastas. Parece como si constituyera una
contradicción conceptual (que colocaría además en el lugar de un
antipático aguafiestas al que se atreviera a sostenerla) referirse a
dicho sentimiento de manera crítica, señalando sus limitaciones, sus
contradicciones y ya no digamos la función oscurecedora o directamente
engañosa que a menudo cumple la apelación a lo amoroso en el mundo
actual. No resulta difícil comprender tan generalizada prevención: ¿cómo
hablar en clave negativa de una de las experiencias que mejor ha
representado en nuestra cultura el ideal de felicidad, con la que
incluso se ha asociado en múltiples ocasiones a la misma bondad?
Pero
de una tal constatación cabe extraer conclusiones de diverso tipo. Una,
que puede contar sin duda con buenas razones a su favor, es la de que
la consideración inequívocamente positiva del amor constituye una de las
columnas básicas sobre las que se sostiene la visión del mundo
hegemónica en nuestra sociedad. Cumple dicha función precisamente porque
se imbrica con un conjunto de convencimientos fuertemente arraigados en
la mente de los individuos, de manera que mucha gente barrunta o intuye
que cuestionar la importancia de aquél arrastraría en su caída a éstos,
dejándonos en una situación de incertidumbre y desamparo extremos.
Además, cabría añadir en nombre de un presunto sentido común bastante
extendido, ¿para qué tocar aquello que funciona? ¿No parece
mayoritariamente aceptado que un gran amor constituye el ideal de la
plenitud de sentido para una vida? ¿O que, entretanto éste no se
alcanza, los diversos grados de la felicidad o el bienestar imaginables
vienen indisolublemente ligados a una proporcional presencia de lo
amoroso? Dicho de una forma extremadamente simplificadora, por la que me
disculpo de antemano, ¿acaso alguien, cuando fantasea unas maravillosas
vacaciones, se representa unos días en un paraje idílico, pero en
estricta y rigurosa soledad?
Sin embargo, la conclusión anterior
no es la única, como ya anticipábamos. A partir de idénticas premisas,
también los ha habido que han extraído una conclusión, de signo bien
distinto, acerca de la urgente necesidad de combatir la forma dominante
de entender el amor a la que nos venimos refiriendo. En efecto, lo
arraigado y difundido de la misma, lejos de constituir un argumento
incontestable para aceptarla, estaría informando precisamente de la
gravedad de nuestra situación. Porque si un tal amor no pasa de ser,
como así mismo se ha dicho más de una vez, una variante particular de
imbecilidad transitoria, su abrumadora generalización no resultaría un
argumento en contra sino a favor de la necesidad de combatir
decididamente lo que en última instancia no habría resultado ser otra
cosa que una formidable arma de idiotización masiva.
Acerca de la
primera conclusión no hay mucho que añadir. Para ella el amor ya está
bien como está o, lo que viene a ser lo mismo, alcanzarlo representa una
aspiración válida cuando no directamente deseable como horizonte
regulador para nuestras vidas. La segunda, en cambio, en la medida en
que impugna el imaginario colectivo dominante en uno de sus aspectos
vertebrales, implica toda una invitación no sólo a la crítica, sino
también a la elaboración de una alternativa existencial adecuada
(excepto para quienes pudieran considerar que vivir sin amor ya
constituye, por sí sola, la alternativa).
¿De qué rasgos, según
esto, debería desprenderse nuestra idea de amor para empezar a resultar,
como mínimo, aceptable? ¿Qué nuevas determinaciones debería asumir para
que empezara a abandonar su condición de intolerable espejismo
engañoso? Para algunos, que dicen saber de la cosa, el hecho de que la
beatitud alcanzada por los enamorados sea, de acuerdo con la estadística
y el cálculo de probabilidades, perecedera y volátil, pero que, a pesar
de tan abrumadora evidencia, sea considerada por sus protagonistas como
imperecedera y eterna representa la prueba más concluyente de hasta qué
punto el amor constituye el territorio privilegiado de la estupidez
humana.
Siguiendo con el razonamiento, una perspectiva adecuada
(¿o deberíamos decir, directamente, posmoderna?) del amor sería aquella
en la que los amantes asumieran sin conflicto ni desgarro alguno la
condición efímera de su pasión, abandonando tópicos que corresponderían a
una concepción anacrónica de la misma, como el tópico de la
irrepetibilidad de la persona amada (canónicamente expresada en el verso
nerudiano “a nadie te pareces desde que yo te amo”). En su lugar, lo
procedente sería interiorizar sin complejos (sobre todo de culpa) la
actitud descrita por la cantautora británica Adele en su éxito Someone
like you , en el que, dirigiéndose a un antiguo amante, le manifiesta su
convencimiento de que encontrará a alguien que ocupe su lugar, esto es,
alguien en cierto sentido intercambiable. No puede decirse que en esta
perspectiva se esté renunciando por completo a la idea del amor, sino
más bien que se la está adaptando convenientemente a la liquidez de los
tiempos. Hasta el punto de que uno de estos enamorados de nuevo cuño
podría hacer suya la vieja retórica amorosa, sólo que introduciendo un
pequeño matiz diferencial, y afirmar “uno se enamora una sola vez en la
vida, sólo que de diferentes personas”. En el fondo, a poco que se
piense, la expuesta resulta una actitud bastante acorde con la época que
nos ha tocado vivir. En efecto, ¿cómo creer, en tiempos de disolución
del sujeto, que una determinada persona, y sólo ella, está predestinada a
ser el hombre o la mujer de nuestra entera vida?
Manuel Cruz
-Filosófo Universidad de Barcelona-
Amor, ¿destino o azar?
Extracto del texto publicado en Revista Ñ
28 - Sept - 2012
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/filosofia/Amor-destino-azar_0_782921713.html
Arte:http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/filosofia/Amor-destino-azar_0_782921713.html
Raúl Ponce
El triste trío Detrés
Tinta / 1996