Psicoanálisis, Psicofármacos y Transferencia
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En tanto analistas, no podemos dejar de considerar, tal como proponía Freud en contraposición a la psiquiatría, las variaciones diagnósticas que se producen a partir de la intervención analítica.
En algunos pasajes de la correspondencia que Freud mantuviera con O. Pfister, se destaca su preocupación por el diagnóstico, pero, claro está, desde una nueva perspectiva —me refiero a la psicoanalítica— que le llevará a decir que tiene que dejar el problema médico del diagnóstico para dirigirse al material vivo de la transferencia.
Ese abandono de la posición médica, no sólo respecto del diagnóstico-pronóstico, sino también en la apreciación de las inhibiciones, los síntomas o la angustia, implica de parte de Freud, el reconocimiento de una incompatibilidad epistémica entre el determinismo causa-efecto propio de las ciencias biológicas y médicas, y el concepto de causalidad psíquica. Este determinismo causa-efecto que anida “pertinentemente” en las ciencias biológicas, cuando se infiltra en el psicoanálisis escamotea, no sólo el concepto de causalidad psíquica, sino que desatiende además la influencia de otros factores que concurren en las producciones de sentido.
El rechazo a la transferencia y su exclusión de las “consideraciones diagnósticas”, es sin duda un velado rechazo al psicoanálisis, que suele conducir a un ejercicio clasificatorio que puede resultar fructífero en el campo del saber médico, pero insuficiente y riesgoso en la práctica del psicoanálisis. Este horror a la transferencia por parte de algunos analistas debería hacernos pensar los efectos que éste acarrea a la hora de hablar de las “actualizaciones psicoanalíticas”. Dicho de otra manera: eso que llamamos ejercicio diagnóstico más acá de la transferencia, y en el que suelen entretenerse algunos “psicoanalistas” me parece la expresión más cabal de una ramificación encubierta de la primitiva hostilidad y repugnancia al psicoanálisis. No se trata, entonces, de una calificación del diagnóstico como una suerte de hobby, tal como por otra parte lo expresaban algunas corrientes antipsiquiátricas, disfrazadas analíticamente. Nada de eso. Al decir que el diagnóstico puede resultar un entretenimiento fatuo, me refiero al hecho de no considerar el “factor analista” que entra en juego en toda puesta en acto de la estructura. (...)
No existen en la obra de Freud, ni mucho menos en la de Lacan, referencias al diagnóstico fuera de las modalizaciones vitales que imprime la transferencia. La “medicalización” y la “psicologización” del diagnóstico implicarán, entonces, no sólo un rechazo a la transferencia, sino también la alteración de los conceptos de inconsciente, repetición y pulsión que se articulan a ella.
Muchas veces la transferencia es confundida con la sugestión y el dominio, siendo utilizada como una forma de moralización por parte del analista. Ciertos modos de considerar el acting-out así lo demuestran. Hay allí intentos de moralización, que por las vías de la prohibición, impiden mucho más de lo que crean, modos peyorativos y prejuiciosos que “codifican” la conducta de un sujeto, de acuerdo a la “microcultura analítica” del psicoanalista, descuidando así, en pos de un ideal de salud y de dominio, los intentos de manifestar “un decir”, aun en los límites del infierno.
El inconsciente termina siendo un mal del que habría que liberar al paciente en nombre de una conciencia (la del analista) que parece presentarse como garantía y aval de una racionalidad “de clase”, que manifiesta sutilmente el rechazo a los diferentes modos en los que singular y socialmente puede expresarse la racionalidad. Una suerte de colonización del inconsciente que suelda saber y verdad.
A la repetición, insistencia que no deja de confrontar al sujeto con la producción de sus verdades, se la trata como a una reiteración molesta a la que es necesario acallar, silenciar, o en cierta jerga lacaniosa: acotar. Ese acotamiento imaginario del goce parece corresponder de manera aggiornada al viejo deseo del Amo de estar por encima.
