El goce de los otros...
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En los celos hay más amor propio que amor.
Francois de la Rochefoucauld
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Lo que hace tan agudo el dolor de los celos, es que la vanidad no puede ayudar a soportarlo.
Stendhal
.Sos un monstruo-
No. Estoy perturbado; soy un ser profundamente dividido-
De la Escena II de la obra La cabra o ¿Quién es Sylvia?
Estrenada en Bs. As. el 5 de abril del 2012.
“¿Quién es Sylvia?" Digámoslo de entrada: Sylvia es “ese oscuro objeto de deseo” de Buñel o de Dalí o de Lacan. Y aquí radica la fuerza del guión de la obra de Edward Albee; porque cuando se trata del deseo, el objeto está oculto: la cabra sólo sirve de excusa imaginaria para sostener un real a partir del simbólico: las palabras que montarán la dimensión lúdica.
En “Albee y la primacía de la palabra” Victor Winstock nos recuerda que: “En La cabra conviven la dimensión lúcida, extática, oculta, extraordinaria de los mitos y la convención gris, mediana, patente, ordinaria de lo cotidiano. En esa convivencia delicadamente equilibrada reside el secreto de su éxito. Martin y Stevie son tan extraordinarios como Edipo y Yocasta, pero también son tan ordinarios como Helmer y Nora —la pareja protagonista de Casa de muñecas de Henrik Ibsen. Las Euménides y el Minotauro deambulan invisibles por la mansión de los Gray: lo que vemos es una familia feliz, sabia y rica; lo que vemos es la crema y nata del mejor perfil del sueño americano… y luego vemos cómo se derrumba. Es éste el verdadero sueño americano; no es el mundo color de rosa que habitan el Chavo y la Chava de La obra del bebé, sino el sueño de los grandes pensadores estadounidenses: somos testigos de la hipocresía y la catástrofe que derrumban el mundo de Henry David Thoreau, Martin Luther King y Susan Sontag. Estamos en el terreno de la erudición; aquí no cabe el vulgo, sólo hay lugar para la aristocracia del saber. Incluso el amigo Ross es culto y noble a pesar de sí mismo, por encima de la mezquindad y la impertinencia que lo impulsan hacia la traición. Por eso La cabra no entra en la horma de la categoría tragicómica tampoco; porque la ordinariez se eleva al ámbito místico.”
¿Qué sucede con quienes rodean a un sujeto pegado a su oscuro objeto de deseo; cuando esa “elección” no coincide con los parámetros o los valores esperados? ¿Qué sucede con el propio sujeto, sujetado por ese deseo?
La problemática trágica que descubre Freud –vía lo Inconsciente- es que el sujeto no tiene un deseo, sino (y de ahí lo trágico) que el deseo tiene a un sujeto: que el parlêtre es tomado por el deseo. Así como somos tomados por el baño del lenguaje; así como primero está lo Inconsciente y después el Sujeto. ¿Qué dice un analizante apenas después de realizar un fallido? Dice: “¿Yo dije eso? Yo quería decir otra cosa…”- Cierto: El YO no quería decirlo; pero la Otra escena –por la cual es tomado- lo enunció. De ahí que el maestro vienés ha dicho “El YO no es amo de su propia casa”; de ahí que no creemos que el YO pueda ser síntesis ni dominio de nada: es pura cáscara, pura ilusión de completud, pura imagen. Por eso todo conocimiento es paranoico: viene desde el Otro. Y aquí retomamos al Dalí de Lacan y a la Cabra de Albee.
La Cabra no es un surrealismo; excepto que consideremos que todo texto lo es, aún un ensayo científico. La obra de Albee es, sin duda, la devastación de los axiomas rígidos que una sociedad tiene en función de los Ideales, de las premisas ideológicas, de las señales que el Otro da desde el origen. La obra nos confronta con nuestras propias miserias; nos recuerda que tenemos hambre de deseo; y que la sexualidad –como el deseo- nos toma y es violento. Nos habla de cómo una “elección sexual de objeto” puede transformar el imperio de un status quo pequeño burgués, en un caos de contrasentidos; en un futuro absurdo, en un hoy inadecuado. ¿Inadecuado para quién? He aquí que caemos en lo que con Lacan conocemos como el goce. ¿Quién puede estar autorizado a tirar la primera piedra? ¿Quién puede dictaminar la manera de goce con que un sujeto pudo haber sido tomado, más cuando no sea que está violando el campo del semejante? En la obra de Albee no se plantea la cuestión Legal ni el tema patológico de la zoofilia o del incesto; sino la coyuntura con el deseo. En todo caso, como decimos en psicoanálisis; la Ley del deseo priva sobre el Ideal, muchas veces con sarcasmo o ironía.
Agrega Victor Winstock en su texto: “En su Anatomía de la crítica, Northrop Frye demuestra cómo en la tragedia moderna la ironía ocupa cada vez más un lugar preponderante: la tragedia es inevitable en el marco del destino según la concepción griega como lo es también en el universo isabelino; pero es probablemente evitable en la América de fin de milenio. La ironía no sólo permite a Albee ascender a lo trágico sin desprenderse del Naturalismo, sino que otorga la distancia óptima al espectador para identificarse con Martin Gray sin derrumbarse con él.”
Esta obra de Albee no tiene otra intensión -de ahí creo que también su desenlace es el que es- de vomitar las caretas con que el ser humano suele mostrarse; ciertas máscaras que viste para cada ocasión y que en los momentos donde cada EGO necesita reivindicarse; caen indefectiblemente cuando la histeria y el narcisismo ganan. Quién no ha conocido gente que ha pronunciado frases muy bonitas pero poco consistentes cuando se trata de re-tomar el narcisismo, y no sólo estoy hablando de vínculos amorosos, aunque sí afectivos: “Yo me muero si nos peleamos” o “Me desgarro si te vas”- Todo funciona bien hasta que el narcisismo entra en juego y esos mismos sujetos –lejos de morirse- refuerzan su apuesta creyendo que –en el colmo del Ego- han operado correctamente respaldando o protegiendo al sujeto de su goce. (¿No será del goce de ellos? ¿No se les arruinará -de algún modo- algo en ese orden?) Creo que aquí radica la única fuerza del texto: porque Albee no nos habla sólo de un modo de goce sexual sino –y es ahí donde se plantea el dilema- de un deseo, del amor. Enamorarse de una cabra –más allá de lo verosímil- desencadena el derrumbe imaginario y fragmenta el lazo con los otros, los normales.
Podríamos inferir que Sylvia, la Cabra, sirve para que repensemos que las palabras no pueden subsumir lo sexual; que existe un hiato entre sexualidad y significante; que no todo puede ser dicho; y que los humanos empecinados en “corregir” –narcisismo mediante- “la elección” de otros, no lograran más que la fortificación del yo, la rebeldía, el aislamiento y –ya cuando los escudos se gasten- el renunciamiento. Y -fundamentalmente- que todas las palabras de amistad, afectos y amor, son válidas en tanto y en cuanto el narcisismo (de quien las enuncia) esté medianamente satisfecho; puesto que cuando se toca el goce, el sujeto se desenmascara y ya no hay ni afecto ni pacto simbólico que valga.
Sirve pues para que podamos entender -muy a pesar de nuestros imperativos ideales- que el goce es particular de cada lalengua; que cada sujeto ha podido hacer de su laleo, un discurso relativamente conveniente para sobrevivir. Pero el narcisismo nuestro de cada día hace que las pequeñas diferencias tengan grandes consecuencias –de ahí el final del texto-; porque no sólo está en juego el objeto (de deseo) del otro; sino los propios celos que -en la base de todo vínculo- juegan sus codiciosas cartas.
Marcelo A. Pérez
Articulo Publicado en Página/12
Suplemento Psi 12 / 4 / 2012
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-191655-2012-04-12.html
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