Esta ideologización de la repetición prepara, junto con la tergiversación del concepto de pulsión, subsumido a una suerte de energía cuasi-mística, cuasi-orgánica, intervenciones farmacológicas que reducen al sujeto del inconsciente a un objeto de farmacopea “dinámica”. Hace algunos años no faltó quien, en nombre de Freud y de la esperanza científica, dijese que “la psicofarmacología, vista a la luz del psicoanálisis se aparece más allá como la otra vertiente del paciente [...]. Dicha vertiente es por supuesto el campo de la biología, el cual en psicoanálisis está representado por los instintos”. Se arriba así a un concepto de instinto y de energía que parecen quedar por fuera de la metapsicología freudiana, para concluir diciendo que el psicofármaco actúa, ante todo, sobre la moción instintiva perturbada. ¡Qué cerca podemos estar los psicoanalistas de esos ingenieros de la conducta que tan bien describía La Naranja Mecánica!.
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Muchas veces el analista se precipita, por diferentes razones, en la búsqueda de remedios que, como suele decirse popularmente, son peores que la enfermedad. Y cuando es el analista —médico de profesión— quien los prescribe, puede ocurrir que sirva de coartada a su propia resistencia, frente a la angustia del paciente que, al no ser tolerada por el analista, impide una estrategia y una política. Incluir su dosificación en transferencia implica direccionarla al servicio de la construcción de un síntoma bajo transferencia.
Digamos que así como no todo trastorno del viviente-hablante que somos encuentra su expresión última en la lógica del significante, o en las representaciones inconscientes tal como lo postulaban algunas almas bellas del psicologismo post-freudiano, mentores del psicoanalismo, tampoco existe un correlato directo y biunívoco entre el S.N.C. y nuestro aparato psíquico. Este parece ser un esfuerzo (me refiero al de estrecharlo) que periódicamente intentan los neo-positivistas, para asociar más y mejor al psicoanálisis con la farmacología. Volvamos a decir que esto no implica el desconocimiento de una práctica racional de la psicofarmacología. Estamos queriendo alertar acerca de una tendencia a farmacolizar la clínica psicoanalítica, que prepara su entrada por diferentes vías.
Otro de los posibles modos del retorno de la medicalización psiquiátrica en el psicoanálisis, su soporte ideológico-técnico, se encuentra en el intento de globalización de los diagnósticos a través de la CIE 9/10 o del DSM-IV. Hay en juego un intento de borramiento de las diferencias culturales y sociales, y un aplastamiento y apropiación de la singularidad subjetiva, esto es, de los peculiares modos de producción de la trama de verdades, que por las vías del síntoma intentan en cada caso abrirse camino.
Ese aplastamiento y esa apropiación se sostienen en la confusión de una práctica diagnóstico-positiva, la médica, con la evaluación subjetiva inherente a la práctica psicoanalítica. Dicha confusión suele acrecentarse y legitimarse a través de la demanda jurídica, e implica hacer valer una categorización diagnóstico-instrumental concluyentemente taxonómica por sobre la categorización de la realidad psíquica, abierta y no concluyente. Este es en otro sentido del “grado de libertad” (aunque sea poco) de la realidad subjetiva.
La lógica nosográfica arrasa con la estructuración subjetiva del deseo, respondiendo cada vez más a la ilusión disciplinaria instaurada en el siglo XIX a partir de la cópula psiquiatría-orden jurídico, de la que derivan las construcciones normativo-nosográficas o, dicho de otro modo, aquello que se considera salud o enfermedad mental.
Este engendramiento se revela magistralmente en los manuales diagnósticos a los que hicimos referencia. Éstos dejan de lado el problema de la causalidad psíquica —que por supuesto, en tanto realidad discursiva, no puede más que ser social—, subsumiendo el problema del sufrimiento psíquico o la llamada enfermedad mental a una cuestión etiológica, que —se lo declare o no—, resulta ser siempre biológica. Entreténganse en las consideraciones de los prospectos psicofarmacológicos y apreciarán una tendencia monista que da por concluida la tensión cuerpo-mente, a favor de un organismo adaptable a la sociedad que se desea combinar.
Insisto, entonces, en que como analistas no es cuestión de estar a favor o en contra de las propuestas que cada vez más la globalización capitalista genera en los ámbitos de la salud mental, sino de introducir las preguntas en las que se asienta su “razón de ser”, no siempre clara respecto de cierto afán por comprender y generalizar.
La globalización —sospecho— es signo, y como todo signo, seguidista, gregario, masificador, riesgosamente aplastante, ya que tiene el poder conferido por la lengua de ser esencialmente excluyente, clasificante, inevitablemente encasillador. Los citados DSM, las CIE, los CIDI, los SCAN y los IPDE, a los que siempre se agregan micro-variaciones locales, expresan, junto con sus normativas versiones de la anorexia-bulimia, las toxicodependencias, los violentos y las víctimas, los débiles mentales y los psicópatas, los inteligentes y los tarados, los altos y los bajos, los blancos y los negros, la conformación del “Gran Estado Totalitarista Nominalista” que prepara este siglo, una realidad que devendrá del acuerdo de los Amos y del silenciamiento del deseo.
El convencionalismo pro-psicofarmacológico está destinado a sellar, con su entendida clasificación, toda producción que implique el reconocimiento del sujeto deseante. La proliferación de los significantes Amos determina la posición de objeto, consumible y listo para tirar, propia del discurso capitalista. Se multiplican prescripciones enmascaradas de descripciones y justificaciones ideológicas disfrazadas de explicaciones pseudocientíficas. “Un único discurso para todos y todos para un único discurso”, será la consigna.
Sabemos que en cada clasificación duerme el monstruo de un estereotipo, el defensor de un arrastre, de una inercia que demanda cuerpos e instituciones masificantes para su instauración. No podemos dejar de recordar aquí que el armado perverso manicomial es ilustrativo de tal instauración.
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La búsqueda de legitimación obliga las más de las veces a las instituciones asistenciales y a los psicoanalistas que trabajan en ellas a “solventar” con su ejercicio, una mecánica asentada en fórmulas reparadoras y adaptacionistas, que escamotean los estragos que ese discurso capitalista produce.Desde ya que esto no impide que en esa labor de restarle certeza a la angustia intervenga en situaciones muy puntuales el uso de algún psicofármaco, para restar sufrimiento y no para impedir esa labor. Otro tanto podría decirse de la tristeza y del dolor que implican el trabajo del duelo. En esto suele aparecer cierta compulsividad a silenciar por la vía exclusiva del fármaco aquello que de angustia, dolor y tristeza pueda habitar en la existencia del sujeto.
Esta consideración ética, que no deja de ser lógica, se refiere también al delirio, que el psicoanálisis entiende, a partir de Freud, como un trabajo de restitución simbólica que no carece de un tiempo de confusión y sufrimiento que, en pos de la obtención de un delirio de calidad metafórica, puede requerir de la ayuda farmacológica. Pero —repitámoslo una vez más— la intervención de esa sustancia estará destinada a favorecer las condiciones de posibilidad que implican esa labor de rearticulación simbólica, en tanto y en cuanto consideremos el delirio como uno de los caminos de la verdad del sujeto.
José Grandinetti
Extracto Conferencia La medicalización del psicoanálisis: su envenenamiento
V Congreso Internacional de Salud Mental de Madres de Plaza de Mayo
Buenos Aires, 18 de noviembre de 2006.
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José Grandinetti es psicoanalista,
Jefe del Servicio de Atención Psicoanalítica de Crisis,
Director Fundador de la Escuela de Psicoanálisis del Hospital José T. Borda.
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Arte: Fernando Falcone
Solamente una más
Técnica: Mixta digital y dibujo
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